Puerto azul
Ustedes se escondían tras las piedras del malecón.
Tú eras rubia, acaso lo seas todavía.
Ustedes caminaban de noche y de día tomados de las manos.
Ustedes sonreían sobre granizados de fruta
y correteaban como niños a la orilla del mar.
Era el tiempo de ocultar cigarrillos
en los resquicios de una pared precisa.
¿Hasta dónde llegaba el aterrado asombro?
¿Hasta dónde la delicia de las manos ya sueltas?
¿Hasta dónde el sol, el musgo, el choque de las olas,
las voces lejanas, el gesto repetido del cangrejo?
Yo lo soñaba.
Punto por punto lo soñaba.
Pero no sé qué soñaba.
Mi placer está hecho de esa incógnita.
Filiación
Tu abrigo, madre, de cachemira gris
encontrado al azar sobre algún mueble
como a los tres, como a los seis,
como a los once años.
Tu abrigo, madre, para llevárselo a la cara,
para estrujar tan ávida, tan suavemente
aquel olor.
Tu abrigo, madre, de cachemira gris
para encontrárselo así como al azar
sobre este pulso que atraviesa mi ser
tan negro, madre, tan tuyo
o de los hijos
de los hijos de los hijos
que aún son entrañable apetencia de sangre,
piedrecitas
que agradecerá el mármol nuestro.
Tu abrigo, madre…
Vodka
Que una tarde acabe con lluvia
y poco espesor de azúcar en la sangre
no es demasiado.
Que uno se reconcilie de pronto
con el amor peor dejado
y que vuelvan los cuerpos y las voces
sobre la casa hundida,
sin pretender alzar otra columna
ni soñar que habitamos otra casa,
es casi como un golpe que hace vida a la vida.
Y henos aquí
jugando a que estos besos son los besos de otros,
a que resbalan por la piel y no resfrían el alma.
Henos aquí jugando,
recorriendo de vuelta el polvoso camino
y pocos serios ante la gravedad del asunto
como si la risa viniera de una irónica calma,
de corazones ya suficientemente burlados.
Nosotros,
los que desconocíamos cualquier camino de retorno
¿Qué hemos hecho para venir a dar con el amor al que se
vuelve?
Dónde estabas
mientras yo te enterraba
y enterraba contigo –cavadora egipcia-
toda la maraña del amor imposible
para que te llevara tus tesoros al otro mundo.
¿En qué limbo de paciencia aguardabas?
Te he soltado.
Ya no estás preso a mi pecho ni a imagen alguna
y no puedo dejar de preguntarme
en qué momento tu animal enfurecido
aceptó que se le quebrara el corazón.
Porque hoy he venido a mirarte largo rato a los ojos
sin sentir la tentación de pedirte
que me sostengas el mundo cuando los pisos se agrieten,
porque hoy he venido a mirarte
sin querer que me salves de nada.
Alguna vez confiamos en el tiempo
y cada quien –a su modo- supo postergarlo.
Ahora
que ya tenemos tan poco para postergar,
que robamos pasión a un tiempo que ya no es “nuestro tiempo”
que el portero del edificio me mira con recelo.
Ahora que el despecho para mí es estar en ascuas
entre el final de un poema
y el comienzo de otro que se tarda
como se tarda el amor
y que puede incluso no llegar nunca.
Ahora
que tantas tardes se han ido sin esperarte
y que he aprendido tan bien a sostener entre las noches
el as de un juego solitario,
que no puedo negar el desierto que habita este corazón
y lo reclama.
Ahora
que un clavo no saca otro clavo,
el pecho se tranca, de seguro, no le queda otra cosa.
Ha sido hermosa la tarde
aunque tan difícil sea hablar de amor,
aunque sepamos que hay una casa que se levanta sin estructura
y que esa casa es la nuestra.
No te pregunto por lo que haremos otras tardes,
eso lo sé
y voy a ti sin dobleces.
