POR UN DURO
Nochebuena, 1965
Por un duro tenías una noche al resguardo.
(Un duro era una moneda de cinco pesetas
con el perfil de Franco, la narizota respingona
como si él solo hubiera recibido
el aliento de Dios. En el 65
sólo él recibía el aliento de Dios).
Por un duro podías tumbarte en el vestíbulo
del Hotel Splendide con tu traje de los domingos,
dormir bajo las luces, y levantarte a tiempo
para bendecir la llegada del Hijo. Por un duro
lo podías tener todo, coches, mujeres,
una comida de siete platos y vistas al mar,
con las camareras inclinándose
al preguntar con reverencia: “¿Más mantequilla?”. Por un
duro
compré un paquete de Antillanas y le di uno
al único viajero de la terminal desierta,
un soldado de uniforme. Cuando se agachó
para encenderlo, vi el cogote pálido,
desarreglado. Aún debe estar allí, esperando.
El hotel ya no está, el edificio sí,
un hospital veterinario y un comedor de animales
dirigido por el señor Esteban Ganz, vestido
para trabajar esta mañana con bata blanca,
corbata negra y bambas sucias. Modestamente
me muestra tres cachorros de lobo, pintos,
salvados de la muerte, los feroces gatos silvestres,
recorriendo impacientes la gran jaula como tigres, el
tucán
debilitado por un virus desconocido, pero ahora
ya recuperado y acicalándose. Colores bulliciosos:
rojos, verdes y dorados resplandecientes,
idóneos para anuncios que proclaman la paz inter-
galáctica cuando llegue el momento.
EL POEMA DE TIZA
Esta mañana, de camino al bajo Broadway,
me crucé con un hombre alto
hablándole al trozo de tiza
que sostenía en la mano derecha. La izquierda
estaba abierta y marcaba el compás,
pues su discurso tenía ritmo;
era un canto o una danza o, quizás,
un poema en francés, pues
era de Senegal y hablaba francés
tan lento y con tanta precisión que yo
podía entenderlo como si me hubiesen arrojado
cincuenta años atrás, hacia
mi clase de instituto. Un hombre esbelto,
elegante en las formas, pulcramente vestido
con los restos de dos trajes azules,
con la corbata firmemente anudada y su camisa blanca
sin planchar, aunque impoluta. Conocía
la historia entera de la tiza, no solo
de aquel trozo en particular, sino
de la tiza con la que yo escribí
mi nombre el día en el que regresé
a la escuela tras la muerte
de mi padre. Conocía el feldespato,
el calcio, las conchas de las ostras; sabía
qué criaturas habían dado su espinazo
hasta formar el polvo temporal
prensado en aquellos conos perfectos,
conocía la tristeza de las aulas
en diciembre, cuando la luz decae
temprano y las palabras de la pizarra
abandonan su gramática y sentido
y, más tarde, incluso sus contornos, de tal modo que
cada letra se expande en todas direcciones
y, al mismo tiempo, no significa nada en absoluto.
Al principio pensé que su barba corta
estaba escarchada de tiza; conforme
nos aproximábamos, a menos de un pie
de distancia, vi que sus pelos eran blancos,
así que a pesar de la juventud que había en sus gestos
era, al igual que yo, un hombre entrado en años, aunque
de apariencia mucho más noble, con sus pómulos altos
y tallados, sus hombros anchos
y sus claros ojos negros. Tenía el porte
de un rey del bajo Broadway, alguien
salido de la mente de Shakespeare o
de García Lorca, alguien por quien la pérdida
se había dulcificado en caridad. Nos enfrentamos
durante aquel largo minuto, ambos
compartiendo el último poema de tiza
mientras la gran ciudad se enfurecía a nuestro
alrededor, y luego el poema se acabó, tal y como lo hacen
todos los poemas, y su mano izquierda se desplomó
hacia un lado bruscamente y me tendió
el trozo de tiza. Yo me incliné ante él,
sabiendo cuánta era la importancia de aquel gesto,
y le escribí mis agradecimientos en el aire,
donde podrán ser escuchados para siempre
bajo el grito endurecido de las conchas del mar.
