lunes, 18 de noviembre de 2019

POEMAS DE CARLOS PEZOA VELIZ


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(21 de julio de 1879 - 21 de abril de 1908, Santiago de Chile, Chile)


Tarde en el hospital




Sobre el campo el agua mustia

cae fina, grácil, leve;

con el agua cae angustia;

llueve…



Y pues solo en amplia pieza,

yazgo en cama, yazgo enfermo,

para espantar la tristeza,

duermo.



Pero el agua ha lloriqueado

junto a mí, cansada, leve;

despierto sobresaltado;

llueve…



Entonces, muerto de angustia,

ante el panorama inmenso,

mientras cae el agua mustia,

pienso.

Nada




Era un pobre diablo que siempre venía

cerca de un gran pueblo donde yo vivía;

joven, rubio y flaco, sucio y mal vestido,

siempre cabizbajo…¡Tal vez un perdido!

Un día de invierno lo encontraron muerto

dentro de un arroyo próximo a mi huerto,

varios cazadores que con sus lebreles

cantando marchaban…Entre sus papeles

no encontraron nada…Los jueces de turno

hicieron preguntas al guardián nocturno:

éste no sabía nada del extinto;

ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto.

Una chica dijo que sería un loco

o algún vagabundo que comía poco,

y un chusco que oía las conversaciones

se tentó de risa…¡Vaya unos simplones!

Una paletada le echó el panteonero;

luego lió un cigarro, se caló el sombrero

y emprendió la vueltaTras la paletada,

nadie dijo nada, nadie dijo nada…
Tomado de:

El perro vagabundo

Flaco, lanudo y sucio
con febriles
ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.
Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.

Es frase de dolor es una queja
lanzada hace tiempo, y ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.

Es una larga historia de perezas,
días sin pan y noches sin guarida.
Hay aglomeraciones de tristezas
en sus ojos vidriosos y sin vida.

Y otra visión al pobre no se ofrece
que la que suelen ver sus ojos zarcos;
la estrella compasiva que aparece
en la luz miserable de los charcos.

Cuando a roer mendrugos corrompidos
su miseria asoma por las casas,
escapa con sus lúgubres aullidos
entre una doble fila de amenazas.

Y allá va, llleva encima algo de abyecto
lo persigue de insectos un enjambre,
y va su pobre y repugnante aspecto
cantando triste la canción del hambre.

Es frase de dolor, es una queja
lanzada hace tiempo, y ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.

Lleva en su mal la pesadez del plomo
nunca la caridad le fue propicia;
ni ha sentido jamás, sobre su lomo
la suave sensación de una caricia.

Mustio y cansado, sin saber su anhelo,
suele cortar el impensado viaje
y huir despavorido cuando al suelo
caen las hojas secas del ramaje.

Cerca de los lugares donde hay fiestas
suele robar un hueso a otros lebreles,
y gruñir sordamente una protesta
cuando pasa un bull-dog con cascabeles.

Por las calles que cruza a paso lento,
buscan sus ojos sin fulgor ni brillo
el rastro de un mendigo macilento
a quien piensa servir de lazarillo.

Es frase de dolor, es una queja
lanzada hace tiempo, y ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.


Entierro de campo

Con un cadáver a
cuestas,
camino del cementerio,
meditabundos avanzan
los pobres angarilleros.

Cuatro faroles descienden
por Marga-Marga hacia el pueblo,
cuatro luces melancólicas
que hace llorar sus reflejos;
cuatro maderos de encina,
cuatro acompañantes viejos...

Una voz cansada implora
por la eterna paz del muerto;
ruidos errantes, siluetas
de árboles foscos, siniestros.
Allá lejos, en la sombra,
el aullar de los perros
y el efímero rezongo
de los nostálgicos ecos...

Sopla el puelche. Una voz dice:
-Viene, hermano, el aguacero.
Otra voz murmura: -Hermanos,
roguemos por él, roguemos.

Calla en las faldas tortuosas
el aullar de los perros;
inmenso, extraño, desciende
sobre la noche el silencio;
apresuran sus responsos
los pobres angarilleros,
y repite alguno: -Hermano,
ya no tarda el aguacero;
son las cuatro, el agua viene,
roguemos por él, roguemos.

Y como empieza la lluvia,
doy mi adiós a aquel entierro,
pico espuela a mi caballo
y en la montaña me interno.

Y allá en la montaña oscura,
¿quién era?, llorando pienso:
-¡Algún pobre diablo anónimo
que vino un día de lejos,
alguno que amó los campos,
que amó el sol, que amó el sendero,
por donde se va a la vida,
por donde él, pobre labriego,
halló una tarde el olvido,
enfermo, cansado, viejo.
Tomado de:


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