jueves, 4 de junio de 2015

CÉSAR DÁVILA ANDRADE algunos poemas

Tiempo imperceptible 

Hasta cuándo, Noviembre, buscas
en los días
aquello que se da en el agua,
sin que a nadie humedezca dentro
ni se releje fuera.
Aquello que permanece
cuando, después de la evaporación,
manos ya sólo en venas
sustituyen el tacto de ultramundo.
Tú has visto cómo
aquella hoja de álamo, al caer,
disminuía tanto sus asas de madera
que sólo era posible llorar
de pensamiento a pensamiento
ante la aparición de las fogatas.
A través de los días, oh Noviembre,
permanece en acecho
la Perra
que hará reverdecer todas las puertas.




Infancia muerta

Aquellas alas, dentro de aquellos días.
Aquel futuro en que cumplí el Estío.
Aquel pretérito en que seré un niño.
Desierto, tú quemaste la quilla de mi cuna
y detuviste a mi Angel en su Agraz.
La madre era ascendida al plenilunio encinta,
y en un suceso cóncavo
trasladaba sus hijos a sus nombres
y los dejaba solos,
atados a los postes de los campos.
Arrimada a su paño de llorar,
venía la Nodriza,
tan humilde
que no tenía derredor ni Dios.
Yo le besé en la piel los labios más profundos
de su cuerpo,
y desperté en el fondo de su vientre
al Niño sucesivo que no muere.




Espacio, me has vencido. Ya sufro tu distancia.
Tu cercanía pesa sobre mi corazón.
Me abres el vago cofre de los astros perdidos
y hallo en ellos el nombre de todo lo que amé.
Espacio, me has vencido. Tus torrentes oscuros
brillan al ser abiertos por la profundidad,
y mientras se desfloran tus capas ilusorias
conozco que estás hecho de futuro sin fin.
Amo tu infinita soledad simultánea,
tu presencia invisible que huye su propio límite,
tu memoria en esferas de gaseosa constancia,
tu vacío colmado por la ausencia de Dios.
Ahora voy hacia ti, sin mi cadáver.
Llevo mi origen de profunda altura
bajo el que, extraño, padeció mi cuerpo.
Dejo en el fondo de los bellos días
mis sienes con sus rosas de delirio,
mi lengua de escorpiones sumergidos,
mis ojos hechos para ver la nada.
Dejo la puerta en que vivió mi ausencia,
mi voz perdida en un abril de estrellas
y una hoja de amor, sobre mi mesa.
Espacio, me has vencido. Muero en tu eterna vida.
En tí mato mi alma para vivir en todos.
Olvidaré la prisa en tu veloz firmeza
y el olvido, en tu abismo que unifica las cosas.
Adiós claras estatuas de blancos ojos tristes.
Navíos en que el cielo, su alto azul infinito
volcaba dulcemente como sobre azucenas.
Adiós canción antigua en la aldea de junio,
tardes en las que todos, con los ojos cerrados
viajaban silenciosos hacia un país de incienso.
Adiós, Luis von Beethoven, pecho despedazado
por las anclas de fuego de la música eterna.
Muchachas, las mi amigas. Muchachas extranjeras.
Dulces niñas de Francia. Tiernas mujeres de ámbar.
Os dejo. La distancia me entreabre sus cristales.
Desde el fondo de mi alma me llama una carreta
que baja hasta la sombra de mi memoria en calma.
Allí quedará ella con sus frutos extraños
para que un niño ciego pueda encontrar mis pasos…
Espacio, me has vencido. Muero en tu inmensa vida.
En ti muere mi canto, para que en todos cante.
Espacio, me has vencido…




Encuentros

Nuestros encuentros no tienen mundo.
Se hacen
de pensamiento a pensamiento
en el éter
o en la vivacidad de los sepulcros,
a mil insectos por centímetro.
Nuestros encuentros se sirven
de microorganismos
y partículas de cobre.
Podemos esperar mil años, y aún más.
Nuestros encuentros se realizan en el Iodo
o entre el rumor de herraduras y lienzos
que precede
a las grandes migraciones:
Nuestros encuentros se hacen
en el ser instantáneo
que pasta y muere,
-como pastor y bestia-
entre surcos y siglos paralelos.
Nuestros encuentros no tienen
número ni punto.




