viernes, 13 de junio de 2025

POEMAS DE PHILIP LEVINE


POR UN DURO

 

Nochebuena, 1965

 

Por un duro tenías una noche al resguardo.

(Un duro era una moneda de cinco pesetas

con el perfil de Franco, la narizota respingona

como si él solo hubiera recibido

el aliento de Dios. En el 65

sólo él recibía el aliento de Dios).

Por un duro podías tumbarte en el vestíbulo

del Hotel Splendide con tu traje de los domingos,

dormir bajo las luces, y levantarte a tiempo

para bendecir la llegada del Hijo. Por un duro

lo podías tener todo, coches, mujeres,

una comida de siete platos y vistas al mar,

con las camareras inclinándose

al preguntar con reverencia: “¿Más mantequilla?”. Por un duro

compré un paquete de Antillanas y le di uno

al único viajero de la terminal desierta,

un soldado de uniforme. Cuando se agachó

para encenderlo, vi el cogote pálido,

desarreglado. Aún debe estar allí, esperando.

El hotel ya no está, el edificio sí,

un hospital veterinario y un comedor de animales

dirigido por el señor Esteban Ganz, vestido

para trabajar esta mañana con bata blanca,

corbata negra y bambas sucias. Modestamente

me muestra tres cachorros de lobo, pintos,

salvados de la muerte, los feroces gatos silvestres,

recorriendo impacientes la gran jaula como tigres, el tucán

debilitado por un virus desconocido, pero ahora

ya recuperado y acicalándose. Colores bulliciosos:

rojos, verdes y dorados resplandecientes,

idóneos para anuncios que proclaman la paz inter-

galáctica cuando llegue el momento.

 

 

EL POEMA DE TIZA

 

Esta mañana, de camino al bajo Broadway,

me crucé con un hombre alto

hablándole al trozo de tiza

que sostenía en la mano derecha. La izquierda

estaba abierta y marcaba el compás,

pues su discurso tenía ritmo;

era un canto o una danza o, quizás,

un poema en francés, pues

era de Senegal y hablaba francés

tan lento y con tanta precisión que yo

podía entenderlo como si me hubiesen arrojado

cincuenta años atrás, hacia

mi clase de instituto. Un hombre esbelto,

elegante en las formas, pulcramente vestido

con los restos de dos trajes azules,

con la corbata firmemente anudada y su camisa blanca

sin planchar, aunque impoluta. Conocía

la historia entera de la tiza, no solo

de aquel trozo en particular, sino

de la tiza con la que yo escribí

mi nombre el día en el que regresé

a la escuela tras la muerte

de mi padre. Conocía el feldespato,

el calcio, las conchas de las ostras; sabía

qué criaturas habían dado su espinazo

hasta formar el polvo temporal

prensado en aquellos conos perfectos,

conocía la tristeza de las aulas

en diciembre, cuando la luz decae

temprano y las palabras de la pizarra

abandonan su gramática y sentido

y, más tarde, incluso sus contornos, de tal modo que

cada letra se expande en todas direcciones

y, al mismo tiempo, no significa nada en absoluto.

Al principio pensé que su barba corta

estaba escarchada de tiza; conforme

nos aproximábamos, a menos de un pie

de distancia, vi que sus pelos eran blancos,

así que a pesar de la juventud que había en sus gestos

era, al igual que yo, un hombre entrado en años, aunque

de apariencia mucho más noble, con sus pómulos altos

y tallados, sus hombros anchos

y sus claros ojos negros. Tenía el porte

de un rey del bajo Broadway, alguien

salido de la mente de Shakespeare o

de García Lorca, alguien por quien la pérdida

se había dulcificado en caridad. Nos enfrentamos

durante aquel largo minuto, ambos

compartiendo el último poema de tiza

mientras la gran ciudad se enfurecía a nuestro

alrededor, y luego el poema se acabó, tal y como lo hacen

todos los poemas, y su mano izquierda se desplomó

hacia un lado bruscamente y me tendió

el trozo de tiza. Yo me incliné ante él,

sabiendo cuánta era la importancia de aquel gesto,

y le escribí mis agradecimientos en el aire,

donde podrán ser escuchados para siempre

bajo el grito endurecido de las conchas del mar.

