TODOS NOSOTROS
Frente al acantilado, en el borde de todos los bordes del mundo,
observo la caída, abajo, donde las águilas merodean en círculos
y el aire se vuelve viento, y el viento robusto embiste
como un toro de humo, asesinando la mañana.
La exhausta espuma también es océano incalculable.
Fuimos enormes alguna vez. Fuimos el nombre oculto del frío,
fuimos el júbilo, atravesábamos las llanuras sin mirar atrás
bajo la mirada del colibrí, que era un ave y el brillo de una
moneda.
Oh sí, todo sucedió cuando el sur era una habitación al fondo
y no teníamos miedo porque confundíamos el miedo con el frío,
y cenábamos nuestra propia cosecha de tomates
y contábamos todo el día la historia de nuestro mundo en
ciernes,
y sabíamos silbar, y sabíamos golpear la luz con un bate, y
sabíamos
que podíamos asesinar y comer una zarigüeya, si era necesario.
Éramos entonces el ojo el tornado. Y en el ojo del ratón
la tarde que caía, la calle que llegaba hasta el cielo, la
llanura
y el ruido que provocan miles de tiovivos sonando a la vez en la
oscuridad.
Todo eso éramos, todo eso fuimos alguna vez, a la intemperie
sin nada que esperar, pero en la posibilidad de todas las cosas.
Cuánto ha pasado. Cuánto se ha detenido. Cuánta sombra deshecha
en la fuente seca colmada por el polvo blanco de la muerte.
La ceniza es la única madre que nos persigue. Oh sí,
la única madre que nos susurra una invocación, nos llama
y no deja de llamarnos desde el otro lado de la tormenta.
Un ruido de perdices asesinadas salta del tejado hasta el
jardín.
Mantenles como lluvias lentísimas caen de la mesa con una sola
taza.
Si observo hacia atrás, sigue allí el borde de todos los bordes
del mundo.
Y sé que debería cerrar los ojos y dejarme caer.
Dejarme caer como el muchacho sobre los brazos de la multitud,
como el aire de marzo sobre la deliciosa hierba.
RACE HORSE
1
Para Roxana Elena
Y mira tú, muchacha, de quién viniste a enamorarte,
a quién viniste a amar para toda la vida,
a quién decidiste no olvidar:
es un caballo de carreras, ese muchacho es un caballo de
carreras
y corre siempre junto a la barda colmada por espinos
y sus músculos inflamados siempre a punto de reventarse.
¿Quién lo conduce?
Sus estribos son ríos a los cuales muerde para intentar romper.
Sus ojos ven un horizonte de fuego al que no puede dejar de
dirigirse.
Sus cascos son de un cristal incorruptible que aniquila a la
piedra.
Su crin es el viento azotado por el relámpago.
Una tormenta tiene donde debió tener un breve corazón,
una tormenta a la cual teme incluso el invierno mismo.
Su imaginación es la misma que la de la montaña
y la del grito que corta el silencio de la montaña desolada.
No es de fiar.
¿Quién confiaría su alma a una tormenta?
¿Quién brindaría su piel al cuchillo de fuego
o su voz al silencio de la flauta quebrada por el odio?
Y mira tú, muchacha dulce, te abriste como un cofre
lleno de perlas que parecían brotar de la luz misma
y él ni siquiera pudo notarlo, él es un caballo de carreras
y no le importa ni la ciudad ni el camino que lleva a la ciudad
ni las joyas ni un cuello lleno de joyas ni un cofre lleno de
joyas,
solo le importa el bosque y el campo abierto y la playa
interminable
pero sobre todo la pista, esa pista de grama, arena y piedra,
y mira tú de quién viniste a enamorarte
a quién quisiste guardar en ti como un corazón nuevo
a quién quisiste abrazar hasta perder los brazos
a quién quisiste observar hasta cerrar tanto los ojos
que no consigues ya mirar la dicha.
Mira tú, muchacha linda, a quién quisiste amar,
a un obstinado caballo de carreras cuya pista es el mundo.
LA CHICA DEL BOSQUE
En la región de los grandes bosques tu silueta es la
civilización.
Inclinada sobre la hierba, eres el contorno de la colina.
La belleza retrocede al mirarte
como el alce al sentir el aroma del cazador.
Lo que has escuchado al inicio del día no es un tornado
atrapado en las ramas altas del pino,
pues no hay nada allí, salvo una idea del cielo.
Poco antes del anochecer, eres como el abismo marino
que solo presienten los pescadores de ballenas, cuyos pies,
siempre al borde, han aprendido a no caer.
Ahora que la niebla se inclina para bendecir el ruido del agua,
no te detengas en los caminos a la sombra del fresno salvaje.
