domingo, 11 de febrero de 2024

POEMAS DE SYLVIA PLATH RECORDANDO SU PARTIDA


CARTA DE AMOR

 

No es fácil explicar este cambio tuyo.

Ahora estoy viva, sí, pero por entonces estaba muerta.

Aunque me mostrara indiferente como una piedra

y siguiera allí clavada por pura rutina.

No conseguiste moverme ni un centímetro con el pie, no,

ni me dejaste volver a fijar mis pequeños ojos sin párpados

en el cielo, aun sin tener la menor esperanza

de aprehender el azul o las estrellas, por supuesto.

 

Pero la cuestión era otra. Digamos que me dormí —una serpiente

camuflada entre rocas negras, como una roca negra

en el hiato del invierno—,

igual que mis vecinos, sin hallar placer

en el millón de mejillas perfectamente cinceladas

que ardían a cada momento para fundir

mi mejilla de basalto. Después se volvieron lágrimas,

ángeles llorando sobre naturalezas apagadas,

pero no me convencieron. Aquellas se helaron.

Cada cabeza muerta tenía un yelmo de hielo.

 

Y seguí durmiendo, como un dedo doblado.

Lo primero que vi fue un aire diáfano,

y las gotas encerradas elevándose en un rocío

límpido como los espíritus. Había muchas piedras

alrededor, yaciendo opacas e inexpresivas.

No sabía qué hacer con todo aquello.

Brillaba cubierta de escamas de mica y abierta

para derramarme como un fluido

entre las patas de los pájaros y los tallos de las plantas.

No conseguiste engañarme. Te reconocí enseguida.

 

El árbol y la piedra resplandecían, sin sombras.

Mis dedos se alargaron, translúcidos como el cristal.

Empecé a brotar como una rama en marzo:

un brazo y una pierna, un brazo y una pierna.

Y así ascendí, de piedra a nube.

Ahora parezco una suerte de dios.

Flotando en el aire, con mi ropaje de alma

pura como una lámina de hielo. Y eso es un don.

 

 

CARTA DE NOVIEMBRE

 

Amor, el mundo

Cambia súbito, cambia de color. La luz

De la farola escinde las vainas del laburno—

Esas colas de rata— a las nueve de la mañana.

Esto es el Ártico,

 

Este pequeño círculo

Negro, con sus sedosas hierbas ambarinas: el cabello de un niño.

Flota un verdor en el aire,

Suave, delicioso,

Que amorosamente me cobija.

 

Cálida y sonrojada, me siento

Como un enorme prodigio,

Tan estúpidamente feliz,

Chapoteando y chapoteando

Con mis botas de agua por el hermoso rojo.

 

Esta es mi heredad.

Dos veces al día

La recorro, olisqueando

El bárbaro acebo, con sus festones

Limas, hierro puro,

 

Y el muro de los viejos cadáveres.

Me encantan.

Me encantan como me encanta la Historia.

Las manzanas son doradas,

Imagínatelo:

 

Mis setenta árboles

Sosteniendo sus bolas color oro rojizo

En medio de una sustanciosa sopa gris,

Con su millón

De hojas doradas, metálicas e inertes.

 

Oh amor, oh, célibe.

Nadie, sino yo

Pasea por este humedal, mojada hasta la cintura.

Los irremplazables

Oros sangran y medran, bocas de las Termópilas.

 

 

TULIPANES

 

Los tulipanes son demasiado susceptibles, y aquí estamos en invierno.

Mira qué blanco está todo, qué nevado, qué apacible.

Estoy aprendiendo a estar en paz, yaciendo sola, tranquila

Como la luz sobre estas paredes blancas, esta cama, estas manos.

No soy nadie; no tengo nada que ver con ningún tipo de explosión.

He entregado mi nombre y mi ropa de diario a las enfermeras,

Mi historia al anestesista, y mi cuerpo a los cirujanos.

 

Y aquí estoy, con la cabeza suspendida entre la almohada y el embozo,

Como un ojo entre dos párpados blancos que no quieren cerrarse.

Estúpida pupila, siempre tiene que captarlo todo.

Las enfermeras pasan una y otra vez, sin molestar,

Igual que pasan las gaviotas volando tierra adentro, con sus cofias blancas,

Las manos ocupadas, la una idéntica a la otra,

Por lo que resulta imposible decir cuántas hay.

 

Mi cuerpo es un guijarro para ellas, que lo cuidan como el agua

Cuida los cantos sobre los que ha de fluir, puliéndolos suavemente.

