lunes, 12 de noviembre de 2018

POEMAS DE FERENC JUHASZ


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(16 de agosto de 1928, Biatorbágy, Hungría, - 2 de diciembre de 2015, Budapest, Hungría.)


Nacimiento del potro

dijo Simon añejando , esquivando, sonriendo, 
erizado como una flor de cardo rojo, 
como un sombrero de conejo, o una rama de una galaxia, 
tambaleándose en el viento frío como una espina. Esqueleto, 
bajo su cuello, en su hombro derecho, la cruz de diamante del Todo. 
Delante de él, arrastraba su grave sombra como un 
lagarto encorvado y mudo amasado con papel carbón color lila, el legado del paso. 
Frente a él, tambaleándose, tropezó, con un pincel de pintura de espuma en la boca, 
la figura ensangrentada escupió, orinó, golpeó, 
empujó hacia la crucifixión, se arrugó hacia la luz, barajó, a 
quien la cría de la humanidad pecadora de pecados nunca vestida como una camisa dorada,
en su cabeza, la corona de espinas como una corona de estrellas, 
su cabeza rodeada de sangre con sus ojos carcelarios inclinados aquí y allá 
como el spurge, como el cardo de leche con un sombrero amarillo de pelo de lana. 
Simon, Simon, ¿es así como nos iremos? 
¿Esto es todo esto en este infierno del mundo superior, esto es todo, es esto todo? 
¿Se le ha dado a la portadora de la cruz mucho para beber, mucho para comer? 
Puso una esponja llena de vinagre en el hisopo y lo sostuvo en sus dientes ensangrentados. 
No pases, no hay palabras, no mañana. 
Así es como la locura agitada y agitada, así como el mar que respira la tormenta, 
así es como el hombre se convierte en Dios, Dios se convierte en hombre.
En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.
Estoy de pie, pensativo, sobre esta isla de piedra y electricidad: en el Octógono.
Es jueves por la noche.
No me maldigo.
No lloro por mí.
Cae a cántaros una lluvia azul, amarilla, verde, roja.
A mis pies hay arroyos irisados de petróleo
y ampollas de lluvia amontonadas.
Como los ojos –botijas de encaje de barro–
de camaleones de ágil piel,
giran los ojos de membranas acuosas
de los animales – burbujas pululantes.
Su piel de mica aterciopelada se arruga, se mueve
y muda color tras color.
Los lagartos de cresta roja de la lluvia se trepan unos sobre otros.
Esta plaza es la isla Galápagos
de la floreciente soledad de piedra.
Estoy solo.
La plaza gira como una gigantesca rueda iluminada,
sus naves son los taxis, autobuses, tranvías,
sus ventanas: las vitrinas,
sus rameras: los gladiolos de genitales descubiertos.
Cae a cántaros una lluvia azul, amarilla, verde, roja.
Gritan los vendedores de periódicos.
Callan los vendedores de flores.
Por encima de árboles, techos y chimeneas, armazones metálicas levantan
las luminosas flores animales del silencio,
las criaturas momentáneas de la noche,
los monstruos eléctricos de la noche.
Mi corazón ve su destino, que está extendiéndose sobre el cielo:
como un gigantesco encéfalo multicolor
vibra sobre mí el mapa eléctrico:
es Hungría.
Las aldeas y ciudades –puntos luminosos–
son como células cerebrales, ganglios de la médula,
los ríos de electricidad: las arterias azules;
sus circunvoluciones fulguran.
¡Ay hombres!
En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.
No me maldigo.
No lloro por mí.
Y aquí y allá, en la lluvia, comienzan a florecer
el techo, la pared, el cielo:
en la telaraña de luz hay un pequeña araña lumínica,
y moviéndose con afluencias de células de luz
la hoja de mimosa de los anuncios
se abre, se vuelve, se contrae,
como la cabeza de la anémona de los mares profundos,
cuando ondula
y palpa.
¡Ayúdame humanidad!
Y debajo de los helechos cristalinos de la lluvia,
como fósiles de celofán,
susurran y crujen, incandescentes,
capas de nylon, chaquetas de caucho,
bolsas de plástico transparente.
Mujeres vestidas de piel de lagarto,
hombres vestidos de piel de serpiente.
Y están hambrientos. Y están sedientos.
Con rostros azules, verdes, amarillos, rojos,
se amontonan.
¿Quién sabe que estoy aquí de pie, tiritando de frío?
