jueves, 25 de agosto de 2016

CONDE DE LAUTRÉAMONT ISIDORE DUCASSE



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CONDE DE LAUTRÉAMONT
ISIDORE DUCASSE

Canto primero


Me propongo, sin estar emocionado, declamar con voz potente la estrofa seria y fría que vais a oír. Prestad atención a su contenido y no oEs dejéis llevar por la impresión penosa que al modo de una contusión ha de producir seguramente en vuestras imaginaciones alteradas. No creáis que yo esté a punto de morir, pues todavía no me he vuelto esquelético ni la vejez está marcada en mi frente. Descartemos, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia lo abandona, y no veáis ante vosotros sino un monstruo cuyo semblante me hace feliz que no podáis contemplar: si bien es menos horrible que su alma. Con todo, no soy un criminal…

Pero dejemos esto. No hace mucho tiempo que he vuelto a ver el mar y que he puesto los pies sobre los puentes de los barcos, y mis recuerdos son tan vivos como si lo hubiera dejado ayer. Tratad, con todo, de mantener la misma calma que yo en esta lectura que ya estoy arrepentido de ofreceros, y de no enrojecer ante la idea de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles, la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿por qué razón no estás junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro?

Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio, aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales, y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bull-dogs, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; que por la mañana está afable y por la tarde malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, no sería del todo imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima estructura: eres modesto. El hombre se jacta continuamente, y sólo de minucias. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, las especies diversas de peces que alimentas, no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive apartada. Los temperamentos y las conformaciones variables de una a otra, explican, de manera satisfactoria, lo que al comienzo sólo parece una anomalía. Lo mismo pasa con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, éstos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, que han echado raíces en el trozo de tierra contiguo. Grande o pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y sale de ella muy poco para visitar a sus congéneres, acurrucados igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus Mamas fecundas se deduce la noción de ingratitud: pues se piensa inmediatamente en la multitud de padres tan ingratos hacia el Creador como para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu grandeza material sólo puede medirse con la magnitud que uno se representa de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es imprescindible que la vista haga girar su telescopio con movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, del mismo modo que un matemático está obligado, para resolver una ecuación algebraica, a examinar por separado los distintos casos posibles, antes de superar la dificultad. El hombre ingiere sustancias nutritivas y realiza otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar idea de que es corpulento.. Que se hinche todo lo que quiera esa rana adorable. Quédate tranquilo, nunca igualará tu volumen; por lo menos ésa es mi opinión. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo gusto que la hiel destilada por la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se lo hace pasar por idiota, si algún otro es corporalmente bello, resulta un horrible contrahecho. No hay duda de que el hombre debe sentir intensamente su imperfección, cuyas tres cuartas partes son, por lo demás, obra suya, para criticarla de tal modo. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido inaccesibles. A los peces… le está permitido; no a los hombres. Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del océano que la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano apoyada en la frente, de pie sobre los barcos, en tanto que la luna se balanceaba entre los mástiles en forma irregular, me he sorprendido mientras hacía a un lado todo aquello que no era el fin que yo perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Sí, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra solución, me estará permitido decir que, pese a lo profundo del océano, no podrá igualarse, en lo que respecta a dicha propiedad, con lo profundo del corazón humano. Estuve en contacto con hombres que fueron virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: "Han practicado el bien en este mundo, lo que quiere decir que han sido caritativos: eso es todo; no hay en ello picardía alguna y cualquiera puede hacer otro tanto." ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, se separan por una palabra mal interpretada, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver nunca más, embozado cada uno en su altanería solitaria? Es un milagro que, aunque se renueva diariamente, no deja por eso de ser menos milagroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque al mismo tiempo se sufra la aflicción? Un ejemplo irrebatible para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por esta razón los jabatos de la humanidad confían tanto los unos en los otros, y no son egoístas. Todavía le queda a la psicología mucho camino por andar. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu poder es extraordinario y los hombres han aprendido a conocerlo a sus expensas. Por más que empleen todos los recursos de su genio, son incapaces de dominarte. Han encontrado a su maestro. Debo agregar que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡océano! El miedo que les inspiras ha hecho que te respeten. Con todo, haces danzar sus máquinas más pesadas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces ejecutar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables zambullidas hasta el fondo de tus dominios que despertarían la envidia de un saltimbanqui. Bienaventurados aquellos que no llegas a envolver definitivamente con tus pliegues burbujeantes, para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuosas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice: Yo soy más inteligente que el océano. Es posible; quizás hasta sea cierto; pero más miedo le tiene el hombre al océano, que el que éste le tiene al hombre: lo cual no necesita demostración. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe compasivo cuando asiste a los combates navales de las naciones. Ahí tenéis un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, el estruendo de los cañones, constituyen una barahúnda apropiada para aniquilar a unos pocos segundos. Pareciera que el drama ha concluido y que el océano lo ha tragado todo en su vientre. Las fauces son formidables. ¡Qué inmenso debe de ser hacia abajo, en la dirección de lo desconocido! Como remate de la estúpida comedia, que ni siquiera despierta interés, se ve en medio de los aires alguna cigüeña retrasada por la fatiga, que se pone a gritar sin disminuir el empuje de su vuelo: ¡Vaya!… ¡no me gusta nada! Había allá abajo unos puntos negros; cerré los ojos y ya no están más. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, oh gran célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulleces con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de tu lentitud majestuosa —atributo, el más grandioso entre aquellos con que el soberano te ha favorecido—, tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertimos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso.) El ave de paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que el armazón de sus alas haya recobrado el vigor normal para continuar su aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente… más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno… está bien. Haz rodar tus olas espantosas, océano horrible que sólo yo comprendo, y ante el cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone; tú, sí. Oh, cuando avanzas con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te contemplan trémulos desde la seguridad de la costa; entonces comprendo que no poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual. Por eso, frente a tu superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco. ¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto? No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime, entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal… abundantes lágrimas humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!


La desesperación, nutriéndose, prejuiciosa, de sus fantasmagorías, lleva imperturbablemente al literato a la abrogación en masa de las leyes divinas y sociales, y a la maldad teórica y práctica. En una palabra, hace prevalecer en los razonamientos el trasero humano. ¡Vamos, pasad la consigna! Uno se vuelve malvado, lo repito, y los ojos toman el color de los condenados a muerte. No retiraré lo que digo a continuación. Quiero que mi poesía pueda ser leída por una joven de catorce años.
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El sueño es una recompensa para unos, un suplicio para otros. Para todos es una sanción.
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Existe una lógica para la poesía. No es la misma que la de la filosofía. Los filósofos no son tanto como los poetas. Los poetas tienen derecho a considerarse por encima de los filósofos.
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Nada menos extraño que las contradicciones que se descubren en el hombre. Está hecho para conocer la verdad. La busca. Cuando procura asirla, se deslumbra, se confunde hasta tal punto, que no da ocasión de que se le dispute su posesión. Unos quieren arrebatar al hombre el conocimiento de la verdad, otros quieren asegurárselo. Cada uno recurre a motivos tan disímiles, que destruyen la indecisión del hombre. No posee más luz que la que hay en su naturaleza.
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La desesperación es el más pequeño de nuestros errores.
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Sólo puede juzgarse la belleza de la vida por al de la muerte.
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Sólo puede juzgarse la belleza de la muerte por la de la vida.
(En Poesías y cartas, traducción de Luis Justo)

Los lamentos poéticos de este siglo no son más que sofismas.
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Los juicios sobre la poesía tienen más valor que la poesía. Son la filosofía de la poesía. La poesía no podrá prescindir de la filosofía. La filosofía podrá prescindir de la poesía.
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La duda ha existido siempre en minoría. En este siglo, está en mayoría. Respiramos por los poros la violación del deber. Esto se ha visto solamente una vez y no volverá a verse.
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No acepto el mal. El hombre es perfecto. El alma no muere. El progreso existe. El bien es irreductible. Los anticristos, los ángeles acusadores, las penas eternas, las religiones son el producto de la duda.
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Si sois desdichados, no hace falta decírselo al lector. Guardadlo para vosotros.
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Es necesario esperar todo. No temer al tiempo ni a los hombres.
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No dejaré memorias.