Ellas me traen el sopor con sus brillantes agujas, me traen el sueño.

Ahora que me he perdido a mí misma, estoy harta de equipajes:

Mi neceser de charol, como un pastillero negro;

Mi marido y mi hija sonriéndome desde la foto de familia.

Sus sonrisas se aferran a mi piel como pequeños anzuelos sonrientes.

 

He dejado fluir las cosas, yo, carguero de treinta años,

Obstinadamente amarrada a mi nombre y mi dirección.

Aquí me han restregado bien, hasta dejarme limpia de asociaciones afectivas.

Asustada y desnuda en la camilla de plástico verde, almohadillada,

Veía cómo mi juego de té, mis aparadores, mis libros

Se hundían hasta perderse de vista, mientras el agua me iba llegando al cuello.

Ahora soy una monja, nunca he sido tan pura.

 

No quería flores, tan sólo yacer

Con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, completamente vacía.

Ah, y no sabes hasta qué punto resulta liberador:

Sientes una paz tan grande que te aturde, y sin exigir nada

A cambio, salvo una etiqueta con tu nombre, unas cuantas naderías.

Eso es lo que consiguen los muertos, al final; me los imagino

Cerrando su boca sobre ella, como si fuera una hostia consagrada.

 

Los tulipanes, para empezar, son demasiado rojos, me lastiman.

Incluso a través del papel de regalo podía oírlos respirar

Ligeramente, a través de sus pañales blancos, como un bebé malísimo.

Su rojo intenso le habla a mi herida, se corresponde con ella.

Son de lo más sutiles: parecen flotar, aunque a mí su peso me hunde,

Perturbándome con sus súbitas lenguas y su color,

Una docena de rojas plomadas alrededor de mi cuello.

 

Nadie me observaba antes, ahora me siento observada.

Los tulipanes se vuelven hacia mí y la ventana que tengo detrás,

En la que la luz, una vez al día, lentamente se va abriendo y cerrando;

Y hasta yo me veo a mí misma plana, ridícula, una sombra de papel recortado

Entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,

Aunque ya no tengo cara, pues quise borrarme del todo.

Los vividos tulipanes devoran mi oxígeno.

 

Antes de su llegada, el aire era bastante calmo,

Iba y venía, bocanada a bocanada, sin la menor agitación.

Pero luego los tulipanes lo saturaron de su estruendo,

Y ahora el aire se traba y se arremolina alrededor de ellos,

Igual que lo hace un río alrededor de una máquina hundida, rojo óxido.

Los tulipanes captan toda mi atención, que antes se regocijaba

Jugando y descansando, sin obligarse a nada.

 

También las paredes parecen avivarse. Habría que encerrar

A los tulipanes tras unos barrotes, como animales peligrosos;

Ya están empezando a abrirse, como la boca de un gran felino africano.

Y lo mismo hace mi corazón: noto cómo abre y cierra,

De puro amor por mí, su cuenco de rojas floraciones.

El agua que bebo está caliente y salada, como el mar,

Y proviene de un país lejano como la salud.

 

 

SOY VERTICAL

 

Pero preferiría ser horizontal. Yo

No soy un árbol enrizado en la tierra,

Absorbiendo minerales y amor materno

Para rebrotar esplendoroso cada mes de marzo,

Ni tampoco la belleza del arriate del jardín

Que deja boquiabierto a todo el mundo y a la que

Todo el mundo quiere pintar maravillosamente,

Ignorando que muy pronto se deshojará.

Comparados conmigo, un árbol es inmortal,

Una cabezuela, no muy alta, aunque más llamativa,

Y yo anhelo la longevidad del uno y la osadía de la otra.

 

Esta noche, bajo la luz infinitesimal de los astros,

Los árboles y las flores han estado esparciendo sus aromas frescos.

Yo paseo entre ellos, aunque no se percaten de mi presencia.

A veces pienso que cuando duermo

Es cuando más me parezco a ellos –

Desvanecidos ya los pensamientos.

En mí, el estar tendida es algo connatural.

Entonces el cielo y yo conversamos abiertamente.

Y seguro que seré más útil cuando al fin me tienda para siempre:

Entonces quizás los árboles me toquen por una vez,

Y las flores, finalmente, tengan tiempo para mí.

Tomado de:

https://langostaliteraria.com/cinco-poemas-para-recordar-a-sylvia-plath/

 

 

Espejo

 

Soy de plata y exacto. Sin prejuicios.

Y cuanto veo trago sin tardanza

tal y como es, intacto de amor u odio.