Después de Nosotros

Mañana, después de nosotros,
volverá a la pradera, en dulce péndulo
a recorrer la música, un delirante festival.
Las alcobas cerradas
pasarán cabeceando hacia los arrecifes
de una ancha rosa azul.
¿Quién mirará en silencio
cruzar por los cristales detenidos
las cosas que terminan con la lluvia ?
¿Quién abrirá de noche la unánime
novela que se lee alma adentro,
para buscar el fuego de los días
en la ardorosa y blanca intimidad ?
¿Y, quién verá en las noches de diciembre
salir, al través de las ventanas,
la música delgada de Franz Schubert
que, sollozando, cae en los jardines?
¡Ah, mañana, después de nosotros!
Cuando la primavera alce sus hojas,
qué luminosas potras de topacio
se empinarán de amor
sobre nuestros sepulcros apagados!
Sobre nosotros pasarán en junio
misas de punta azul y espuma blanca,
los gaseosos orfebres del crepúsculo
y el agua circular de las carretas
que marchan a cambiar largas hileras
de música con pensativas cosas.
Oh, si esta tierra inexorable
que hoy me cose los párpados, amada;
si esta tierra, al fin, se aclarara,
lloraría, temblando, sobre tus manos blancas
como cuando la fiebre me adelgazaba el alma…
¡Pero esta honda noche, se hace tarde!
Ah, y otra vez, errantes, los gitanos
volverán una tarde a nuestra aldea.
Sé que preguntarán por nuestras manos…
Les dirán que ya nadie puede leer en ellas,
que tenemos la línea de la vida
borrada por dos años de azucenas.




Canción a la bella distante
No era mi poesía. Mis poemas no eran.
Eras tú solamente, perfecta como un surco
abierto por palomas.
Eras tú solamente como un hoyo de lirios
o como una manzana que se abriera el corpiño.
Eras tú, oh distante presencia del olvido!
Clara como la boca del cristal en el agua,
tierna como las nubes que atraviesan el trigo
por los lados de mayo.
Dulce como los ojos dorados de la abeja;
nerviosa como el viaje primero de la alondra.
Eras tú y tenías delgadas de esperanza
las manos que me huyeron.
En tu sien, extraviadas, bullían las sortijas.
En tus perfectos ojos abril amanecía.
Estoy tan impregnado de tu voz siempreviva
que hasta esta inmensa noche parece que sonríe
y percibo el borde líquido de tu alma.
Andabas como andan en el árbol los astros.
Rezabas en silencio como una margarita.
Oh quién te viera abriendo esos libros que amabas
con el alma inclinada a la luz de las fábulas!
Qué viñeta de rosas tenían tus mejillas
cuando abrías los labios de amor de las palabras.
Y qué resplandeciente ciudad de serafines
descubrías, de pronto, en el cielo de estío.
Quiero besarte íntegra como luna en el agua.
Mañana en los delgados calendarios de ausencia
te encontraré buscando una pedrezuela tierna
para marcar una hora lejana que aún espero.
Recuerdo aquella tarde cuando quise besarte.
Tenían los cristales un fondo de mimosas
y la antigua ventana mecía los jardines.
Las llamas de los árboles se tornaban oscuras
y un ángel de eucalipto se apoyaba en el muro.
Escuchamos de pronto la carreta profunda
que atraviesa los prados con su carga de junio.
Pienso en aquella tarde y me encuentro más solo!
Las casas recogían la luz del occidente,
los caminos bajaban como arroyos en llamas,
la brisa estaba fija en el borde del álamo.
Pienso en aquella tarde y no sé por qué lloro…