Los gemidos poéticos de este siglo son sólo sofismas. Los primeros principios deben estar fuera de discusión.

Acepto a Eurípides y a Sófocles, pero no acepto a Esquilo.


No deis muestra de carecer. de la más elemental decencia y del mal gusto hacia el Creador.


Rechazad la incredulidad: me causaréis placer.


No existen dos clases de poesía; sólo hay una.


Existe una convención poco tácita entre el autor y el lector, por la cual el primero se denomina enfermo, y acepta al segundo como enfermero. ¡El poeta es quien consuela a la humanidad! Los papeles están arbitrariamente invertidos.


No quiero ser mancillado con el calificativo de presuntuoso.


No dejaré memorias.


La poesía no es la tempestad, tampoco el ciclón. Es un río majestuoso y fértil.


Solamente admitiendo la noche físicamente, se le ha llegado a aceptar moralmente. ¡Oh Noches de Young!, ¡cuántas jaquecas me habéis causado!


Se sueña sólo cuando se duerme. Son palabras como sueño, nada de la vida, paso por la tierra, la preposición tal vez, el trípode desordenado, quienes han infiltrado en vuestras almas esa poesía húmeda de languideces, semejante a la podredumbre. De las palabras a las ideas sólo hay un paso.


Las perturbaciones, las ansiedades, las depravaciones, la muerte, las excepciones en el orden físico o moral, el espíritu de negación, los embrutecimientos, las alucinaciones servidas por la voluntad, los tormentos, la destrucción, los trastornos, las lágrimas, las insaciabilidades, los servilismos, las imaginaciones penetrantes, las novelas, lo inesperado, lo que no hay que hacer, las singularidades químicas del buitre misterioso que acecha la carroña de alguna ilusión muerta, las experiencias precoces y abortadas, las oscuridades con caparazón de chinche, la monomanía terrible del orgullo, la inoculación de los estupores profundos, las oraciones fúnebres, las envidias, las traiciones, las tiranías, las impiedades, las irritaciones, las acrimonias, los despropósitos agresivos, la demencia, el spleen, los espantos razonados, las inquietudes extrañas que el lector preferiría no sentir, las muecas, las neurosis, las hileras sangrantes por las cuales se hace pasar la lógica acorralada, las exageraciones, la ausencia de sinceridad, las burlas, las vulgaridades, lo sombrío, lo lúgubre, los partos peores que los crímenes, las pasiones, el clan de los novelistas de tribunales, las tragedias, las odas, los melodramas, los extremos presentados a perpetuidad, la razón impunemente silbada, los olores de los cobardes, las desazones, las ranas, los pulpos, los tiburones, el simún del desierto, lo sonámbulo, turbio, nocturno, somnífero, noctámbulo, viscoso, foca parlante, equívoco, tuberculoso, espasmodico, afrodisiaco, anémico, tuerto, hermafrodita, bastardo, albino, pederasta, fenómeno de acuario y mujer bar-buda, las horas borrachas de desencanto taciturno, las fantasías, las acritudes, los monstruos, los silogismos desmoralizadores, las basuras, lo que no reflexiona como el niño, la desolación, el manzanillo intelectual, los chancros perfumados, las nalgas con camelias, la culpabilidad de un escritor que rueda por la pendiente de la nada y se desprecia a sí mismo con gritos alegres, los remordimientos, las hipocresías, las perspectivas vagas que os trituran con sus engranajes imperceptibles, los serios escupitajos sobre los axiomas sagrados, los piojos y sus cosquilleos insinuantes, los prefacios insensatos, como los de Cromwell, la señorita de Maum y de Dumas hijo, las caducidades, las impotencias, las blasfemias, las asfixias, los ahogos, las rabias ante esos osarios inmundos que hacen que enrojezca al nombrarlos, es hora de reaccionar ya contra lo que nos lastima y nos doblega tan soberanamente.


Vuestro espíritu es arrastrado continuamente fuera de sus casillas y, sorprendido en la trampa de las tinieblas, construido con arte grosero por el egoísmo y el amor propio.


El gusto es la cualidad fundamental que resume a todas las demás cualidades. Es el nec plus ultra de la inteligencia. A él sólo se debe que el genio sea la salud suprema y el equilibrio de todas las facultades. Villemain es treinticúatro veces más inteligente que Eugene Sue y Frédéric Soulié. Su prefacio al Diccionario de la Academia verá la muerte de las novelas de Walter Scott, de Fenimore Cooper, de todas las novelas posibles e imaginables. La novela es un género falso, porque describe las pasiones por sí mismas: la conclusión moral está ausente. Describir las pasiones no es nada; basta con nacer un poco chacal, un poco buitre, un poco pantera. No nos interesa nada. Describirías, para someterlas a una elevada moralidad, como Corneille, es otra cosa. El que se abstenga de hacer lo primero, siendo capaz de admirar y comprender a quienes les es dado hacer lo segundo, sobrepasa, con toda la superioridad de las virtudes sobre los vicios, al que hace lo primero.


Es suficiente que un profesor de segundo curso se diga: «Aunque me dieran todos los tesoros del universo, no querría haber escrito novelas parecidas a las de Balzac y Alejandro Dumas», para que, por eso sólo, sea más inteligente que Alejando Dumas y Balzac. Es suficiente que un alumno de tercero se haya convencido de que no hay que cantar las deformidades físicas e intelectuales, para que, por eso sólo, sea más fuerte, más capaz, más inteligente que Victor Hugo, si sólo hubiera escrito novelas, dramas y cartas.


Alejandro Dumas hijo jamás pronunciará un discurso de distribución de premios en un liceo. No sabe lo que es la moral. Ésta no transige. Si la pronunciara, antes tendría que tachar de un plumazo todo lo que ha escrito hasta ahora, comenzando por sus absurdos prefacios. Reunid un jurado de hombres competentes: sostengo que un buen alumno de segundo es más fuerte que él en no importa qué, incluso en la sucia cuestión de las cortesanas.


Las obras maestras de la lengua francesa son los discursos de distribución en los liceos y los discursos académicos. En efecto, la instrucción de la juventud es la más bella expresión del deber, y una buena apreciación de las obras de Voltaire (profundizad en la palabra apreciación) es preferible a las obras mismas. ¡ Naturalmente!


Los mejores autores de novelas y de dramas desnaturalizarían a la larga la famosa idea del bien, silos cuerpos docentes, conservadores de lo justo, no mantuvieran a las generaciones jóvenes y viejas en el camino de la honestidad y el trabajo.