La serpiente no es menos mortal bajo la lluvia.
Vuelve a casa. La tibieza se ha mojado sus manos en el fuego.
En la oscuridad, tu cabello es una vía láctea que podrías
seguir.
En la oscuridad, donde eres el arroyo que horada las raíces
en la región de los grandes bosques, a la orilla
del campo de batalla donde se encuentran siempre
la insignificante belleza de la nieve con la crueldad del frío.
EL SILENCIO DE LAS HABITACIONES
Ahora ven y encendamos una moneda en la oscuridad.
En el tejado hay miles de cuervos blancos
que picotean lo que has dejado a la intemperie,
todo eso que fuimos en el fondo de las habitaciones.
Los trenes saltan como cachorros
sobre nuestras cabezas confundidas.
El occidente es una idea que se hunde en el agua.
El norte, una cruz en el fango.
En los escaparates se amontonan las fotografías
de todo lo que una vez estuvo en venta,
por eso debemos comprar un día entero solo para nosotros
y esconderlo en cada uno de los desvanes que conocemos.
Ahora debo decirte que he empezado a morir,
por eso sé que la muerte no es un camino
sino la imagen de un muchacho sobre una colina
cazando con su lazo un tornado,
un tornado robusto como un oso de las montañas.
He visto el muchacho de luminosas espuelas
y escuchado el sonido del látigo
y he bajado la colina con los brazos abiertos.
Te juro que fue así, te juro que he visto todo apagarse
cuando la mirada, el tornado y el hombre
han caído juntos fundiéndose en una misma sombra.
Qué dulce es la muerte, chica, qué dulce es el olor de la hierba
y la pradera llena de cabezas de perros que se asoman.
No regresemos nunca al sur. No regresemos nunca.
Seamos por una sola vez
todo lo que los faros iluminan.
OJOS CERRADOS
A ti también, ingenua, a ti también te he visto,
y tu rostro no era tu rostro sino el rostro del miedo,
y me veías como si estuvieras viendo una tempestad,
como si, parada en la lejanía de un valle, vieras venir hacia
ti,
hacia tu cuerpo delgado como un goteo continuo de miel tibia,
la estampida de búfalos sometidos acaso por un terror más hondo.
Te he visto, ingenua, a ti también te he visto
y me miraste como mira el vidente la imagen terrible
y no dijiste nada de lo que debías decir
y te alejaste como se aleja todo aquello que ha de migrar al sur
en el invierno
y el invierno era yo…
FOTOGRAFÍA EN GRISES
Ahora tu rostro, edificado con aquello no dicho,
me recuerda todas las cosas débiles,
y me dice que en lo perdido nace la tristeza
y que toda memoria tiene un instante de crueldad
y que los días han dejado de ser lo que eran
porque el niño que fui murió
y el muchacho que fui murió también
y sus tumbas no fueron cavadas en el grito de júbilo
sino en el silencio de aquello que se desvanecía
y que la aparente felicidad que debió existir entonces,
esa perenne fiesta, carecía de músicos.
Es inútil mentirse y es inútil también pedir una disculpa
por la siembra que se perdió bajo la lluvia,
por los duraznos no comidos, por el maíz que yace
como un cielo amarillo bajo el agua,
desperdiciado, incapaz de vencer cualquiera de las hambres.
Porque no hay huella más enorme que la del paso
deseado hoy y jamás dado entonces,
ni sitio más vacío que unos brazos rodeando
lo que fue y ya no es más.
Y ahora tu rostro en blanco y negro y blanco
ni siquiera mirándome
ni siquiera presintiendo mis ojos arrepentidos por aquello no
visto.
Y tu boca cerrada para siempre
y el silencio de la implacable eternidad,
y el cielo como una tormenta a punto de caer a cada instante,
y la culpa llenándome de besos justo en medio del pecho
aún cuando sé que no soy culpable
aún cuando sé que es el dolor quien separa de mí toda inocencia
para hacerme culpable,
pero ¿qué puedo hacer para llenar estas mis manos tan vacías,
esta memoria tan vacía?
La nada no consigue proveerme respuestas.
Y ahora tu rostro.
Y ahora los dos muertos que soy y conociste.
Y ahora este hombre extraño que te besa la frente interminable
y la noche presente intentando llegar a un alba del pasado,
y mi grito en la oscuridad,
y el silencio,
y esa palabra inútil
del tamaño de todo lo terrible.
HABITANTE
Desolación es mi nombre y el nombre
de lo que me rodea.
Al inicio de la calle, casas abandonadas.
Puertas arrancadas de un tajo por el viento del norte.