No soy cruel, solamente veraz:

ojo cuadrangular de un diosecillo.

En la pared opuesta paso el tiempo

meditando: rosa, moteada. Tanto ha que la miro

que es parte de mi corazón. Pero se mueve.

Rostros y oscuridad nos separan

 

sin cesar. Ahora soy un lago. Ciérnase

sobre mí una mujer, busca mi alcance.

Vuélvase a esos falaces, las luciérnagas

de la luna. Su espalda veo, fielmente

la reflejo. Ella me paga con lágrimas

y ademanes. Le importa. Ella va y viene.

Su rostro con la noche sustituye

las mañanas. Me ahogó niña y vieja

 

Traducción de Jesús Pardo

 

Una vida

 

Tócala: no se encogerá como pupila

esta rareza oviforme, clara como una lágrima.

He aquí ayer, el año pasado: palmiforme lanza,

azucena, como flora distinta

de un tapiz en la quieta urdimbre vasta.

 

Toca este vaso con los dedos: sonará

como campana china al mínimo temblor del aire

aunque nadie lo note o se anime a contestar.

Los indígenas, como el corcho graves,

todos ocupadísimos para siempre jamás.

 

A sus pies las olas, en fila india,

no reventando nunca de irritación, se inclinan:

en el aire se atascan,

frenan, caracolean como caballos en plaza de armas.

Las nubes enarboladas y orondas, encima.

 

Como almohadones victorianos. Esta familia

de rostros habituales, a un coleccionista,

por auténtica, como porcelana buena, gustaría.

 

En otros lugares el paisaje es más franco.

Las luces mueren súbitas, cegadoramente.

 

Una mujer arrastra, circular, su sombra, de un calvo

platillo de hospital en torno, parece

la luna o una cuartilla de papel intacto.

Se diría que ha sufrido una particular guerra relámpago.

Vive silente.

 

Y sin vínculos, cual feto en frasco, la casa

anticuada, el mar, plano como una postal,

que una dimensión de más le impide penetrar.

Dolor y cólera neutralizadas,

ahora dejad la en paz.

 

El porvenir es una gaviota gris, charla

con voz felina de adioses, partida.

Edad y miedo, como enfermeras, la cuidan,

y un ahogado, quejándose del frío, se agazapa

saliendo a la orilla.

 

Traducción de Jesús Pardo

 

 

El jardín solariego

 

Las fuentes resecas, las rosas terminan.

Incienso de muerte. Tu día se acerca.

Las peras engordan como Budas mínimos.

Una azul neblina, rémora del lago.

 

Y tú vas cruzando la hora de los peces,

los siglos altivos del cerdo:

dedo, testuz, pata

surgen de la sombra. La historia alimenta

 

esas derrotadas acanaladuras,

aquellas coronas de acanto,

y el cuervo apacigua su ropa.

Brezo hirsuto heredas, élitros de abeja,

 

dos suicidios, lobos penates,

horas negras. Estrellas duras

que amarilleando van ya cielo arriba.

La araña sobre su maroma

 

el lago cruza. Los gusanos

dejan sus sólitas estancias.

Las pequeñas aves convergen, convergen

con sus dones hacia difíciles lindes.

 

Traducción de Jesús Pardo

 

Lorelei

 

No es noche ésta de ahogarse:

luna llena, reacio

río bajo luz suave,

 

acuosas nieblas bajan

tupidas como redes

cuyos dueños reposan,

 

traduciéndose en vidrio

lúcido mientras flotan

las torres del castillo

 

hacia mí hiriendo el rostro

del silencio. Ascienden

sus miembros poderosos

 

y álgidos, pelo grave

más que mármol, y cantan

de un mundo más amable

 

que ninguno. Estos cantos,

hermanas, sobrepasan

al oído gastado

 

que aquí, en el campo, escucha

bajo el orden impuesto.

La armonía caduca

 

el orden que vosotras

sitiáis con vuestras voces.

Vivís entre las rocas

 

de oníricas promesas

de refugio. De día

bajáis de la pereza,

 

de altas ventanas. Peor

que vuestro enloquecido

canto o mudez. La voz

 

de vuestro fondo llama:

embriaguez del abismo.

Oh río, veo tu larga

 

y honda línea argentina,

esas diosas de paz.

Piedra, piedra, me abismas.

 

Traducción de Jesús Pardo

Tomado de:

https://www.zendalibros.com/5-poemas-de-sylvia-plath/

 

 

El ahorcado

Por la raíz del pelo algún dios me atrapó.