Tomado de:

https://www.lacoladerata.co/destacados/poemas-de-levine/

 

 

Una historia

 

Todo el mundo adora las historias. Empecemos con una casa.

Podemos llenarla con prolijos dormitorios, y llenarlos

De cosas –mesas, sillas, alacenas, gavetas,

Cerradas para esconder camas pequeñas donde los niños alguna vez durmieron

O grandes cajones abiertos como bostezos para revelar

Prendas dobladas con precisión, lavadas hasta el desgaste,

Inmaculadas, viejas, y esperando ser usadas del todo.

Debería haber una cocina, y la cocina

Debería tener una estufa, quizás una grande de acero

Con un grueso tubo negro que desapareciera en el techo

Hasta alcanzar el cielo y despedir sus olores conjuntos.

Esto ha sido el centro de cualquier vida familiar

Que haya estado aquí, esto y el lavabo ahora amarillo

Alrededor de la rejilla donde el agua, sucia o pura,

Desaguó sin explicaciones, algo así como el punto

De esto, la historia prometida que tal vez entreguemos.

Sin duda alguna, una familia estuvo aquí. Ahora ves

el sendero trazado en el linóleo donde la madera,

el gris pino, muestra en ella.

Un padre estuvo aquí a la mitad de su vida

Para llamar a los cielos sobre el tejado que imaginó

Debían estar escuchando. Cuando nadie respondía

Puedes ver donde sus pasos vuelven una

Y otra vez, pese a que se le ha enseñado

A nunca suplicar. No es que la vida fuera especialmente cruel;

Tuvieron agua potable que bombearon primero,

una cocina que proveía calor, una madre que permanecía

en el lavabo a todas horas y miraba con nostalgia

a donde el bosque una vez retuvo el sonido

de osos pequeños –una familia también ellos- y las canciones

de aves que volaron lejos una vez en el bosque alrededor,

un árbol a la vez después de que los trabajadores llegaron

con jarros de café caliente. El lugar desgastado en el alfeizar

es donde la madre descansaba su cabeza mientras nadie veía,

esas dos crestas manchadas ahora eran asideros

donde se apoyaba, y nunca le fallaron.

¿Dónde está ahora? ¿Crees que tienes derecho

A saberlo todo? ¿Niños bastante pequeños

Para caber en las alacenas, bastante grandes para tener dormitorios

Para sí mismos y abandonarlos, el padre

Con la mano derecha levantada al cielo?

Si estas preguntas son muy personales, entonces dinos,

¿Dónde está ahora el bosque? Tiene que haber estado

Porque el continente estaba plagado de árboles.

Todos lo hemos leído en la escuela y sabemos que es cierto.

Todo lo que vemos son casas, filas y filas

De casas distantes para la visión, y donde ella se desvanece

Hacia la nada, en el nuevo mundo que nadie ha visto,

Debió haber más que polvo, partículas al viento

De la tierra quemante, la tierra que perdimos, y nada más que eso.

 

 

Ritos funerarios

 

Incluso en una rara mañana de lluvia

como esta mañana, con el cielo tan bajo

como pendiente de sus riquezas

y salvo por algunas lágrimas falsas, la tierra dura

no acepta nada. Seis años atrás

enterré las cenizas de mi madre

al lado de una joven lila que es ahora

más alta que yo, y atrapa entre el tallo

de una rosa en medio de las raíces

donde, como todo lo demás que no

es humano, florece. Los pequeños botones

nunca se abren; lo que sea que sepan

lo guardan para sí mismos hasta

que una mañana lluviosa o un viento nocturno

vuelve los pétalos nuevamente a la nada.

Incluso el gato del vecino que caga

diariamente en los senderos y se esconde

en la profundidad de la selva ramada

se niega a ronronear. Está bien terminar

al lado de la mujer que me hastía,

cavar en la tierra lo que sea que queda

y dejar solo un nombre para alguien

que lo quiera a uno. Piensa en ello,

mi nombre, que ha dejado de ser

una parte de mí, ya no más inflado

o golpeado, ya no más guisándose

en un complejo compuesto de memoria

o la simple unidad del hueso, mierda

de gato, las raíces del eucalipto

que planté en el ‘73,

un yo pequeño llevando nada, dando

nada, vacío, y libre al fin.