En su propio nombre, y a su pesar, si es preciso, vengo a renegar, con voluntad indómita y férrea tenacidad, del horrible pasado de la llorona humanidad. Si: quiero proclamar lo bello en una lira de oro, excepción hecha de las tristezas escrofulosas y de las jactancias estúpidas que descomponen, en su frente, a la poesía cenagosa de este siglo. Pisotearé con mis pies las estrofas agrias del excepticismo, que no tiene razón de ser. El juicio, una vez introducido en la eflorescencia de su energía, imperioso y resuelto, sin oscilar un segundo en las incertidumbres irrisorias de una piedad mal situada, como un procurador general, fatídicamente las condena. Hay que velar sin descanso sobre los insomnios purulentos y las pesadillas atrabiliarias. Desprecio y execro el orgullo y las voluptuosidades infames de una ironía, convertida en rémora, que desplaza la exactitud del pensamiento.


Algunos caracteres excesivamente inteligentes, no hay por qué invalidarlos con palinodias de dudoso gusto, se han arrojado a ciegas en los brazos del mal. El ajenjo, que no creo sabroso, sino nocivo, mató moralmente al autor de Rolla. ¡Ay de los golosos! Apenas había entrado en la edad madura el aristócrata inglés, cuando su arpa se quebró bajo los muros de Missolonghi, después de haber recogido a su paso las flores que encubren el opio de los tristes aniquilamientos.


Aunque superior a los genios corrientes, si hubiera encontrado en su tiempo a otro poeta, dotado como él de similares dosis de una inteligencia excepcional, y capaz de presentarse como su rival, habría sido el primero en confesar la inutilidad de sus esfuerzos para producir maldiciones disparatadas, y que el bien exclusivo sólo es declarado digno de apropiarse de nuestra estima por la voz de la totalidad de los mundos. El hecho es que no existió nadie que lo combatiera con ventaja. Esto es lo que nunca se ha dicho. ¡Cosa extraña!, incluso al hojear los libros y cuadernos de su época, a ningún crítico se le ocurrió poner de relieve el riguroso silogismo que precede. Y no es sino aquel que lo supere quien pueda haberlo inventado. Tan llenos estaban de estupor y de inquietud, más que de reflexiva admiración, ante obras escritas por una mano pérfida, pero que sin embargo revelaban las imponentes manifestaciones de un alma que no pertenecía al común de los hombres, y que se encontraba cómoda entre las últimas consecuencias de uno de los dos problemas menos oscuros que interesan a los corazones no solitarios: el bien, el mal. A cualquiera no le es dado abordar los extremos, sea en un sentido, sea en otro. Esto éxplica por qué -aunque se elogie, sin segunda intención, la inteligencia maravillosa que de-nota a cada instante, él, uno de los cuatro o cinco faros de la humanidad- se hacen en silencio numerosas reservas sobre las aplicaciones y el empleo injustificables que de ella se ha hecho a sabiendas. No hubiera debido recorrer los dominios satánicos.


La rebelión feroz de los Troppmann, de los Napoleón 1, de los Papavoine, de los Byron, de los Victor Noir y de las Charlotte Corday será mantenida a distancia de mi severa mirada. A esos grandes criminales., de títulos tan diversos, los aparto con un gesto. ¿A quién creen engañar aquí?, pregunto con una lentitud que se intetpone. ¡Oh caballitos de presidio! ¡Pompas de jabón! ¡Muñecos de tripa! ¡Cordones usados! Que se aproximen los Konrad, los Manfred, los Lara, los marinos que se parecen al Corsario, los Mefistófeles, los Werther, los Don Juan, los Fausto, los Yago, los Rodin, los Calígula, los Cain, los Iridion, las arpías a la manera de Colomba, los Ahrimán, los manitúes maniqueos, embadurnados de sesos, que guardan la sangre de sus víctimas en las pagodas sagradas del Indostán, la serpiente, el sapo y el cocodrilo, divinidades consideradas como anormales del antiguo egipto, los hechiceros y las potencias demoniacas de la Edad Media, los Prometeo, los Titanes de la mitología fulminados por los Júpiter, los Dioses Malignos vomitados por la imaginación primitiva de los pueblos bárbaros -toda la serie escandalosa de los diablos de cartón. Con la certeza de vencerlos, tomo la fusta de la indignación y de la concentración que sopesa, y espero a esos monstruos a pie firme, como su previsto domador.


Hay escritores denigrados, peligrosos bufones, truhanes de tres al cuarto, sombríos mistificadores, verdaderos alienados, que merecerían poblar Bicetre. Sus cabezas cretinoides, de las que se ha quitado una teja, crean fantasmas gigantescos que descienden en lugar de subir. Ejercicio escabroso; gimnasia especiosa. Pasa, pues, grotesco petimetre. Por favor, alejaos de mi presencia, fabricantes al por mayor de acertijos prohibidos, en los cuales no percibía antes, al primer golpe, como hoy, el secreto de la solución frívola. Caso patológico de un egoísmo formidable. Autómatas fantásticos: señalaos con el dedo uno a otro, hijos míos, el epíteto que los vuelva a su lugar.


Si existiesen, bajo una plástica realidad, en alguna parte, a pesar de su inteligencia probada, aunque engañosa, serían el oprobio, la hiel de los planetas que hábitarían, la vergúenza. Imagináoslos, por un instante, reunidos en sociedad con substancias que fueran sus semejantes. Sería una sucesión ininterrumpida de combates que no hubiera soñado los dogos, prohibidos en Francia, los tiburones y los cachalotes macrocéfalos. Serían torrentes de sangre en esas regiones caóticas llenas de hidras y de minotauros, de donde la paloma, asustada siempre, huye a todo vuelo. Sería un amontonamiento de bestias apocalípticas que no ignoran lo que hacen. Serían choques de pasiones, de irreconcilabilidades y de ambiciones, a través de los aullidos de un orgullo que no se deja leer, que se contiene, y cuyos escollos y bajos fondos nadie puede, ni siquiera aproximadamente, sondear.


Pero no se me impondrán más. Sufrir es una debilidad, cuando uno puede impedirlo y hacer algo mejor. Exhalar los sufrimientos de un esplendor no equilibrado, es demostrar, ¡oh moribundos de las marismas perversas!, todavía menos resistencia y valor. Con mi voz y mi solemnidad de los grandes días, te llamo de nuevo en mis desiertos hogares, gloriosa esperanza. Ven a sentarte junto a mí, envuelta en tu manto de ilusiones, sobre el trípode razonable de los apaciguamientos. Como un muelle que se desecha, te arrojé de mi morada, con un látigo de cuerdas de escorpiones. Si deseas que esté persuadido de que has olvidado, al regresar a mi casa, las penas que, bajo el indicio de los arrepentimientos, te causé en otro tiempo, trae contigo entonces, cortejo sublime -¡sostenedme, que me desmayo!-, las virtudes ofendidas y sus imperecederas reparaciones.


Constato, con amargura, que no quedan más que algunas gotas de sangre en las arterias de nuestras tísicas épocas. Desde los lloriqueos odiosos y especiales, patentados sin.garantía de un punto de referencia, de los Jean-Jacques Rousseau, de los Chateaubriand y de las nodrizas con bragas de niño de pecho Obermann, a través de los demás poetas que se han revolcado en el fango impuro, hasta el sueño de Jean-Paul, el suicidio de Dolores de Veitemilla, el Cuervo de Alían, la Comedia Infernal del polaco, los ojos sanguinarios de Zorrilla, y el inmortal cáncer. Una Carroña, que pintó antaño, con amor, el amante mórbido de la Venus hotentote, los dolores inverosímiles que este siglo ha creado para sí mismo, en su querer monótono y repugnante, lo han vuelto tísico. ¡Larvas absorbentes en su letargo insoportable!