Sus vatios azules me hicieron chisporrotear como a un profeta

del desierto.

Las noches desaparecieron, cerrándose de golpe, como los

párpados de un lagarto,

Un mundo de días blancos y calvos en la cuenta sin sombras.

Un aburrimiento buitreo me dejó clavado a este árbol.

Si él fuera yo, haría lo que hice.

Tomado de:

https://hjck.com/libros/cinco-poemas-de-sylvia-plath-ex40

 

 

Tres Mujeres

 

Primera voz

 

Soy lenta como la Tierra. Soy muy paciente,

cumplo mi ciclo, soles y estrellas

me miran con atención.

El celo de la luna es más personal:

Pasa y vuelve a pasar, luminosa como una enfermera.

¿Lamenta ella lo que me va a suceder?

No lo sé. Está simplemente asombrada

ante la fecundidad.

 

Cuando salgo, soy un gran suceso.

No tengo necesidad de pensar o de prepararme.

Lo que sucede en mí tendrá lugar

de todos modos.

El faisán se yergue sobre la colina:

Se alisa las plumas pardas.

Sonrío a mi pesar a todo lo que conozco.

Hojas y pétalos me acompañan.

Estoy lista.

 

Segunda voz

 

Cuando la vi por vez primera,

esta pequeña hemorragia, no lo creí.

Veía a los hombres andar a mi alrededor, en la oficina.

¡Estaban tan tranquilos!

Algo había de cartón en ellos, después comprendí

esta banalidad tan vacía, la que engendra las ideas, las destrucciones,

los buldozers, las guillotinas, las habitaciones blancas llenas

de aullidos. Y las abstracciones. Estos arcángeles fríos.

Yo estaba sentada ante mi máquina de escribir,

en sastre y tacones altos.

 

Cuando el hombre para el que trabajo me dijo

sonriente: “¿Vio un fantasma?

De pronto está usted tan pálida”. No dije nada.

No alcanzaba a creer. ¿Es que es tan difícil

para el espíritu concebir una cara, una boca?

Los pedidos salen de las teclas negras y las teclas negras salen

de mis dedos alfabéticos, ellas ordenan las piezas.

 

Y aún las piezas, los pabilos, los engranajes,

toda una multiplicidad brillante.

Muero sentada. Pierdo una dimensión.

En mis oídos hay trenes que rugen, salen, salen.

La huella plateada del tiempo se devana en la distancia.

El cielo blanco se vacía de sus promesas como un tazón.

Esta resonancia mecánica producida por mis pies.

tap, tap, tap, tobillos de acero. Siento una insuficiencia.

 

Es una enfermedad que llevo conmigo, es una muerte.

Una vez más, es una muerte.

¿Es el aire, Las partículas mortales que aspiro? ¿Soy un pulso

que se debilita cada vez más ante el arcángel frío?

¿Es él mi amante? ¿Esta muerte, es ella otra muerte?

Cuando fui niña, amé un nombre corroído por el liquen.

¿Sería entonces el único pecado, este viejo amor

muerto de la muerte?

 

 

Tercera voz

 

Recuerdo el instante en que realmente lo supe.

Los sauces perdían su calor,

el rostro en el estanque era bello, pero

no era el mío, Tenía un aire importante, como todo el resto,

Y no veía más que peligros:

palomas, palabras,

Estrellas y lluvias de oro — ¡concepciones,

inseminaciones! —

Recuerdo un ala blanca y fría.

 

Y el gran cisne, con su mirada terrible,

viniendo a mí, como un castillo, de río crecido.

Hay una serpiente en los cisnes.

Ella resbaló cerca de mí; su ojo contenía un mensaje sombrío,

vi el mundo en ella —pequeño, mezquino y sombrío.

Cada pequeña palabra enganchada a otra, los actos a los actos.

Algo había brotado de ese día cálido y azul.

 

No estaba lista. Las nubes blancas

se precipitaron.

A los cuatro sentidos.

Ellas me descuartizaron.

No estaba lista.

Carecía de respeto.

Creía poder negar las consecuencias.

Pero ya era demasiado tarde.

Era demasiado tarde,

y el rostro se tornó más nítido,

amoroso, como si yo estuviera lista.

 

 

Segunda voz

 

El mundo ahora es de nieve. No estoy en casa.

Qué blancas son estas sábanas. Los rostros no tienen rasgos.

Son lisos e imposibles, como la cara de mis hijos,

estos pequeños enfermos que escapan a mi abrazo.

Los otros niños no me tocan: Más bien me tienen miedo.

