viernes, 26 de junio de 2015

André Ady poemas

El silencio blanco


Con mi brazo te asgo, y no te retiene al fin él.
Blanco el silencio, blanco manto.
Nunca fue el silencio tan grande, en tan
rasa deriva algo sino haz: grita.
Aguardamos, tiesos. Extenuadas las manos
en un crepúsculo en besos y lágrimas.
Grita, muerde cuando sacudas tu cabeza
y con crueldad tu cuerpo de terciopelo rasgo.
Suavísima, fragante tu cabellera
hazla batir suelta en mi cara.
Tu cuello blanco ahora es más blanco aún,
con dedos de hierro arrancaré en él sangre.
Toma un puñal en tu pequeña blanca mano:
la vida detenida, nada despliega,
tienes ni penas, besos, lágrimas, éxtasis.
Ay, todo al instante, todo, perdido.
Este manto-demonio blanco está posado,
este mundo silente y blanco está pronto,
te maldigo, roigo, rasgo en mi tortura,
maldice, roe, rasga y aúlla – es lo que quiero.
El silencio mata, este manto blanco:
ahuyentarnos, y lo evadiríamos a él.



La mujer de las lágrimas


Oscura esa cara al corazón –
a la mujer de las lágrimas presiento;
los dedos rosa e inquietos
envaina en él.
Siento el aroma y es a
rosados, dedos de masacre,
en el cordio sangriento
triste abalanzan lágrimas.

Sus labios roen, aquí, con
dulzura, el pelo en revuelo,
la mujer aquí arrasa
aquí, aquí: el cordio.
Redime la vida aquí y
aquí cava un pozo junto al pasado.
En el sangriento cordio
triste abalanzan lágrimas.

Mi pecado magno, desvanezca
del destino en el que muerte
las lágrimas de la mujer-esfinge
encuentra, entenderla.
Quede en sagrado enigma,
quede siempre nueva.
En el sangriento cordio
triste abalanzan lágrimas.



Llevar mi cabeza


Llevar al regazo de una mujer
mi gran, triste cabeza de sátiro
recuerdo.

Deambulaba un día al venir hacia mí una mujer
grande en medio del agobio y el calor
en ensueños.

Lejos y hondo en el tiempo
yo era mujer: era desmedida,
era amada.

Tras de mí unos jóvenes débiles
venían, deseosos, enfermos
recuerdo.

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El títere de las manos


Por todas partes veo manos,
en un enjambre negro – manos.
Que arden, frías, manos
lentas, piadosas, que roban,
llagadas, contentas, tiesas.

Soy sólo un triste títere de sueño
sacudido por manos que juegan.
Ellas danzando su danza conmigo,
lanzándome hacia las estrellas
o hundiéndome en la espuma.

Es de ellas mi sueño, mi vino,
mi mujer, mi ímpetu.
De ellas mi infortunada fortuna,
que satisfaga solamente
haciendo cuanto hagan ellas.

Yo soy el gran inmolador,
el híbrido hijo que incinera.
Yo recibo los tormentos.
En mi mano, un cigarro no más
y su humo que asciende.

Mi cigarro humo salpicando
en la olorosa pólvora – el cenizo fogón.
Aguarda un poco, apenas, otras manos
aguarda: mi cigarro arde,
pronto se disipa, en seguida

El piano negro

Loco instrumento: llora, relincha, gime.
Que corra quien no tenga vino.
El maestro ciego lo aporrea, lo sacude,
Es la melodía de la vida.
Es el piano negro.

Un zumbido en la cabeza, lágrimas en mis ojos
Banquete de ansias victoriosas,
Todo eso, todo: el piano.
La sangre de mi corazón loco, ebrio
se vierte al ritmo de sus teclas.
Es el piano negro.

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