Vamos, música.


Sí, buenas gentes, soy yo quien ordena quemar, sobre una badila enrojecida al fuego, con un poco de azúcar amarilla, el pato de la duda con labios de vermut, que derramando, en una lucha melancólica entre el bien y el mal, lágrimas que no llegan del corazón, sin máquina neumática, hace en todas partes el vacío universal. Es lo mejor que podéis hacer.


La desesperación, nutriéndose con un propósito decidido de sus fantasmagorías, conduce imperturbablemente al literato a la abrogación en masa de las leyes divinas y sociales, y a la perversidad teórica y práctica. En una palabra, hacer que predomine el trasero humano en los razonamientos. ¡Vamos, dadme la palabra! Uno se vuelve malo, lo repito, y los ojos toman el tinte de los condenados a muerte. No retiraré lo que adelanto. Quiero que mi poesía puede ser leída por una muchacha de catorce años.


El verdadero dolor es incompatible con la esperanza. Por muy grande que sea ese dolor, la esperanza aún se alza a cien codos más arriba. Por tanto, dejadme tranquilo con los buscadores. ¡Abajo las patas, abajo, perras ridículas, pretenciosos, presumidos! Lo que sufre, lo que diseca los misterios que nos rodean, ya no espera. La poesía que discute las verdades necesarias es menos bella que la que no las discute. Indecisiones a ultranza, talento mal empleado, pérdida de tiempo: nada será tan fácil de comprobar.


Cantar a Adamastor, Jocelyn, Rocambole, es pueril. No porque el autor espere que el lector sobreentienda que perdonará a sus héroes, sino porque se traiciona a sí mismo y se apoya sobre el bien para hacer pasar la descripción del mal. En nombre de esas mismas virtudes que Frank ha desconocido, nosotros queremos soportarlo, oh saltimbanquis de los malestares incurables.


¡No hagáis como esos exploradores sin pudor, espléndidos de melancolía a sus ojos, que encuentran cosas desconocidas en sus espíritus y en sus cuerpos!


La melancolía y la tristeza son ya el comienzo de la duda; la duda es el comienzo de la desesperación; la desesperación es el comienzo cruel de los diferentes grados de la maldad. Para que os convenzáis de ello, leed la Confesión de un hijo del siglo. La pendiente es fatal, una vez que uno se arroja por ella. Es seguro que se llaga a la maldad. Desconfiad de la pendiente. Extirpad el mal de raíz. No estimuléis el culto de adjetivos tales como indescriptible, inenarrable, rutilante, incomparable, colosal, que mienten desvergozadamente a los sustantivos que desfiguran: son perseguidos por la lubricidad.


Las inteligencias de segunda clase, como Alfredo de Musset, pueden llevar tenazmente una o dos de sus facultades mucho más lejos que las facultades correspondientes de las inteligencias de primera clase, Lamartine, Hugo. Estamos en presencia del descarrilamiento de una locomotora fatigada. Es una pesadilla que sostiene la pluma. Sabed que el alma se compone de una veintena de fácultades. ¡Habladme de esos mendigos que llevan un~sombrero estupendo junto a sus sórdidos harapos!


He aquí un medio de constatar la inferioridad de Musset frente a los dos poetas. Leed delante de una muchacha, Rolla o Las Noches, Los Locos de Cobb, o si no, los retratos de Gwynplaine y Dea, o el relato de Terámenes de Eurípides, traducido en versos franceses por Racine padre. La muchacha se sobresalta, frunce las cejas, alza y baja las manos, sin fin determinado, como un hombre que se ahoga; los ojos lanzarán fulgores verdosos. Leedle la Oración para todos, de Victor Hugo. Los efectos son diametralmente opuestos. La clase de electricidad no es la misma. Ella ríe a carcajadas y pide más.


De Hugo sólo quedarán las poesía sobre los niños, entre las que hay muchas muy malas.


Pablo y Virginia ofende a nuestras más profundas aspiraciones a la felicidad. Antaño, este episodio que rezuma oscuridad desde la primera a la última página, sobre todo el naufragio final, me producía rechinar de dientes. Me revolcaba por la alfombra y daba patadas a mi caballo de madera. La descripción del dolor es un contrasentido. Hay que hacer ver todo por la parte bella. Si esta historia fuese contada como una simple biografía, no la atacaría. Cambia en seguida de carácter. La desgracia se vuelve augusta por la voluntad impenetrable de Dios, que la creó. Pero el hombre no debe crear la desgracia en sus libros. Es querer considerar a toda costa sólo un lado de las cosas. ¡Oh qué maniáticos chillones sois!


No reneguéis de la inmortalidad del alma, de la sabiduría de Dios, de la grandeza de la vida, del orden que se manifiesta en el universo, de la belleza corporal, del amor a la familia, del matrimonio, de las instituciones sociales. Dad de lado a los escritorzuelos funestos: Sand, Balzac, Alejandro Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire, Leconte y la Huelga de los Herreros.


No trasmitáis a los que os leen más que la experiencia que se desprende del dolor, y que no es el dolor mismo. No lloréis en público.


Hay que saber arrancar bellezas literarias hasta en el seno de la muerte; pero esas bellezas no pertenecen a la muerte. La muerte no es en ese caso más que la causa ocasional. No es el medio, es el fin, que no es la muerte.


Las verdades inmuntables y necesarias, que dan gloria a las naciones, y que la duda en vano se esfuerza por pertubar, comenzaron con las edades. Son cosas que no se debería tocar. Los que quieren introducir la anarquía en la literatura, con el pretexto de novedad, caen en un contrasentido. No se atreven a atacar a Dios y atacan a la inmortalidad del alma. Pero la inmortalidad del alma es también tan vieja como los cimientos del mundo. ¿Qué otra creencia la reemplazará, si es que debe ser reemplazada? No siempre será una negación. Si se recuerda la verdad de donde han surgido todas las demás, la bondad absoluta de Dios y su ignorancia absoluta del mal, los sofismas se hundirán por si mismos. Se hundirá al mismo tiempo la literatura poco Poética que se apoyó sobre ellos.


Toda literatura que discute los axiomas eternos está condenada a no vivir más que de sí misma. Es injusta. Los novissima verba hacen sonreír considerablemente a los muchachos sin pañuelo de cuarto. No tenemos derecho a interrogar al Creador sobre lo que sea.


Si sois agradecidos, no hay que decírselo al lector. Guardarlo para vosotros mismos.


Si se corrigieran los sofismas en el sentido de las verdades correspondientes a esos sofismas, sólo sería verdad la corrección, mientras que la pieza así retocada tendría derecho a no llamarse falsa. El resto estaría fuera de la verdad con trazas de falso, por consiguiente nulo, y considerado, forzosamente, como no a venido.


La poesía personal realizó su tiempo de truhanerías relativas y de contorsiones contingentes. Tomemos de nuevo el hilo indestructible de la poesía impersonal, bruscamente interrumpida desde el nacimiento del filósofo malogrado de Ferney, desde el aborto del gran Voltaire.