Tienen buen color, mucha vida. No se están quietos,

sosegados como el pequeño vacío que llevo en mí.

 

Tuve oportunidades. Probé y traté.

Cosí la vida a mi vida como una voz rara.

Caminé con cuidado, con precaución, como un objeto extraño.

Intenté no pensar demasiado. Traté de ser natural.

Traté ciegamente de ser amorosa como las demás mujeres,

ciega en mi lecho, con mi querido ciego.

No buscaré otro rostro en la densa oscuridad.

 

 

No busqué. Pero el rostro aún estaba ahí.

La cara del que ya se amaba en su perfección.

La cara del muerto que no podía ser perfecto.

Más que en su fácil calma y que así no podía ser santo.

Y luego hubo otras caras. Los rostros de naciones,

gobiernos, parlamentos, sociedades.

Rostro sin rostro de hombres importantes.

 

Son estos los hombres que me molestan:

¡Son tan celosos de todo lo que no sea plano! Dioses celosos.

Ellos quieren que el mundo entero sea plano porque ellos lo son.

Veo al Padre que habla con el Hijo.

Una serenidad tal no puede ser más que santa.

Se dicen: «debemos crear un paraíso.

Lavemos y aplanemos el relieve de estas almas»

 

Primera voz

 

Estoy tranquila. Estoy tranquila. Es la calma que antecede a lo terrible:

El instante amarillo, anterior al viento caminante cuando las hojas

voltean sus manos y muestran su palidez. Aquí realmente hay calma.

Las voces retroceden y se ensordecen.

Las sábanas y los rostros blancos se han detenido

como esferas de péndulo. Sus jeroglíficos visibles

devienen en cortinas de pergamino que me protegen del viento.

¡Esconden secretos tales en árabe, en chino!

 

Estoy muda y parda, soy una semilla a punto de reventar.

Lo que en mí es negro está muerto, es decepcionante:

No desea ser más, nada.

El crepúsculo me cubre de azul como una María.

¡Color de distancia y olvido!

¿Cuándo vendrá la suplente, dónde se romperá el tiempo?

¿Será devorada por la eternidad, y dónde me oscureceré?

 

Hablo conmigo misma, sólo conmigo, yo desvarío-

Estoy llena de desinfectantes rojos, presta al sacrificio.

La espera pasa torpe en mis párpados, pesa como el sueño,

como el peso del mar. Muy lejos, siento el primer vago

e inevitable mareo que carga sobre mí su pesadez de agonía

y yo, concha resonante en esta playa blanca,

afronto estas voces aciagas, este elemento terrible.

 

Tercera voz

 

He aquí que soy montaña entre mujeres-montañas.

Los médicos van entre nosotras como si nuestra gordura

espantara el alma. Sonríen como imbéciles.

Son culpables porque yo lo soy, y lo saben.

Cargan su vacuidad como un modo de salud.

Y si los hubiera sorprendido, como a mí.

Se habrían vuelto locos.

 

¿Y si dos vidas fluyeran de mis muslos?

Vi la sala blanca y limpia con sus instrumentos.

Es un lugar de gritos sin gozo.

«Aquí vendrá usted cuando esté lista».

Los vigilantes son lunas vacías y rojas, empañadas de sangre.

No estoy lista para lo que pueda suceder.

Tendría que matar lo que me mata.

 

 

Primera voz

 

No hay milagro más cruel que éste.

Soy arrastrada por caballos con cascos de acero.

Resisto. Tengo una herida. Desempeño un trabajo.

Este túnel negro por el que pasan en fogonazos las pruebas,

las pruebas, los síntomas, los rostros perturbados.

Soy el centro de una atrocidad.

¿Qué sufrimientos, qué tristezas habré de parir y amar?

 

¿Una inocencia tal, puede matar aún?

Ella se cría de mi vida. Los árboles mueren en la calle.

La lluvia es corrosiva.

La siento en mi lengua, y los dolores del trabajo,

los horrores que se ensañan, se aflojan, las indiferentes parteras

con su corazón prendido que golpea y sus estuches de instrumentos.

Seré una pared y un techo que ampara.

Seré un cielo, un monte de bondad: ¡Déjenme vivir!

 

 

Una fuerza rota en mí, una antigua tenacidad.

Me agrieto como el mundo. Esta obscuridad,

esta ráfaga de obscuridad. Cruzo mis manos sobre una montaña.

El aire es denso. Pesado por mi trabajo.

Me usan. Me manipulan. A mis ojos los atormenta la noche.

No veo nada.