Vuelvo a sacar dos cubos de hielo,
los pongo en un vaso
y abro la botella
como quien retoma un gesto detenido por distracción,
como quien no ha dejado una noche de hacerlo.
***
Le he dado vino a los gatos
y han olvidado que no deben arremeter
contra la jaula de los pájaros.
Le he puesto vino a los pájaros
para dejar de escuchar al miedo revoloteando,
para que, si no tienen suerte, la zarpa los agarre dormidos.
Le he puesto una manta a la jaula de los pájaros
para atenuar el asedio de los felinos.
Le he dicho a éstos que no es noche para cazar.
He pensado que en otras condiciones
la tarde se iría sin la sensación de un hueco apretado al
estómago.
He descubierto que en ciertas celebraciones
mi alma se descuelga,
herida por algún motivo menor que el de la muerte,
pero motivo al fin.
He imaginado todos los brindis que no he podido hacer
por el cansancio de levantar la misma copa.
He recordado
que en estas fechas siempre he querido ser otra persona
donde quiera que esté y en la circunstancia en que me halle,
que la soledad
también ha sido hecha para estar a gusto
en nuestro disgusto más íntimo.
Tomado de:
https://eldienteroto.org/wp49/poemas-de-gabriela-kizer/
LO VIVO
Hambrientos de menos,
disponemos cada noche
del sueño de nuestros restos.
Lo hacemos con dulzura,
hablando sobre cualquier cosa.
¿Qué instante nos detendrá?
¿Habrá calor, lluvia?
Ahora nada nos orienta.
Ni siquiera la penuria que damos al corazón,
ni siquiera su peso muerto sobre los hombros.
Sombras debilitadas, nostálgicas
de sangre y de destino,
andan zumbando por la casa
que se ha tornado invisible.
No pudimos contener sus paredes
ni cambiar los cuadros de lugar.
¿Tenemos nombre aún?
No llega aquí la melodía
que hace olvidar el hambre a Tántalo,
ni los pasos de la muchacha que sin cesar camina
y conoce la hendidura de la sombra a la luz.
No queda para nosotros ni la gracia
del grano imposible de regurgitar.
Abre los ojos.
El moho se acumula en todas partes
y los pies se nos van y no caemos.
Hasta nuestros susurros se han vuelto borrosos.
¿Escuchas?
¿No ha concluido ya el tercio del año,
la irremediable cita con lo fútil
que queda de lo vivo?
¿Y lo vivo —la vibración de la larva
en el pantano, de la espiga;
la memoria del antiguo espejo de mano,
de la seda pegada a la transpiración;
los entrañables y repugnantes sabores—,
la irremediable cita con lo vivo?
Porque una cosa es el cese, y otra
sustraerle fragancia al devenir.
Escucha.
Ni Leteo ni sangre anegan la garganta.
Haber perdido el gusto al agua
nos ha salvado al menos de beber.
Busco mis pasos, que están perdidos
y no llevan mensaje de otro mundo.
Busco la flor trizada, dulcemente disuelta,
¿comprendes? Y un poco de tierra pastosa
donde poner a fermentar esta niebla,
y un vino seco para las tardes
y las magulladuras.
SIETE VIDAS
Conocí la tristeza
una lluviosa mañana de enero
poco antes de cumplir cincuenta años.
Yo, que creí que me las sabía todas,
comprendí de pronto que mi amante
no me quería tanto como decía.
No se aguaron mis ojos
(eso ya había ocurrido la tarde anterior
y la tarde anterior).
Tan solo le pasé un trapo con Maderol
a la mesita hindú de la sala
y luego un trapo seco
para que no se le fuese a empegostar
la caja de cigarros.
Pero fue un gesto escéptico, casi frío.
Miré sus lámparas y el amor
con que las había puesto hace nada.
Supe también que la palabra «empegostar»
es un americanismo y no figura
en el Diccionario de la Real Academia.
Repasé su piel, su ser, su rostro,
enteramente su cuerpo en la memoria,
y reconocí asimismo cuánto me los sabía.