Tomado de:
https://www.lacoladerata.co/destacados/poemas-de-levine/
Una historia
Todo el mundo adora las historias. Empecemos con una
casa.
Podemos llenarla con prolijos dormitorios, y llenarlos
De cosas –mesas, sillas, alacenas, gavetas,
Cerradas para esconder camas pequeñas donde los niños
alguna vez durmieron
O grandes cajones abiertos como bostezos para revelar
Prendas dobladas con precisión, lavadas hasta el
desgaste,
Inmaculadas, viejas, y esperando ser usadas del todo.
Debería haber una cocina, y la cocina
Debería tener una estufa, quizás una grande de acero
Con un grueso tubo negro que desapareciera en el techo
Hasta alcanzar el cielo y despedir sus olores conjuntos.
Esto ha sido el centro de cualquier vida familiar
Que haya estado aquí, esto y el lavabo ahora amarillo
Alrededor de la rejilla donde el agua, sucia o pura,
Desaguó sin explicaciones, algo así como el punto
De esto, la historia prometida que tal vez entreguemos.
Sin duda alguna, una familia estuvo aquí. Ahora ves
el sendero trazado en el linóleo donde la madera,
el gris pino, muestra en ella.
Un padre estuvo aquí a la mitad de su vida
Para llamar a los cielos sobre el tejado que imaginó
Debían estar escuchando. Cuando nadie respondía
Puedes ver donde sus pasos vuelven una
Y otra vez, pese a que se le ha enseñado
A nunca suplicar. No es que la vida fuera especialmente
cruel;
Tuvieron agua potable que bombearon primero,
una cocina que proveía calor, una madre que permanecía
en el lavabo a todas horas y miraba con nostalgia
a donde el bosque una vez retuvo el sonido
de osos pequeños –una familia también ellos- y las
canciones
de aves que volaron lejos una vez en el bosque alrededor,
un árbol a la vez después de que los trabajadores
llegaron
con jarros de café caliente. El lugar desgastado en el
alfeizar
es donde la madre descansaba su cabeza mientras nadie
veía,
esas dos crestas manchadas ahora eran asideros
donde se apoyaba, y nunca le fallaron.
¿Dónde está ahora? ¿Crees que tienes derecho
A saberlo todo? ¿Niños bastante pequeños
Para caber en las alacenas, bastante grandes para tener
dormitorios
Para sí mismos y abandonarlos, el padre
Con la mano derecha levantada al cielo?
Si estas preguntas son muy personales, entonces dinos,
¿Dónde está ahora el bosque? Tiene que haber estado
Porque el continente estaba plagado de árboles.
Todos lo hemos leído en la escuela y sabemos que es
cierto.
Todo lo que vemos son casas, filas y filas
De casas distantes para la visión, y donde ella se
desvanece
Hacia la nada, en el nuevo mundo que nadie ha visto,
Debió haber más que polvo, partículas al viento
De la tierra quemante, la tierra que perdimos, y nada más
que eso.
Ritos funerarios
Incluso en una rara mañana de lluvia
como esta mañana, con el cielo tan bajo
como pendiente de sus riquezas
y salvo por algunas lágrimas falsas, la tierra dura
no acepta nada. Seis años atrás
enterré las cenizas de mi madre
al lado de una joven lila que es ahora
más alta que yo, y atrapa entre el tallo
de una rosa en medio de las raíces
donde, como todo lo demás que no
es humano, florece. Los pequeños botones
nunca se abren; lo que sea que sepan
lo guardan para sí mismos hasta
que una mañana lluviosa o un viento nocturno
vuelve los pétalos nuevamente a la nada.