 

 

Segunda voz

 

Soy acusada. Sueño matanzas.

Soy un jardín de agonías negras y rojas. Las bebo,

me odian, rencorosa y espantada. Y ahora el mundo concibe

su fin y se abalanza hacia ella, los brazos tendidos, llenos de amor.

Es un amor de la muerte, que todo envenena.

Un sol muerto destiñe el periódico. Se torna rojo.

Pierdo vida tras vida. La tierra negra las bebe.

 

Ella es el vampiro de todas nosotras. Nos mantiene.

Nos ceba, es buena. Su boca es roja.

La conozco, la conozco íntimamente.

Vieja mendiga, escarchada y estéril, vieja bomba de tiempo.

Los hombres la engañaron. Ella se los tragará

los tragará, los tragará, sí, los tragará.

El sol ya se tendió. Yo muero. Forjo una muerte.

 

 

Primera voz

 

¿Quién es este terrible muchacho azul, extraño y

brillante, como caído de una estrella?

¡Mira con tanta cólera! Atracó

en el cuarto, con un grito en el talón.

El azul se vuelve más pálido. Después de todo es humano.

Un loto rojo se abre en un tazón de sangre;

Me vuelven a coser con seda, como si fuera una tela.

 

¿Qué hacían mis dedos antes de tenerle?

¿Qué hacía mi corazón antes de amarle?

Nunca vi nada tan límpido

sus párpados son flores de lilas

y su aliento es dulce como una mariposa nocturna.

No le abandonaré.

No hay artificio ni defecto en él. Que así se conserve.

 

 

Segunda voz

 

La luna se ve en el alto cristal. Se acabó

¡El invierno me hinchó el alma! Y esta luz caliza

que pinta escamas en los cristales de oficinas vacías,

de escuelas vacías, de iglesias vacías. ¡Cuánto vacío!

Después viene esta suspensión. Esta terrible suspensión de todo.

Estos cuerpos amontonados a mi alrededor, Estos durmientes polares.

¿Qué rayo azul y hielo lunar son sus sueños?

 

Siento que entra en mí, frío, desconocido, como un instrumento.

En el otro extremo esa silueta dura y loca, esa boca redonda

siempre abierta en señal de lamento.

Es ella la que, mes tras mes, arrastra tras de sí

sus mareas de sangre negra que anuncian el fracaso.

Suspendido de sus recursos, soy también impotente como el mar.

Me siento inquieta. Inquieta e inútil. Yo también, doy a luz cadáveres.

 

Iré hacia el norte. Iré a la noche polar.

Me veo como una sombra, ni hombre ni mujer.

Ni como una mujer dichosa de ser un hombre, ni como un hombre

bastante brutal y lo suficientemente tranquilo para no sentir

una insuficiencia. Siento una carencia.

Tengo mis dedos levantados, diez estacas blancas.

Miro, la oscuridad se filtra y atraviesa los nudillos.

No puedo retenerla. No puedo contener mi vida.

 

Seré una heroína periférica.

No me dejaré acusar por los botones caídos

por los agujeros en los talones de calcetines, los rostros blancos y mudos

de cartas sin respuesta, encerrados en estuches.

No se me delatará, no se me acusará.

El reloj no me hallará en la espera, ni esas estrellas

que clavan un abismo en otro abismo.

 

 

Tercera voz

 

La miro en mi sueño, mi terrible y pequeña niña roja.

Llora a través del vidrio que nos separa.

Llora, está muy molesta.

Sus chillidos son uñas que agarran y rasguñan como gatos.

Por sus uñas afiladas es que roba mi atención.

Llora con la noche, con las estrellas

que brillan y giran tan lejos de nosotros.

 

Su cabecita parece esculpida en madera,

de madera roja y dura, los ojos cerrados y la boca grande, abierta,

de la boca abierta salen gritos agudos

que arañan mis sueños como flechas.

Rasguñan mi sueño, y penetran mis flancos.

Mi hija no tiene dientes. Su boca es larga.

Emite sonidos tan siniestros que no puede ser buena.

 

Primera voz

 

¿Quién nos lanza esas criaturas inocentes?

Mira, ellas están extenuadas, todas flácidas

en su cuna de tela, con su nombre anudado en la muñeca,

esta medallita de plata que ellas vinieron a buscar de tan lejos.

Algunas tienen los cabellos negros y densos, otras están calvas.

El color de su piel es rosa, pálido, moreno o rojo,

ellas comienzan a recordar sus diferencias.

 

Parecen hechas de agua; no tienen expresión.