Cuánto y cómo me los sabía.
Pero me dio flojera buscar la palabra
que reflejara esa intensidad.
Uno tiene derecho a sus venganzas,
me dije.
Durante toda la mañana
el sol estuvo saliendo y ocultándose.
Supe, por último, que seguiría buscando en sus ojos
la palabra definitiva,
que mi amor no caería de pie.
Pensé en los amores que tienen siete vidas
e intenté precisar por cuál íbamos.
Tal vez por la quinta, me dije,
quedan dos.
RÍOS
Que no hubo Sena, Támesis, Moldava.
Que faltó un chapuzón en el río Prut
al cual atribuir una fiebre reumática
y el debilitamiento progresivo del miocardio.
Que ningún caudal hizo a la tierra edificable,
ni dejó pasar la historia, los pensamientos;
ni reveló la transparencia sonora de la realidad.
Que lo que hubo fue lenguaje cenagoso, ríos sin nombre
en los que se pegaban los corronchos de las piernas
o amenazaban con eso y daba espanto.
Que transcurrieron horas anudándolas
en la piscina la Culebrita
porque de perderse la cola de sirena
cada vez que pongas los pies en el suelo
sentirás un terrible dolor.
Que aguardaba por mí la poción químicamente pura
a cambio de besos sostenidos, apretados contra las piedras,
rodeados de culebras de agua dulce reclamando la voz.
Que pudo haber sido más leve la creciente,
el ruido de los rayos cayendo tan cerca de la curiara,
el agua picada, tan repleta de pirañas.
Y si la curiara se vuelca tan solo trata de alcanzar la
orilla.
¿Cuál orilla? Si las pirañas buscándome las piernas
con hambre vieja, aguas abajo.
Pero deja el desaliento, corazón,
todavía nos queda el pericardio.
Océano y Tetis riñeron para toda la vida
con el único fin de darle estabilidad al mundo.
¿Qué vas a pedir tú?
Ofrece tu pesar al Aqueloo
y recuerda la belleza con que Sófocles
cantó a sus sombras oscuras.
Recuerda el río de Heráclito, las metamorfosis de Ovidio,
los ríos en que entramos y no entramos.
Y cómo somos y no somos los mismos.
FÁBULAS
Ni todas las fábulas de reinos antiguos
que por mí aguardan
me ayudarán a olvidarte.
Intento, en vano, recordar el poema
en que esto fue dicho espléndidamente.
Ya ves cómo has vuelto a dejar mi casa
a merced de la vieja lámpara de aceite
sobre una mesa vacía, apolillada.
No voy a frotarla.
Sé bien que su hosco genio no habría de servirme
como no sirvió a la princesa Badrulbudur.
Tal vez el curso de los días
y los sencillos hábitos
vayan apaciguando el Ganges
y el color aceitunado del océano Índico
y un ángulo de tu rostro y Catay
y Cipango en mi respiración
y el sabor de tus ojos.
¿Qué más puedo decirte?
Sé que vendrán noches en que te sobrarán las manos
y no sabes cuánto lamento que este amor
no te haya servido para vivir.
Pierde cuidado.
Menos aún me servirá para morir.
Como San Brandán,
atravesaré nuevamente el Atlántico ignoto
hasta dar con la isla en la que no habrá bálsamos
ni deseo ni sed ni me bastarán el hebreo
ni el caldeo ni el árabe
ni siquiera tus manos me servirán de lengua.
Tampoco me sirve confundir a estas alturas
una pena de amor con el silencio de las sombras.
Desconozco la melodía para aplacarlas
y, sin embargo, noche a noche me duermo
canturreando un poco: me envolverán las sombras
o sombras nada más o voz de sombra
despedazada ya, sangrante
en la desembocadura del Hebro
o en la octava, en la novena cuerda de la lira
o sobre el barro de este callejón de puertas cerradas
y fantasmas que ladran (a mil besos de profundidad).
Tomado de:

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