Patios donde sólo la nieve ha caminado durante años.
Huellas de escarcha sobre las tejas rotas.
Faroles rotos, tierra rota, tazas, palanganas,
cornisas, columnas, todo quebrado.
Y ese olor que no es tierra, que no es la decadencia
ni la muerte, sino ese hálito que emana
de lo que ha sido maldecido.
Plata cubierta de polvo
como un hermoso rostro amortajado.
Figuras de animales en las paredes.
Orificios de bala donde la serpiente
ha penetrado la oscuridad.
Un eco, voces, susurros casi oceánicos
en la madrugada, una mancha en el aire, el peso
de lo que debió ser liviano y volátil
pero ha adquirido corporeidad.
Desolación es el nombre de lo que me rodea.
Desolación es mi propio nombre santo.
La lluvia no abandona los campos muertos.
He venido hasta aquí para saber
que el viento tampoco abandona
el mármol negro de las tumbas, los labios negros
de los que desaparecieron a la intemperie, arrastrados
hasta las ciudades vecinas y el mar
como ecos que se alargan por un tiempo imposible.
Camino sobre la tierra muerta, entre mudas de pitón
y gusanos rojos, sobre el fango aún húmedo,
sin avanzar, sin distinguir el oriente del poniente,
silbando como si nada fuese importante,
llenando mi boca con hambre antigua y antiguas palabras,
sin estirar la mano pero tocándolo todo,
volviendo a nombrar lo que alguna vez tuvo un nombre.
Desolación es todo aquello que crece y me rodea,
desolación aquellos con quienes me baño en un estanque
donde no logro observar el fondo,
lo que habita en la oscuridad de las aguas
son los residuos de la cena de un animal gigantesco.
Podría gritar y no huiría el ratón blanco
ni el búho cuya garra es escarcha.
Podría golpear un tambor y no se encendería una estufa
ni se escucharía un resoplido de alivio.
Podría decir una oración y una campana no sonaría.
La soledad no tiene fundamento, estoy conmigo,
es la última hora del día
y soy todos los seres de la tierra.
LA LARGA MARCHA
Los que caminan siguen muriendo en el desierto
donde el alacrán de tres cabezas bebe sus cuencas hasta
vaciarlas,
y la duna misericordiosa se arrastra para cubrirlos.
Las que caminan sin pausa hacia el norte sin pausa,
guiadas por el ruido de otros que van demasiado adelante,
beben a pequeños sorbos la tormenta de lluvia o de nieve,
y no pueden parar de beber, no saben detenerse,
no han podido en doscientos años, jamás supieron cómo.
Quien camina sigue muriendo en el bosque, en el salón,
en la plaza que es una cueva al amparo del muro de basalto,
bajo la piedra de moler, aturdido por la ceniza
o la explosión, pero no se detiene. Sigue marchando,
con los brazos caídos continúa su inmensa marcha,
hablando el idioma del frío, buscando la cruz de metal
en el centro de la fogata, bendiciendo
la primera hora del día y la última de la tarde.
Y sigue, imita al arroyo que sube la colina, imita al río
que es una bestia indócil que solo sabe seguir y perseguir.
La tormenta ya no puede aplacarlo, la tormenta
lo hace crecer dos veces y continúa, acribillado por las aves,
inercia, sombra del mundo, sombra nueva del mundo,
que ya no sabe lo que busca pero sigue buscando
un camino que no ha existido nunca.
1
Medianoche de todos, mediodía de nadie
Tomado de:
22702353
Han pasado los días negros,
he visto hacia atrás golondrinas que migran
ya no al sur sino siempre hacia el norte,
hacia el frío, hacia el acantilado por donde baja el cielo.
Días negros como cartas llenas de frases sin terminar.
A través de ellos he vuelto hasta esa calle
donde existe una casa de una sola ventana
y habitaciones en penumbra donde la vida, mi antigua vida,
es un residuo de sombra bajo muebles
repletos de vestidos manchados por el polvo.
En ese breve sitio no queda nadie para mí. Nadie
que pueda mirarme y decir una palabra que resuma la noche
y la convierta en un punto final.
Pero sé que el caldo aún hierve, que la carne
y la pasta aún se sirven, incluso en platos más hermosos,
y la albahaca florece en las macetas.
Sé que los que debían permanecer aún permanecen.
Una fotografía o muchas deben decirles que les pertenecí́,
el dibujo de un plano en la pared, líneas curvas
que no tenían fin, como mis piernas y mis labios de entonces;
un libro, una receta inexplicable, un canción tristísima,
algo debe decirles que aquella fue la casa
de mi adolescencia enfebrecida y enfurecida y terrible,
un enorme cuento de amor reducido a un reflejo:
el de un niño que mira hacia las aguas
y comprende la noche.