Sus facciones duermen, como la luz en el agua quieta.

Son verdaderos frailes y monjas con hábitos idénticos.

Las veo como cuerpos celestes que llueven sobre la tierra

estas pequeñas maravillas, estos ídolos puros llueven.

En la India, en el África, las Américas. Huelen a leche.

Sus talones no fueron tocados caminar en el aire.

 

¿Cómo puede ser tan pródiga la nada?

Ese es mi hijo.

Su ojo desorbitado es por esta vaga, terrible banalidad.

Se vuelve hacia mí como una plantita, ciega y alegre.

Un grito. Es el tejido del que cuelgo.

Me vuelvo un río de leche.

Soy una montaña caliente.

 

 

Segunda voz

 

No soy fea. Yo misma soy bonita.

El espejo me devuelve la imagen de una mujer proporcionada.

Las enfermeras me regresan mis ropas y una identidad.

Es normal, dicen, que esto suceda.

Es común en mi vida, y en la vida de las otras.

Una de cada cinco, más o menos. No perdí la esperanza.

Soy bella como una estadística. Ese es el lápiz rojo para mis labios.

 

Dibujo la antigua boca

que había patentado con mi identidad.

Hace uno, dos, tres días. Era un viernes.

No tengo necesidad de licencia; puedo trabajar desde hoy.

Puedo querer a mi marido, que comprenderá.

Que me querrá a través de las penas de mi dolencia.

Como si yo hubiera perdido un ojo, una pierna o la lengua.

 

Heme aquí de pie, un poco ciega. Me alejo

sobre ruedas, a modo de piernas, esto marcha muy bien.

Y aprendo a hablar con los dedos, no con la lengua.

El cuerpo está pleno de recursos.

El cuerpo de una estrella de mar puede empujar sus brazos

y las salamandras son ricas en piernas. Que yo sea

pródiga en lo que me falta.

 

 

Tercera voz

 

Es una pequeña isla, dormida y apacible,

y yo soy un blanco navío mugiente: Adiós, adiós.

El sol está caliente. Muy lúgubre.

Las flores de esta sala son rojas y tropicales.

Vivieron toda su vida detrás del vaso, cuidadas con ternura.

Todavía enfrentan un invierno de sábanas y rostros blancos.

Tengo muy pocas cosas en mi valija.

 

Los vestidos de una mujer gorda que no conozco.

Allí está mi peine y mi cepillo. Hay un vacío.

Soy tan vulnerable de repente.

Soy una herida que abandona el hospital.

Soy una herida que dejan partir.

Atrás dejo mi salud. Dejo a alguien

que querría adherirse a mí: desato sus dedos como vendajes: Me voy.

 

 

Segunda voz

 

Soy mía de nuevo. Todo está en su lugar.

Estoy desangrada, blanca como la cera, no tengo ataduras.

Soy plana y virginal, esto quiere decir que nada ha sucedido.

Nada que no pudiera estar borrado, arrancado raspado o recomenzado.

Estas pequeñas ramas negras ya no piensan en florecer,

y estos cauces tan secos, ya no sueñan con la lluvia

y esta mujer que me encuentra en los escaparates— está impecable.

 

Estuvo a punto de ser transparente como un espíritu.

Tímidamente es como ella sobrepone su cuidada persona

al infierno de naranjas de África, y de cerdos colgados de las patas.

Más tarde ella vuelve a la realidad.

Soy soy. Soy yo—

Quien saborea la amargura entre los dientes.

La incalculable maldad cotidiana.

 

 

Primera voz

 

¿Cuánto tiempo podré ser un muro, protegido del viento?

¿Cuánto tiempo podría yo

atenuar al sol con la sombra de mi mano,

interpretar los rayos azules de la luna fría?

Las voces de la soledad, las voces del dolor

golpean mi espalda incansablemente.

¿Podrá esta pequeña mecedora calmarlas?

 

¿Cuánto tiempo podré ser pared alrededor de mi propiedad verde?

¿Cuánto tiempo podrán ser mis manos

una venda para su mal, y mis palabras,

colibríes deslumbrantes, podrán seguir consolándola?

Es una cosa terrible que esté tan abierta: como si mi corazón

elaborara un rostro e hiciera su entrada en el mundo.

 

 

Tercera voz

 

Hoy los sentidos están ebrios de primavera.

Mi capa negra es un pequeño sepelio:

esto testimonia mi formalidad.

Llevo mis libros especializados a mi costado.

Hace poco tuve una vieja herida, pero

ya está en vías de sanar.

Yo soñaba una isla, roja de gritos.