Parece bello, sublime, bajo pretexto de humildad o de orgullo, discutir las causas finales y falsear las consecuencias estables y conocidas. ¡Desengañaos, porque no hay nada más necio! Reanudemos la cadena regular con los tiempos pasados; la poesía es la geometría por excelencia. Desde Racine, la poesía no ha progresado un milímetro. Ha retrocedido. ¿Gracias a quién? A las Grandes Cabezas Blandas de nuestra época. Gracias a los afeminados, Chateaubriand, el MohicanoMelancólico; Sénacour, el Hombre con Faldas; JeanJacques Rousseau, el Socialista Arisco; Anne Radcliffe, el Espectro Chiflado; Edgar Poe, el Mameluco de los Sueños de Alcohol; Maturin, el Compadre de las Tinieblas; George Sand, el Hermafrodita Circunciso; Théophile Gautier, el Incomparable Especiero; Leconte, el Cautivo del Diablo; Goethe, el Suicidado por Llorar; Sainte-Beuve, el Suicidado por Reír; Lamartine, la Cigúeña Lacrimógena; Lermontoff, el Tigre que Ruge; Victor Hugo, la Fúnebre Estaca Verde; Misckiéwickz, el Imitador de Satán; Musset, el Petimetre Sin Camisa Intelectual; y Byron, el Hipopótamo de las Junglas Infernales.


La duda ha existido en todo tiempo como minoría. En este siglo está en mayoría. Respiramos la violación del deber por los poros. Eso sólo se ha visto una vez, y no se volverá a ver.


Las nociones de la simple razón están de tal manera oscurecidas en la hora presente, que lo primero que hacen los profesores de cuarto, cuando enseñan a escribir versos latinos a sus alumnos, jóvenes poetas con la boca humedecida de leche materna, es revelarles por medio de la práctica el nombre de Alfredo de Musset. ¡Os pido demasiado! Los profesores de tercero, además, dan en sus clases a traducir en verso griego dos sangrantes episodios. El primero es la repugnante comparación del pelícano. El segundo, la espantosa catástrofe que le sucedió a un labriego. ¿Para qué mirar el mal? ¿No está en minoría? ¿Por qué hacer inclinar la cabeza de un alumno sobre asuntos que, a falta de haber sido comprendidos, hicieron perder la suya a hombres como Pascal y Byron?


Un alumno me contó que su profesor de segundo daba todos los días en su clase a traducir dos carroñas en verso hebreo. Esas llagas de la naturaleza animal y humana hicieron que estuviera enfermo durante un mes, que pasó en una enfermería. Como no nos conocíamos, me hizo llamar por su madre. Me contó, aunque ingenuamente, que sus noches eran turbadas por sueños persistentes. Creía ver a un ejército de pelícanos que se abatían sobre su pecho y lo desgarraban. A continuación se iban volando hacia una choza en llamas. Se comían a la mujer del labriego y a sus hijos. Con el cuerpo ennegrecido por las quemaduras, el labriego salía de la casa y entablaba con los pelicanos un atroz combate. Todo se precipitaba luego sobre la choza, que se derrumbaba. De la elevada masa de escombros -eso nunca fallaba- vela salir a su profesor de segundo, sosteniendo su corazón en una mano y en la otra uná hoja de papel en donde se descifraba, con rasgos de azufre, la comparación del pelícano y la del labriego, tal como Musset mismo las ha compuesto. No fue fácil, en un principio, pronosticar la clase de enfermedad. Le recomendé que guardara cuidadoso silencio y de que no hablara de ello a nadie, sobre todo a su profesor de segundo. Le aconsejé a su madre que se lo llevara algunos días a su casa, y le aseguré que todo pasaría. En efecto, me preocupé de ir todos los días durante algunas horas, y todo pasó.


Es preciso que la crítica ataque la forma, jamás el fondo de vuestras ideas, de vuestras frases. Arregláoslas.

Los sentimientos son la forma de razonamiento más incompleta que se pueda imaginar.

Todo el agua del mar no bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual.


 (Poésies, 1870)


Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont

Canto tercero 




/.../Un farol rojo, bandera del vicio, suspendido del extremo de una varilla, balanceaba su armazón azotado por los vientos, sobre una puerta maciza y carcomida. Un corredor sucio que olía a muslo humano, daba sobre un patio en el que buscaban su comida algunos gallos y gallinas. Sobre la pared que servía de cerca y daba al lado oeste, se habían practicado minuciosamente varias aberturas cerradas por ventanas enrejadas. El musgo revestía ese cuerpo de edificio; que había sido, sin duda, un convento y servía en la actualidad, como el resto del edificio, de vivienda a todas esas mujeres que exhiben, día a día, a los que entran, el interior de sus vaginas a cambio de unas monedas. Yo estaba sobre un puente cuyos pilares se hundían en el agua cenagosa de un foso. Desde ese plano elevado, contemplaba aquella construcción en el campo, agobiada por la vejez y los mínimos detalles de su arquitectura interna. A veces, la reja de una ventana se abría rechinando, como por el impulso ascendente de una mano que violentaba la naturaleza del hierro; un hombre asomaba la cabeza por la abertura libre a medias, avanzaba los hombros sobre los que caía el yeso escamoso, y terminaba haciendo salir, mediante esa laboriosa extracción, su cuerpo cubierto de telarañas. Con las manos apoyadas a modo de corona sobre las inmundicias de toda clase que agobiaban el suelo con su peso, mientras la pierna permanecía todavía enganchada en la reja retorcida, recobraba su posición natural, e iba a enjuagar sus manos en una tina roja, cuya agua jabonosa había visto levantarse y caer a generaciones enteras, para alejarse después, lo más rápido posible, de esa calleja de arrabal, y respirar el aire puro en el centro de la ciudad.

Cuando el cliente se había alejado, una mujer desnuda salía del mismo modo, y se dirigía a la misma tina. Entonces los gallos y gallinas acudían en tropel desde diversos puntos del patio, atraídos por el olor seminal, la tiraban al suelo a pesar de sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban la superficie de su cuerpo, y laceraban a picotazos los labios fláccidos de su tumefacta vagina. Los gallos y gallinas, con el buche satisfecho, retornaban a escarbar la hierba del patio; la mujer, a la que habían dejado limpia, se levantaba trémula, sembrada de heridas, como alguien que despierta de una pesadilla. Dejaba caer el estropajo que había traído para enjugar sus piernas; no teniendo ya necesidad de la tina común, se volvía a su madriguera del mismo modo que había salido, a la espera de otra sesión. ¡Ante ese espectáculo también yo quise penetrar en la casa!

Estaba por descender el puente cuando vi en el remate de un pilar esta inscripción en caracteres hebraicos: Caminante que pasas por este puente, no vayas a esa casa. Porque el crimen tiene allí su residencia junto con el vicio. Un día sus amigos esperaron en vano a un joven que había franqueado la puerta fatal.