(De El círculo, 2014)
EL OLOR DEL CAFÉ
El olor del café viene de abajo, de ahí donde un perro
ladra a la oscuridad, no hay nadie ahí,
eso quiero creer pero no importa,
el viento se ha aquietado, las aves
no han vuelto con la tarde,
el silencio ha crecido en las paredes
como un mapa del cielo, todo acaba y empieza,
no obstante, la tristeza es la misma,
por ello, confundido, me asomo al mundo,
es nuevo, y sin embargo nada
me parece distinto o más hermoso.
Me siento en el balcón y observo la ciudad,
oscurece, el frío suelta sus trineos,
la oscuridad se mueve, dentro de mí la siento,
de pronto avanza en mí como otra sangre.
Nada parece estar con vida. Los edificios
parecieran vacíos. Las calles,
como ríos que se volvieron látigos
debido a la sequía, se estrellan en la espalda del viento.
De lo que debía venir nada viene, salvo el aroma
del café que me hace pensar en la otra casa,
en el olor de la vainilla, en el lujo
de unos zapatos nuevos, en las voces alegres de los tíos
y el calor de la madre y al beso de la madre
y el padre de mi madre, y el dolor que crecía
entre todos nosotros como una gran penumbra
y a toda la claridad de esa penumbra, a todo eso
vuelvo a través de esta inútil memoria,
cuando veo sin quererlo hacia atrás, hacia el centro
de ese paisaje de árboles raquíticos
donde no queda bosque, ahí donde las épocas del mundo
se volvieron memoria de la dicha
para dejarnos solos.
(De El estanque colmado, 2010)
LA ADIVINANZA
Mi capa es la tiniebla pero mi sombra es luz.
Se halla en mi mano una moneda dispuesta a la limosna
pero mi voz es lo terrible, cuando así lo desea.
Si dijera esto a un niño le preguntaría ¿Quién soy?
Y sería solo una adivinanza y no un enigma y una proclamación.
Mi espalda es el invierno que oscurece a los árboles
pero mi rostro es la blancura de la nieve más fría.
Si hundo mi pie en el fango es tan solo en la hierba que aparece
una huella.
Veo, escalones abajo, los insipientes actos de los magos,
y escucho, por encima de mí, las palabras de Dios
en la lengua monumental de sus profetas.
Veo a los ángeles en un palacio interminable
jugando como ínfimos infantes en interminables jardines
y escucho la confesión del viento en los antiguos árboles
y la profecía del mundo en la boca del mar
y revelo la edad de las estrellas a los hombres
y el corazón del hombre a la desolación de los abismos.
El beso de Dios arde en mi frente.
Soy hijo y no puedo ser otra cosa más que hijo.
Los trigales se inclinan a mi paso
y el rey pide consejo y ejecuta conforme lo que digo.
Mi mano es pesada como el hacha de piedra.
Para mis ojos no hay distancia ni tiempo
ni lugar ni cortina ni pared ni secreto.
Sobre mi cabeza los gorriones y las ramas altísimas
y las antiguas torres y el universo mismo.
Bajo mis pies el mundo
y bajo el mundo, los nombres de los muertos.
Si le hablara a los niños, podría preguntarles, fingiendo ser
astuto,
¿Saben los nombres de los muertos?
Mi capa es la tiniebla pero mi sombra es luz
y al revelar aquello que en mí se ha revelado me vuelvo yo el
misterio.
Mi destino es la hora más postrera del hombre:
La claridad penúltima…
El último silencio.
(De Breve historia del alba, 2007)
Tomado de:
https://www.revistaaltazor.cl/jorge-galan-2/
Los ecos
¿A qué hueles sino al campo de trigo que he visto desde el tren?
Eras perfecta allí, eras el mundo mismo, una costa
llena de faros es tu cuerpo mientras no piensas en nada,
mientras te olvidas de ti misma tirada en el sofá
como un trecho de nieve que cae por el aire del ártico.
Pequeña diosa diurna, ruidosa tempestad
atrapada entre el estero y los arrecifes,
extraña luz empecinada con esconderse entre los arbustos,
escarcha eres en la sombra del frío, un puente
que atraviesa doce abismos bajo una misma luna,
y una ciudad donde todo es una silueta.
Tu voz es también el eco del último día del mundo,
el giro final, el instante que precede a lo nuevo.
Víspera siempre de la dicha, una desbandada
de aves de mal agüero es tu cabello
si te inclinas para beber del mar, agua salada
que inflama tus labios pero no tu boca que es un cofre
repleto de mapas, y un camino en la niebla.