Fue un sueño sin importancia.

 

 

Primera voz

 

El alba abre sus pétalos en el gran olmo al lado de la casa.

Los vencejos regresaron. Silban como cohetes de papel.

Oigo el sonido de las horas

que se amplifica y se desvanece en los caminos huecos. Oigo las vacas

que mugen.

Los colores recobran su resplandor, y el heno mojado

humea al sol.

Los narcisos entreabren su rostro blanco en el huerto.

 

Estoy tranquila. Estoy tranquila.

Estos son los colores claros de la habitación del niño,

esos son los canarios que picotean y los alegres corderos.

De nuevo soy sencilla. Creo en los milagros.

No creo en esos niños aterradores

cuyos ojos blancos y manos sin dedos dislocan mi sueño.

Esos no son míos. No me pertenecen.

 

Voy a meditar en el orden de las cosas.

Voy a meditar en mi muchachito.

No camina. No me dice ni una palabra.

Aún está en pañales, en mantillas blancas.

Sin embargo, él es rosa y perfecto. Sonríe tan seguido.

Tapicé su habitación de rosas gigantes.

Por todas partes pinté corazoncitos.

No lo quiero talentoso.

Es la excepción lo que le interesa al diablo.

Es la excepción la que trepa la colina dolorosa.

Que se sienta en el desierto y hace sufrir al corazón de su madre.

Lo quiero superficial,

y que me ame como le amo,

y que se case con quien quiera y donde quiera.

 

 

Tercera voz

 

El calor del medio día en los alrededores.

Los botones de oro

se doblan y funden, y los amantes

no dejan de pasar.

Son oscuros y vacíos como sombras.

¡Es de tal suerte sano que no haya apegos!

Soy solitaria como la hierba. ¿Qué es esto que me falta?

¿Jamás le encontraré, sea lo que sea?

 

Los cisnes se han ido. El río

aún recuerda su blancura.

Él busca sus fulgores.

Encuentra sus formas en una nube

¿qué es este pájaro que llama

con tal dolor en la voz?

Dice que estoy más joven que nunca.

¿Qué es esto que me falta?

 

 

Segunda voz

 

Estoy en casa a la luz de la lámpara. Los atardeceres se prolongan,

remiendo una falda de seda: mi marido lee.

Con qué belleza la luz abarca todo esto.

Hay una suerte de vaho en el aire primaveral.

Un vaho que impregna de rosa los parques

y las pequeñas estatuas como si una ternura se despertara,

una ternura que no extenúa, que cura.

 

Espero y estoy mal. Creo que estoy sanando.

Quedan demasiadas cosas por hacer. Mis manos

pueden coser con cuidado este encaje a esta tela. Mi marido

puede voltear y volver las páginas de un libro.

Y así estamos juntos en casa, —durante horas.

Sólo el tiempo pesa en nuestras manos.

Sólo el tiempo, que tampoco es material.

 

De golpe las calles pueden volverse papel, pero me repongo

de mi larga caída, y me recupero en mi cama,

al amparo del colchón, las manos

atadas como para una caída.

Me recupero. Ya no soy una sombra

aunque haya una sombra que sale de mis pies. Soy una esposa.

La ciudad espera y tiene un mal. Las hierbitas

crujen a través de las piedras, y están verdes de vida.

Tomado de:

https://poetryalquimia.wordpress.com/2017/10/27/5-poemas-de-silvia-plath/

 

 

Canción putesca

 

La blanca helada se acabó,

los sueños verdes nada valen,

tras un mal día de trabajo

llega el momento de la sucia puta:

su simple fama llena nuestra calle.

Todos los hombres:

blancos, rubicundos, negros

derivan hacia su forma desmañanada.

 

 

Fijaos, os pido, en esa boca

hecha para bofetadas

en ese rostro costuroso

sesgado a fuerza de pintarrajos, hondones, marcas,

violado por cada hosco año.

Ningún hombre se le acerca

que sea capaz de concentrar aliento

con que corcusir fuego de amor en tan fétida mueca

como apuntan

mis castísimos ojos

saliendo de charco, zanja, trago.

 

 

Metáforas

 

Adivíname: nueve sílabas

tengo, elefante, casa grande,

melón con sólo dos tentáculos.

¡Oh fruta, marfil, leño fino!

Dinero nuevo en este bolso.

Soy medio, escena, vaca grávida.

Comí muchas manzanas verdes.

Del tren en que voy nadie baja.

Tomado de:

https://blogpoemas.com/sylvia-plath/

 

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