La curiosidad fue más fuerte que el temor; al cabo de unos momentos, llegué hasta una ventanilla, cuya reja estaba formada por sólidos barrotes. Quise mirar al interior a través de ese espeso tamiz. Al principio no pude ver nada, pero no tardé en distinguir los objetos que estaban en la habitación oscura, gracias a los rayos del sol cuya luz declinante habría de desaparecer pronto en el horizonte. La primera y única cosa que llamó mi atención fue un palo rubio, compuesto de cometillas superpuestas que entraban unas en otras. ¡Ese palo tenía movimiento! ¡Andaba por la habitación! Daba unas sacudidas tan fuertes que el piso se bamboleaba. Con sus dos cabos producía enormes melladuras en la pared al modo de un ariete lanzado contra la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos eran inútiles, los muros estaban construidos con piedra y cuando chocaba contra la pared lo veía encorvarse como una hoja de acero y rebotar como una pelota. ¡Por lo tanto ese palo no era de madera! Noté, además, que se enrollaba y desenrollaba fácilmente igual que una anguila. Aunque tenía la altura de un hombre no se mantenía erguido. A veces lo intentaba mostrando entonces uno de sus extremos delante de la reja de la ventanilla. Ejecutaba unos saltos impetuosos, y volvía a caer al suelo sin que el obstáculo cediera. Me puse a examinarlo con creciente atención hasta descubrir que era un cabello. Después de una lucha titánica con la materia que lo circundaba como una cárcel, fue a apoyarse en el lecho que había en la habitación, con la raíz descansando sobre una alfombra y la punta sobre la cabecera. Tras unos instantes de silencio, durante los cuales percibí algunos sollozos entrecortados, alzó la voz y dijo así:

Mi amo me ha olvidado en este cuarto; no viene a buscarme. Se levantó de esta cama en la que estoy apoyado, peinó su perfumada cabellera sin reparar en que yo había caído al suelo. Con todo, de haberme él recogido, no habría yo encontrado sorprendente ese acto de elemental justicia. Me abandonó emparedado en esta habitación, después de haberse revolcado entre los brazos de una mujer. ¡Y qué mujer! Las sábanas todavía están húmedas de su cálido contacto y conservan en su desorden las huellas de una noche dedicada al amor…

¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!…

Mientras la naturaleza toda se amodorraba en su castidad, él se unió con una mujer degradada, en abrazos lascivos e impuros. Se rebajó hasta el punto de dejar aproximarse a su augusta faz mejillas de lozanía marchita despreciables por su impudicia. No daba muestras de avergonzarse, pero yo me avergonzaba por él. No hay duda de que estaba muy contento de dormir con semejante esposa de una noche. La mujer, asombrada del porte majestuoso del huésped, parecía experimentar voluptuosidades incomparables, le besaba el cuello con frenesí.

Durante ese lapso, yo sentía que pústulas ponzoñosas, que se desarrollaban cada vez en mayor número a causa de su insólito ardor por los placeres carnales, rodeaban mi raíz con su hiel mortal, para absorber con sus ventosas la sustancia de mi vida. Mientras más se abstraían ellos, sumidos en sus insensatos movimientos, más sentía yo decaer mis fuerzas. En un momento en que los deseos corporales alcanzaron el paroxismo del furor, noté que mi raíz se retorcía sobre sí misma como un soldado herido. Habiéndose apagado en mí la antorcha de la vida, me desprendí de su cabeza ilustre como una rama muerta; caí al suelo sin ánimo, sin fuerza, sin vitalidad, con una profunda compasión por aquel a quien pertenecía, pero con un dolor eterno por su deliberado extravío…"

Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!…

¡Si tan siquiera su alma se hubiese prodigado sobre el seno inocente de una virgen! Ella hubiera sido más digna de él, y la degradación hubiera sido menor. ¡Posa sus labios sobre esa frente cubierta de lodo, que los hombres han pisoteado con el talón lleno de polvo! ¡Aspira con su impúdica nariz las emanaciones de esas dos axilas húmedas!… Vi cómo el tegumento de estas últimas se contraía de vergüenza, mientras, por su lado, la nariz misma se resistía a esa aspiración infame. Pero ni él ni ella prestaban la menor atención a las advertencias solemnes de las axilas, a la repulsa lívida y taciturna de la nariz. Ella levantaba más los brazos y él, con mayor empuje, hundía su rostro en sus huecos. Me veía obligado a ser cómplice de esa profanación. Me veía obligado a ser espectador de ese contoneo inaudito, a asistir a la unión absurda de dos seres cuyas distintas naturalezas estaban separadas por un abismo inconmensurable…

¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!…

Cuando se sació de aspirar a esa mujer, se le ocurrió arrancarle los músculos uno por uno; pero como era mujer, la perdonó, y prefirió hacer sufrir a un ser de su sexo. Llamó en la celda contigua a un joven, que había llegado a aquella casa para pasar un rato de solaz con una de aquellas mujeres, y le pidió que viniese a colocarse a un paso de sus ojos. Hacía mucho tiempo que yo estaba tendido en el suelo. Sin fuerzas para incorporarme sobre mi raíz dolorida; no pude ver lo que hicieron. Sólo que apenas el joven estuvo al alcance de su mano, jirones de carne fueron cayendo a los pies del lecho, al lado mío. Me contaron muy quedamente que las garras de mi amo los habían arrancado de los hombros del adolescente. Este, al cabo de algunas horas en las que luchó contra una fuerza más poderosa, se levantó del lecho y se retiró dignamente. Literalmente desollado de pies a cabeza, arrastraba por las losas de la habitación su piel desprendida, mientras se decía que estaba dotado de un carácter bondadoso, que le gustaba creer que sus semejantes eran igualmente buenos, que por eso había accedido al requerimiento del distinguido extranjero que lo había llamado a su lado, pero que nunca, nunca, se le hubiera ocurrido que iba a ser torturado por un verdugo. Y por un verdugo semejante, agregó después de una pausa. Por último, se dirigió hacia la ventanilla que cedió piadosamente hasta el nivel del suelo en presencia de ese cuerpo desprovisto de epidermis. Sin abandonar su piel, que todavía podía servirle, aunque sólo fuera como manto, se esforzó por salir de ese paraje peligroso; una vez lejos de la habitación no pude comprobar si le alcanzaron las fuerzas para llegar a la puerta de salida. ¡Oh, con qué respeto se apartaban los gallos y gallinas, a pesar de su hambre, de ese largo rastro sangriento que empapaba la tierra!

¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!…

Entonces, aquel que hubiese debido tener más en cuenta su dignidad y su justicia, se incorporó trabajosamente sobre su codo fatigado. ¡Solitario, sombrío, asqueado y horrible!… Se vistió lentamente. Las monjas sepultadas desde hacía siglos en las catacumbas del convento, después de haber sido arrancadas de su sueño por los ruidos de aquella noche espantosa, que se entremezclaban en una celda situada encima de las criptas, se tomaron de la mano para formar una ronda funeraria alrededor de él. Mientras reunía los residuos de su antiguo esplendor, y se lavaba las manos con esputos para secarlas después en sus cabellos (es mejor lavarlas con esputos, que no lavarlas del todo, al final de una noche entera dedicada al vicio y al crimen), entonaron ellas las plegarias de lamentación por los muertos que corresponde cuando alguien es bajado a la tumba. En efecto, el joven no debía sobrevivir al suplicio ejecutado en él por una mano divina, y su agonía tuvo fin mientras las monjas entonaban sus preces…

Me acordé de la inscripción en el pilar; comprendí lo que había pasado con el púber soñador que sus amigos todavía esperaban un día tras otro desde el momento de su desaparición… ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!…

