(22 de octubre de 1919, Kermanshah, Irán - 17 de noviembre de 2013, Londres, Reino Unido)
Fábula
Cuando miro hacia atrás me parece recordar el canto.
Aunque siempre estaba en silencio aquel salón largo y tibio.
Impenetrables, creíamos, esos muros
oscurecidos de escudos antiguos. La luz
brillaba sobre la cabeza de una chica o sobre sus piernas
jóvenes despatarradas. Y las voces bajas
subían en el silencio a perderse como en el agua.
Incluso, al estar todo tibio y quieto como una mano,
si uno de nosotros corría las cortinas
una lluvia bordada soplaba afuera con descuido.
A veces se colaba un viento que hacía bambolear las llamas
y proyectaba sombras agazapadas en las paredes,
o aullaba un lobo afuera en la noche vasta
y al sentir que se nos helaba la carne nos acercábamos.
Pero la danza continuaba por un rato
—así me parece ahora:
formas lentas que se movían serenas a través
de charcos de luz como una red dorada sobre el piso.
Así debe haber seguido, para siempre, como un sueño.
Pero entre un año y otro —¿cambió el viento?
¿La lluvia al final pudrió las paredes?
¿Vinieron los hocicos de los lobos a empujar los rayos caídos?
Hace tanto.
Sin embargo a veces me acuerdo del salón cortinado
y escucho las voces lejanas y jóvenes, que cantan.
Oh cerezos que son demasiado blancos para mi corazón
Oh cerezos que son demasiado blancos para mi corazón,
y todo el suelo blanquean con su muerte,
y todas sus ramas van a sumergirse al río,
y cada gota cae de mi corazón.
Si hay justicia en el ángel de los ojos que brillan,
va a decir “¡Esperá!” y me va a alcanzar una rama de cerezo.
El ángel barbudo, justo y firme como una cabra
levanta una cabeza rumiante y mastica en la nieve con lentitud.
¿Hace falta, cabra, que te quedes acá?
¿hace falta que te quedes acá, quieta?
¿siempre vas a estar parada acá,
a prueba de fe, a prueba de inocencia?
Versiones en castellano de © Sandra Toro.
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