Incluso el gato del vecino que caga
diariamente en los senderos y se esconde
en la profundidad de la selva ramada
se niega a ronronear. Está bien terminar
al lado de la mujer que me hastía,
cavar en la tierra lo que sea que queda
y dejar solo un nombre para alguien
que lo quiera a uno. Piensa en ello,
mi nombre, que ha dejado de ser
una parte de mí, ya no más inflado
o golpeado, ya no más guisándose
en un complejo compuesto de memoria
o la simple unidad del hueso, mierda
de gato, las raíces del eucalipto
que planté en el ‘73,
un yo pequeño llevando nada, dando
nada, vacío, y libre al fin.
Tomado de:
SOÑANDO EN SUECO
La nieve cae sobre los altos juncos pálidos
cerca de la costa, e incluso aunque en algunos lugares
el cielo es pesado y oscuro, un pálido sol
se asoma a través de ellos y arroja su luz amarilla
en la cara de las olas que llegan.
Alguien dejó una bicicleta recargada
contra el retoño de un árbol joven y se adentró
en el bosque. Los rastros de un hombre
desaparecieron entre los pesados pinos y robles,
un hombre lento, con pie grande, arrastra
su pie derecho en un ángulo extraño
mientras intenta llegar a la única casita de campo blanca
que lanza su pluma de humo hacia el cielo.
Él debe ser el cartero. Una bolsa de tela,
medio cerrada, se sienta en una caja de madera
sobre la llanta de adelante. Los discretos
cristales de nieve se filtran uno a uno
borrando la dirección de una sola carta,
aquella que escribí en California y envié
sabiendo que no llegaría a tiempo.
¿Qué tiene que ver con nosotros esta costa
cerca de Malmö, y la blanca casita de campo
sellada herméticamente contra el viento, y la nieve
cayendo todo el día sin sentido
o necesidad? Ahí está nuestra bolsa de tela de las
preguntas,
si tan sólo pudiéramos encontrar las cartas para cada
una.
Traducción por Andrea Muriel
LA SIMPLE VERDAD
Compré dólar y medio de pequeñas papas rojas,
las llevé a casa, las puse a hervir en su cáscara
y me las comí en la cena con un poco de mantequilla y
sal.
Luego caminé por los campos secos
a las orillas del pueblo. A mediados de junio la luz
colgaba de los oscuros surcos a mis pies,
y en los robles de la parte alta de las montañas los
pájaros
se reunían por la noche, los cuervos y los ruiseñores
graznaban por todos lados, los pinzones aún se movían
rápidamente
por la luz polvorienta. La mujer que me vendió
las papas era de Polonia; ella era una persona
que surgía de mi infancia con un suéter de lentejuelas
rosas y unos lentes de sol
alabando la perfección de todas sus frutas y verduras
desde su puesto de carretera y me insistía en probar
incluso las pálidas, fresco maíz dulce transportado en
camiones,
juraba ella, desde Nueva Jersey. “Come, come,” decía,
“Incluso si no lo haces diré que lo hiciste”.
Algunas cosas
las sabes toda tu vida. Son tan simples y verdaderas
que deben ser dichas sin elegancia, metro o rima,
deben ser puestas en la mesa junto al salero,
al vaso de agua, a la ausencia de luz captada
en las sombras de los portarretratos, deben estar
desnudas y solas, deben sostenerse por sí mismas.
Mi amigo Henri y yo llegamos juntos a esto en 1965
antes de que yo me fuera lejos, antes de que él empezara
a matarse a sí mismo,
y los dos traicionáramos nuestro cariño. ¿Puedes saborear
lo que te estoy diciendo? Son cebollas o papas, una pizca
de simple sal, la riqueza de la mantequilla
derritiéndose, es obvio,
permanece en tu garganta como una verdad
que nunca dirás porque el tiempo siempre es el
equivocado,
permanecerá ahí por el resto de tu vida, sin decirse,
fabricada de esa suciedad que llamamos tierra, el metal
que llamamos sal,
en una forma para la que no tenemos palabras, y tú vives en ello.
Traducción por David Ruano González
Tomado de:
https://circulodepoesia.com/2015/08/pulitzer-prize-1995-philip-levine/

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