Los muros se apartaron para dejarlo pasar; las monjas viéndole ascender por los aires con alas que había ocultado hasta entonces en su ropaje de esmeralda, volvieron a refugiarse en silencio bajo las losas de sus tumbas. El partió hacia su morada celestial, dejándome aquí, lo que es injusto. El resto de los cabellos sigue en su cabeza, mientras yo estoy tendido en esta habitación siniestra, sobre el parqué cubierto de sangre coagulada y de jirones de carne seca; esta habitación quedó condenada desde que él penetró en ella; nadie entra ya aquí, y con todo sigo encerrado. ¡No hay esperanza! Ya no volveré a ver a las legiones de ángeles marchar en densas falanges, ni a los astros pasearse por los jardines de la armonía… Pues bien, sea... Sabré soportar mi desgracia con resignación. Pero no dejaré de informar a los hombres lo que aconteció en esta celda. Les facilitaré las razones para arrojar la dignidad como una vestidura inútil, pues-o que tienen el ejemplo de mi amo; les aconsejaré que chupen la verga del crimen, puesto que otro ya lo ha hecho… El cabello enmudeció…

¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!…

Pronto estalló el trueno; una luminosidad fosfórica penetró en el cuarto. Retrocedí a pesar mío, por no sé qué instinto premonitorio; aunque estaba alejado de la ventana, percibí otra voz, pero ésta tenue y humilde como temerosa de que la oyeran:

¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos… no te he olvidado, pero te hubieran visto salir, y yo me habría comprometido. ¡Oh, si supieras cómo he sufrido desde aquel momento! De regreso al cielo, mis arcángeles me rodearon con curiosidad; no quisieron preguntarme el motivo de mi ausencia. Ellos que no se habían atrevido nunca a levantar la vista hasta mí, echaban miradas atónitas a mi rostro abatido, esforzándose por descifrar el enigma, aunque no tuvieran idea de la profundidad de ese misterio, y se comunicaban muy quedamente la sospecha de algún cambio desacostumbrado en mí. Derramaban lágrimas en silencio; presentían vagamente que no era el mismo, que me había vuelto inferior a mi identidad. Hubiesen querido averiguar qué funesta resolución me había hecho franquear las fronteras del cielo, para bajar a la tierra y gozar voluptuosidades efímeras que ellos mismos desprecian profundamente. Notaron en mi frente una gota de esperma, una gota de sangre. ¡La primera había saltado desde los muslos de la cortesana, la segunda había saltado desde las venas del mártir! ¡Odiosos estigmas! ¡Rosetas inmutables! Mis arcángeles encontraron, prendida en las redes del espacio, los restos resplandecientes de mi túnica de ópalo, que flotaban sobre los pueblos pasmados. No la han podido reconstruir, y mi cuerpo continúa desnudo frente a la inocencia de ellos; castigo memorable de la virtud abandonada. Observa los surcos que se han trazado un lecho en mis mejillas descoloridas: corresponden a la gota de esperma y a la gota de sangre que corren lentamente a lo largo de mis secas arrugas. Llegadas al labio superior, logran mediante un inmenso esfuerzo, penetrar en el santuario de mi boca, atraídas como un imán por las fauces irresistibles. Me sofocan, esas dos gotas implacables. Yo me había creído hasta ahora el Todopoderoso, pero no, tengo que doblar el cuello ante el remordimiento que grita: ¡Eres sólo un miserable! ¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos… Vi a Satán, el gran enemigo, recomponer el desbarajuste óseo del esqueleto, por encima de su embotamiento de larva, y de pie, triunfante, sublime, arengar a sus tropas reagrupadas; y tal como me merezco, llegar a hacer befa de mí. Proclamó el asombro que le producía el que su orgulloso rival, al fin sorprendido en flagrante delito por el éxito de un espionaje incesante, hubiese podido rebajarse hasta llegar a besar, después de un largo viaje a través de los arrecifes del éter, el vestido de la corrupción humana, además de haber hecho morir entre sufrimientos a un miembro de la humanidad. Dijo que ese joven, triturado en el engranaje de mis refinados suplicios, probablemente hubiera llegado a ser una inteligencia genial de aquellas que consuelan a los hombres de esta tierra, gracias a sus admirables cantos de poesía y de aliento, de los golpes del infortunio. Dijo que las monjas del convento-lupanar no pueden recuperar el sueño; merodean por el patio, gesticulando como autómatas, pisotean los ranúnculos y las lilas, se han vuelto locas de indignación, pero no lo bastante como para no recordar el motivo que engendró esa enfermedad de sus cerebros… (Vedlas avanzar, envueltas en su blanco sudario; no hablan, están tomadas de la mano. Sus cabellos caen en desorden sobre sus hombros desnudos; llevan un ramillete de flores negras inclinado en el seno. Monjas, volved a vuestras criptas; la noche no se ha instalado por entero, es apenas el crepúsculo vespertino… ¡Oh cabello!, lo ves tú mismo: por todos lados me asalta el sentimiento desatado de mi depravación.) Dijo que el Creador que se vanagloria de ser la Providencia de todo lo que existe, se ha conducido con excesiva ligereza —para usar el término más leve— al ofrecer semejante espectáculo a los mundos siderales, y afirmó claramente su designio de ir a informar a los planetas orbiculares de qué modo mantengo, mediante mi ejemplo personal, la virtud y la bondad en la vastedad de mis reinos. Dijo que la gran estima que sentía por un enemigo tan noble, se había desvanecido de su espíritu, y que prefería llevar la mano al pecho de una muchacha, aunque fuera éste un acto de execrable maldad, antes que escupirme al rostro cubierto de tres capas de sangre y esperma mezclados, a fin de no manchar su babosa saliva. Dijo que se consideraba, con justo título, superior a mí, no por el vicio, sino por la virtud y el pudor; no por el crimen, sino por la justicia. Dijo que merecía ser condenado al suplicio a causa de mis innumerables faltas; que se me quemara a fuego lento en un brasero encendido, para arrojarme luego al mar, siempre que el mar se dignara recibirme. Que, puesto que me vanagloriaba de ser justo, yo que lo había condenado a las penas eternas por una insignificante rebelión sin consecuencias graves, debía dictar severa justicia contra mí mismo, y juzgar imparcialmente mi conciencia cargada de iniquidades… ¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte a fin de que la noche encubra tus pasos." Hizo una pausa y aunque no lo viese, comprendí por ese lapso forzoso de silencio, que una oleada de emoción levantó su pecho tal como un giratorio ciclón levanta una familia de ballenas. ¡Pecho divino que un día manchó el amargo contacto de las mamas de una mujer impúdica! ¡Alma regia, entregada en un momento de extravío al cangrejo de la corrupción, al pulpo de la debilidad de carácter, al tiburón de la abyección personal, a la boa de la amoralidad, y al caracol monstruoso de la imbecilidad! El cabello y su amo se abrazaron estrechamente como dos amigos que se vuelven a encontrar después de larga ausencia. El Creador prosiguió tal como un acusado que compareciese ante su propio tribunal.