Canción a Teresita

                                                 (Apasionadamente)
Pálida Teresita del Infante Jesús,
quién pudiera encontrarte en el trunco paisaje
                                               de las estalactitas,
o en esa nube que baja, de tarde, a los dinteles,
entre manzanas blancas, en una esfera azul.
Caperucita parda,
quién pudiera mirarte las palmas de las manos,
la raíz de la voz.
Y hallar sobre tus sienes mínimos crucifijos,
bajando en la corriente de alguna vena azul.
                         Colegiala descalza,
                         aceite del silencio,
                         violeta de la luz.
Cómo siento en la noche tu frente de muchacha,
encristalada en luna bajar hasta mi sien.
Cómo escucho el silencio de tu paseo en niebla,
bajando la escalera de notas del laúd.
Cuando amanece enero, con su frío de nácar,
sé que tu pecho quema su materia estelar;
y que la doble nube de tus desnudos hombros
se ampara en la esquina delgada de la cruz.
Cómo escucho en la noche de caídos termómetros,
volar, rotas las alas, el ave de tu tos;
y llorar en la isla de una desierta estrella
a jóvenes arcángeles enfermos como tú.
Teresita:
esa hierba menuda que viene de puntillas
desde el cielo a las torres;
ese borde de guzla que nace en los tejados;
esa noción de beso que comienza en los párpados;
la trémula angostura del abrazo en los senos:
todo lo que aún no irisa la sal de los sentidos
y es sólo aurora de agua y antecede a la gota,
y tiene únicamente matriz en lo invisible;
lo mínimo del límite, le que aún no hace línea,
eres tu, Teresita, castidad del espectro.
La comunión primera de la carne v el cielo.
Cuando el olivo orea su balanza de nidos,
cuando el agua humedece la niñez del oxígeno,
cuando la tiza entreabre en las manos del joven
la blancura de un lirio que expiró en la botánica,
allí estas tú, Teresita, víspera del rocío,
en la hornacina pura de un nevado corpiño,
con tu fantasma tenue, concebido en la línea
ligera y sensitiva en que nacen las sílfides.
                          Suave, sombra, celeste,
                          soledad silenciosa.
¿Quién te entreabrió ese hoyo de dalia en la sonrisa?
¿Quién te vistió de clara canela carmelita
como a una mariposa?
¿Quién colocó en tus plantas
los descalzos patines de celuloide y ámbar?
¿Quién te ungió las manos de divina tardanza
para que no pudieras
jamás herir las cosas?
                           Tenue, tímida, tibia,
                           traslúcida, turgente.
Por tu amor, la madera se vuelve una sortija
y la niebla, sonata al pasar por los álamos.
Por tu amor, en el éter se conservan los trinos,
las plegarias se tornan cascabeles azules
y la espiga, una trenza del color de los cálices.
                            Delgada, dulce, débil,
                            divina, delicada.
Tu doncellez intacta crea nardos ilesos
sobre ese fino valle del aire en los cristales,
cuando sólo es un trémulo sonido que no alcanza
a embozar en el tímpano el espectro del canto.
Novia que viajas sola
en un velero de hostias.
Enamorada pura en la edad de la garza.
                             Niña, nupcial, nerviosa,
                             nívea, naciente, núbil.
Cómo veo tus manos pasar por los bordados
y abrir una acuarela de anclas y corazones;
tus ojos que conocen esos duendes de cera
que andan con las abejas al pie de los altares.
Cómo siento tus trenzas ocultas en una gruta,
donde se agrupa el oro bajo un toldo de lino.
                              Ideal, ilusa, íntima,
                              irreal, iluminada.
¿Quién podrá olvidar tu nombre, Teresita?
¿Tu nombre que comienza en una noche de estrellas
y ha cambiado el sentido de la lluvia y las rosas?
Lo pronuncian los niños al llamar a las aves,
o al decir que las cosas les nacen en los ojos.
Las bellas colegialas que recogen en coro
una llovizna azul en el hoyo de las faldas.
Las novicias que cantan entre muros de nieve
y crucifijos pálidos.
Los monjes que hicieron de su sangre una nube
para guardar los campos con escuadrillas de ángeles.
Por tu finura de ángel con alas de violeta
y tu ternura inmensa que, a veces, se hace pena,
un Amor Infinito escribió en el cielo
la inicial de tu nombre con un grupo de estrellas.

  


Carta a una colegiala

Para leer esta carta
baja hasta nuestro río.
Escucharás, de pronto, una cosecha de aire
pasar sollozando en la corriente.
Escucharás la desnudez unánime
del agua y el sonido.
Y el rumor del minuto más antiguo
formado con el átomo de un día.
Mas, de repente, escucharás, oh bella música femenina,
la catarata inmóvil del silencio.
Entonces, te hablaré desde las letras:
Era enero. Salimos del colegio.
Veo tu blusa de naranja ilesa.
Tus principiantes senos de azucena,
y siento que me duele la memoria.
Bella aprendiz de cartas y de melancolía,
con los ojos cerrados y las bocas unidas,
tomamos esa tarde una lección de idiomas
sobre el musgo que hablaba de la cartografía.
¿Cómo has pasado estas vacaciones?
¿Sientes alguna vez entre los labios
ese azúcar azul de la distancia?
Mañana son dos años, siete meses.
Te conocí con toda mi alma ausente;
sufría entonces, por la primavera,
un bellísimo mal que ya no tengo.
Recuerdo: producías con los labios
un delgado chasquido de violeta.
Pienso en la estatua de aire de tu olvido
mirándome de todas las esquinas,
mi colegiala mía, música femenina.
Tú, en el divino campo. Yo, en la ciudad terrestre.
La calle pasa con su algarabía.
Un fraile. Unas mujeres de la vida…
Un niño con un cesto de hortalizas…
Un carro lento dividido en siglos…
Mañana entramos ya en el mes de junio.
Flotarán en su cielo de anchos aires
objetos de uso azul como las aguas;
y una lejana inquietud de rosas
habrá en el horizonte de la tarde.
En este claro mes de agua plateada
te conocí. Entonces yo sufría
una enfermedad de primavera,
un bellísimo mal que ya no tengo …

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