Tomado de:

https://duraznosangrandoblog.wordpress.com/2016/01/24/5-poemas-de-noticias-del-mundo-de-philip-levine/

 

 

SOÑANDO EN SUECO 

 

La nieve cae sobre los altos juncos pálidos

 

cerca de la costa, e incluso aunque en algunos lugares

 

el cielo es pesado y oscuro, un pálido sol

 

se asoma a través de ellos y arroja su luz amarilla

 

en la cara de las olas que llegan.

 

Alguien dejó una bicicleta recargada

 

contra el retoño de un árbol joven y se adentró

 

en el bosque. Los rastros de un hombre

 

desaparecieron entre los pesados pinos y robles,

 

un hombre lento, con pie grande, arrastra

 

su pie derecho en un ángulo extraño

 

mientras intenta llegar a la única casita de campo blanca

 

que lanza su pluma de humo hacia el cielo.

 

Él debe ser el cartero. Una bolsa de tela,

 

medio cerrada, se sienta en una caja de madera

 

sobre la llanta de adelante. Los discretos

 

cristales de nieve se filtran uno a uno

 

borrando la dirección de una sola carta,

 

aquella que escribí en California y envié

 

sabiendo que no llegaría a tiempo.

 

¿Qué tiene que ver con nosotros esta costa

 

cerca de Malmö, y la blanca casita de campo

 

sellada herméticamente contra el viento, y la nieve

 

cayendo todo el día sin sentido

 

o necesidad? Ahí está nuestra bolsa de tela de las preguntas,

 

si tan sólo pudiéramos encontrar las cartas para cada una.

 

Traducción por Andrea Muriel

 

 

LA SIMPLE VERDAD

 

 

 

Compré dólar y medio de pequeñas papas rojas,

 

las llevé a casa, las puse a hervir en su cáscara

 

y me las comí en la cena con un poco de mantequilla y sal.

 

Luego caminé por los campos secos

 

a las orillas del pueblo. A mediados de junio la luz

 

colgaba de los oscuros surcos a mis pies,

 

y en los robles de la parte alta de las montañas los pájaros

 

se reunían por la noche, los cuervos y los ruiseñores

 

graznaban por todos lados, los pinzones aún se movían rápidamente

 

por la luz polvorienta. La mujer que me vendió

 

las papas era de Polonia; ella era una persona

 

que surgía de mi infancia con un suéter de lentejuelas rosas y unos lentes de sol

 

alabando la perfección de todas sus frutas y verduras

 

desde su puesto de carretera y me insistía en probar

 

incluso las pálidas, fresco maíz dulce transportado en camiones,

 

juraba ella, desde Nueva Jersey. “Come, come,” decía,

 

“Incluso si no lo haces diré que lo hiciste”.

 

Algunas cosas

 

las sabes toda tu vida. Son tan simples y verdaderas

 

que deben ser dichas sin elegancia, metro o rima,

 

deben ser puestas en la mesa junto al salero,

 

al vaso de agua, a la ausencia de luz captada

 

en las sombras de los portarretratos, deben estar

 

desnudas y solas, deben sostenerse por sí mismas.

 

Mi amigo Henri y yo llegamos juntos a esto en 1965

 

antes de que yo me fuera lejos, antes de que él empezara a matarse a sí mismo,

 

y los dos traicionáramos nuestro cariño. ¿Puedes saborear

 

lo que te estoy diciendo? Son cebollas o papas, una pizca

 

de simple sal, la riqueza de la mantequilla derritiéndose, es obvio,

 

permanece en tu garganta como una verdad

 

que nunca dirás porque el tiempo siempre es el equivocado,

 

permanecerá ahí por el resto de tu vida, sin decirse,

 

fabricada de esa suciedad que llamamos tierra, el metal que llamamos sal,

 

en una forma para la que no tenemos palabras, y tú vives en ello.

 

 

Traducción por David Ruano González

Tomado de:

https://circulodepoesia.com/2015/08/pulitzer-prize-1995-philip-levine/

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