¿Y qué dirán los hombres de mí, ellos que tanto me veneraban, cuando lleguen a conocer los extravíos de mi conducta, el andar vacilante de mi sandalia por los laberintos fangosos de la materia, la trayectoria de mi marcha tenebrosa a través de las aguas estancadas y de los húmedos juncos de la charca donde, envuelto por la niebla, se vuelve morado y ruge el crimen de pata sombría!… Comprendo que debo trabajar mucho en mi rehabilitación futura, para poder reconquistar su estima. ¡Soy el Gran Todo, y, sin embargo, hay algo en mí que me hace sentir inferior a los hombres a los que he creado con un poco de arenilla! Cuéntales alguna mentira audaz y diles que jamás he salido del cielo, donde estoy permanentemente encerrado, absorbido por las tareas del trono, entre los mármoles, las estatuas y los mosaicos de mi palacio. Me presenté ante los hijos celestiales de la humanidad y les dije: Arrojad el mal de vuestras cabañas y dad entrada en vuestro hogar al manto del bien. Aquel que ponga la mano sobre uno de sus semejantes provocándole una herida mortal en el pecho con el hierro homicida, que no espere los efectos de mi misericordia, y que se cuide de la balanza de la justicia. Irá a esconder su tristeza en los bosques, pero el murmullo de las hojas a través de los espacios claros cantará a sus oídos la balada del remordimiento; y huirá de esos parajes pinchado en la cadera por la zarza, el espino y el cardo azul, sus rápidos pasos obstaculizados por la elasticidad de las lianas y las picaduras de los escorpiones. Se encaminará hacia los guijarros de la playa, pero la alta marea con su rocío y su proximidad peligrosa, le explicarán que no ignoran su pasado; entonces él se lanzará en ciega carrera hacia lo alto del acantilado, en tanto que los vientos estrepitosos del equinoccio, al penetrar en las grutas naturales del golfo, y en las canteras excavadas bajo la muralla de rocas resonantes, mugirán como las inmensas manadas de búfalos en las pampas. Los faros de la costa lo perseguirán hasta los límites del septentrión con sus destellos sarcásticos, y los fuegos fatuos de las marismas, simples vapores en combustión con sus danzas fantásticas, harán temblar los pelos de sus poros, y volverse verde el iris de sus ojos. Que el pudor tome así vuestras cabañas y esté seguro a la sombra de vuestros campos. De ese modo vuestros hijos se criarán hermosos y reverenciarán a sus padres con agradecimiento; de otro modo, enfermizos y encogidos como el pergamino de las bibliotecas, avanzarán a grandes trancos, encabezados por la rebeldía, contra el día de su nacimiento y el clítoris de su madre impura.' ¿Cómo se van a someter los hombres a esas leyes, si el legislador mismo es el primero que se rehúsa a ceñirse a ellas?… ¡mi vergüenza es inmensa como la eternidad!

Oí al cabello perdonarle humildemente su secuestro, puesto que su amo había obrado con prudencia y no con ligereza, y el último y pálido rayo de sol que iluminaba mis ojos se retiró de los barrancos de la montaña. Vuelto hacia él le vi plegarse como un sudario… ¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos. Y ahora que el sol ya se ha ocultado en el horizonte, viejo cínico y cabello doméstico, arrastraos los dos bien lejos del lupanar, mientras la noche, extendiendo su sombra sobre el convento, encubre vuestros pasos furtivos que se demoran en la llanura… Entonces el piojo, saliendo súbitamente de detrás de un promontorio, me dijo, erizando sus garras: "¿Qué piensas de esto?" Pero yo no quise contestarle. Me alejé de allí y llegué al puente. Borré la inscripción primera y la reemplacé por ésta:

Doloroso es guardar como un puñal un secreto así en el corazón, pero juro no revelar nunca aquello de lo que fui testigo al entrar por primera vez en ese terrible torreón. 


Arrojé por encima del parapeto el cortaplumas que me había servido para grabar las letras, y, haciendo algunas consideraciones sobre la chochera del Creador, quien, ¡ay!, haría sufrir a la humanidad por mucho tiempo todavía (la eternidad es larga), sea por el ejercicio de la crueldad, sea por el espectáculo innoble de los chancros que ocasiona un gran vicio, cerré los ojos como un hombre ebrio ante el pensamiento de tener a un ser semejante por enemigo, y proseguí con tristeza mi camino a través del dédalo de calles.  



Tu amigo vampiro.
Ton ami le vampire, Isidore Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870)

Sí, os supero a todos en mi innata crueldad, que no estuvo en mi mano reprimir. ¿Es esta la razón por la que estáis todos postrados frente a mí? ¿O bien el estupor de verme, fenómeno inaudito, recorrer como horrible cometa el espacio ensangrentado?.

Una lluvia de sangre brota de mi cuerpo inmenso, semejante a una nube negra que empuje ante sí el huracán. No temáis nada, hijos míos. No quiero maldeciros. El mal que me habéis ocasionado es demasiado grande; demasiado grande el mal que yo os he ocasionado, para que sea intencional. Vosotros habéis recorrido vuestro camino y yo el mío, ambos semejantes, ambos perversos. Era natural encontrarnos, dada nuestra afinidad. El choque que ha seguido al encuentro nos ha resultado recíprocamente fatal”.

Al llegar a este punto, los hombres empezarán a levantar las cabezas, adquiriendo de nuevo valor, y, para ver quién esta hablando, alargarán el cuello igual que caracoles. De repente, su rostro alterado, descompuesto, se deformará en una mueca tan monstruoso que incluso los lobos quedarán aterrorizados. Todos a la vez, los hombres se enderezarán de golpe, como un muelle gigantesco. ¡Cuántas imprecaciones!¡Qué clamor de voces! Me han reconocido. Y he ahí que los animales terrestres se unen a los hombres y hacen oír sus extraños alborotos. Ningún odio divide ya a ambas razas. El odio de cada uno está dirigido contra el enemigo común: yo. El consentimiento universal les une. Vientos que me estáis transportando, levantadme todavía más alto: temo la perfidia. Sí, desaparezcamos, poco a poco de su vista... Adiós, viejo, y piensa en mí, si me has leído...; y tú, joven, no desesperes. En efecto, tienes en el vampiro a un amigo, aunque seas de otra opinión. Si además, tienes en cuenta el ácaro sarcopto que te pega la roña, ¡tendrás dos amigos!

Isidore Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870)

Poema


Tú, para quien la sed cabe en el cuenco exacto de
la mano,
no mires hacia aquí.
No te detengas.
Porque hay alguien cuyo poder corromperá tu dicha,
ese trozo de espejo en que te encierras envuelto en
un harapo deslumbrante del cielo.
Se llamó Maldoror
y desertó de Dios y de los hombres.
Entre todos los hombres fue elegido para infierno
de Dios
y entre todos los dioses para condenación de cada
hombre.
Él estuvo más solo que alguien a quien devuelven
de la muerte para ser inmortal entre los vivos.
¿Qué fue de aquel a cuyo corazón se enlazaron las
furias con brazos de serpiente,
del que saltó los muros para acatar las leyes de las
bestias,
del que bebió en la sangre un veneno sediento,
del que no durmió nunca para impedir que un prado
celeste le invadiera la mirada maldita,
del que quiso aspirar el universo como una bocanada
de cenizas ardiendo?
No es castigo,
ni es sueño,
ni puñado de polvo arrepentido.
Del vaho de mi sombra se alza a veces la centelleante
máscara de un ángel que vuelve en su caballo
alucinado a disputar un reino.
Él sacude mi casa,
me desgarra la luz como antaño la piel de los
adolescentes,
y roe con su lepra la tela de mis sueños.
Es Maldoror que pasa.
Hasta el fin de los siglos levantará su canto rebelde
contra el mundo.
Su paso es una llaga sobre el rostro del tiempo. 

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