No eres la oscuridad, pero en la sombra habitas conmigo,
inevitable y santa y gris y más alta que todo lo que alcanzo a
mirar,
mientras confundo el aire lleno del tufo del conejo
con el aroma de los acantilados
y nuestras manos son perdices asesinadas
que se encuentran una y otra vez en la bolsa del cazador.
A medianoche buscamos siempre las estaciones que no existen,
y no dejamos de buscar, antiguos nombres
son los nombres que acabamos de no decirnos.
La alacena
Había una alacena llena de frascos con conservas
y me dijiste Lluvia, es la lluvia
de trescientos inviernos.
Tomé uno, respiré la eternidad de un día de 1920
y me abrazaste, y el viento de entonces
volvió a agitar un mechón de cabello. Y solos,
tan solos como nos recuerdo de niños,
apagamos la inmensidad y encendimos la luz,
y la lámpara brilló en el aire
como un pequeño grito blanco.
Ruido
Oh américa, oh gran madrastra blanca,
casa enorme bajo un solo astro del tamaño de la verdad,
oh américa de todos nosotros, he visto a tus padres arrodillados
amenazados por perros de oro que ladran a toda hora,
por eso he venido hasta aquí para preguntarte por los niños
de la otra América, los niños en sus jaulas de hierro
indestructible,
sometidos por besos que quieren ahogarlos,
bocas de agua que solo saben asesinar, hachas de piedra
sobre pequeñas cabezas inflamadas por el llanto,
qué has hecho con nuestros breves niños, dónde los enterraste,
bajo qué duna y a la sombra de cuál árbol en llamas,
de la mano de quién los llevaste por el pasillo de cemento
hasta un patio sin hierba para abandonarlos otra vez
y cantarles la canción de cuna más triste de la historia del
mundo,
qué silueta les susurró una palabra que significa destrucción
y los bautizó en el agua infestada por la furia de la tormenta
y los abrigó con sábanas de frío, y les pintó una cruz, no de
ceniza
sino de sangre sobre la frente del tamaño de una paloma.
Inmensidad inusitada encerrada en una breve caja de madera,
tornado que cabe en el suspiro del que solo sabe marcharse,
américa voluptuosa robusta y ataviada con coronas de humo
y pendientes de metal, eres más grande, sí,
pero no más enorme, oh américa del tamaño del instante
que pronuncio tu nombre hecho de docenas de nombres inventados,
leona hecha con la piel de millones de cachorros sombríos.
Eres un cuerpo repleto de fiebres y maldiciones.
Te crees única, pero no eres única, eres todos a la vez
y nosotros somos contigo como tú con nosotros,
pero no quieres escuchar y tapas tus oídos con águilas de
niebla.
América indecente y hermosa como una chica violentada
por sus tíos y sus primos en una sola noche, y luego
dejada sola, a la intemperie, bajo las lechuzas de agosto.
Enorme américa de todos nosotros, no hay puentes
del tamaño del mar, no hay gritos del tamaño de tu demencia
y tu odio hacia todos tus otros hijos, hacia la otra América
a tu espalda, hacia esta nación de cordilleras que acaban en el
mar
y en el hielo, gran américa nuestra y de nadie, piedra bendita
y maldita, ruido de cuerpos que se mueven sin encontrarse nunca,
ruido de trompetas que se quiebran en las altas paredes,
ruido de ríos tragados por lagartos indóciles y vueltos a
escupir,
inmensa américa de nadie y de todos, tuve que mirar
y volver a mirar para convencerme de que lo que veía
era cierto, que era la verdad sobre todas las cosas,
que destruirnos era tu manera de amar a tus propios hijos.
Tuve que mirar el llanto y los brazos tendidos en el aire.
Tuve que mirar cien veces para convencerme
de que habías enterrado tu cabeza en el Apocalipsis del
desierto,
que nos habías encerrado como a pequeños perros
o pequeños pájaros o pequeñas serpientes,
que habías escupido sobre tierra sagrada
y te habías negado a escuchar lo que el viento del sur tenía
para decirte.
Tuve que convencerme de que lo habías olvidado todo,
la dignidad, el nombre del cielo. Hermosa madre oscura
que ya no sabes escuchar tus propios gritos súbitos, los gritos
de todos tus padres, esa alma más extensa que tus praderas,
oh madre y padre y madre del tamaño de todo lo perdido.
Oh américa sin vida como el cuerpo de un niño sobre un país de
fango.
Tomado de:
https://esunaverdadsinalfabeto.wordpress.com/2023/12/10/grito-blanco-siete-poemas-de-jorge-galan/

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