¿Para quién compraré flores ahora?
¿Dónde están los buenos amigos?
¿Quién me oirá si grito?
Miro la lluvia
buscándote.
Te llamo con palabras que se tornan azules.
Y con líneas de luz rojas, amarillas, verdes,
la noche dibuja en la lluvia
un gigantesco jarro de cerveza.
Nace, cayendo en al muerte.
En una jarra de oro espumea la cerveza de oro,
y la jarra de oro vomita racimos de electricidad.
Fluye hacia el mucoso empedrado
la espuma fosfórica, el fósforo eléctrico.
¿A dónde voy?
¿Qué canto?
“¡Sálvame, Señor, de lo malo!”
En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.
Tendría que huir.
Tendría que quedarme aquí.
Ando vagando en la espuma de cerveza eléctrica.
Gritaría, como el niño que quiere algo,
gritaría, pero todos se reirían de mí.
Y me treparía sobre ti, Hungría de redes de venas eléctricas,
me acostaría en tu cerebro de neón,
para que, por entre las costillas traslúcidas,
vieran mi corazón hinchado.
El corazón que es tuyo.
Pero no está permitido. Pero no se puede.
En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.
Yo no grito,
no lanzo maldiciones,
sólo estoy parado en la irizada selva virgen de la lluvia,
sálvame, Señor, del Carnero con Escamas, de la Flor que Aúlla, sálvame, Señor, de la Rana que Ladra, del Ángel con Pezuñas,
sálvame, Señor, sálvame de lo malo!”
Pero ¿a quién balbuceo, a quién le hablo?
¿A quién salvará de la muerte este canto?
Es que yo renegué de dios riéndome,
con una rama espinosa le azoté la ingle y huí.
Mi llama he puesto tan grande como dios;
en ella se abrasan insectos-universos con salivaciones membranosas,
con verde chisporroteo de lágrimas, con verde burbujeo,
y ahora entrelazan mi cabeza
las raíces eléctricas rojas, azules, verdes.
La barba lila que cae del hombre eléctrico fluye hacia mí,
Como un manojo de tentáculos me estrangula, me envuelve.
Sólo tú puedes ayudarme, lo sé bien.
En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.
¿Qué quiero?
¿Qué quería?
Me adentré en tu corazón escarbando,
como, dentro del fuego de la mina,
el pequeño soldado de rostro hirsuto en el vientre de la madre tierra:
encima de él calaveras luminosas de la muerte,
hojas metálicas,
en torno a él surtidores de rubí, moscas de sangre,
abismos de estalagmitas de carne, lianas de venas palpitantes, párpados de arco iris, flores de globos oculares que giran.
Como un embrión
me acurruco enroscado
en tu jungla sangrienta, palpitante:
me mecen las costillas que se mueven tiernamente,
me golpea el chisporroteo de tu cascada de sangre,
el temblor grasiento y encrespado de los intestinos,
oigo cómo trabajan, bullen,
el hígado, el riñón, los pulmones, el fósforo,
mis ojos abiertos ven tu noche interior,
y mis ojos de antena y tentáculo
sienten tu cuerpo que se torna traslúcido.
Eres mi espacio cósmico, mi mar profundo.
Estoy solo.
Estoy contigo.
Cae a cántaros una lluvia azul, amarilla, verde, roja.
De lo hondo salen gritando los animales de luz.
Y Hungría, la medusa eléctrica,
el cerebro del mar, ondula por encima de mí
y nada la medusa del espacio cósmico: el globo terrestre
en el golfo de la galaxia.
Yo creo
que te quitarás tu suave crisálida,
se construirá tu fe,
desplegarás tus alas de mosaico áureo,
las desprenderás de lo pegajoso, baboso y blando,
su estructura de quitina se secará, se solidificará,
su membrana se secará, se estirará,
para que salgas palpitante del lodazal de venas azules;
y el útero del tiempo se cerrará silenciosamente.
Porque sé que mi destino es tu destino.
Aquí estoy solitario.
Inclino mi cabeza mojada.
En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.
Es jueves por la noche.
No me maldigo.
No lloro por mí.
Y echo a andar hacia mi casa, mojado, destinado a vivir,
en la lluvia azul, verde, roja, en la era del socialismo.

Como mayo estaba abriendo los capullos de rosa,
El anciano y el lila empiezan a florecer.
ya era hora de que la yegua potre.
Ella descansaría o cojera perezosamente

Después del niño que cantó mientras la guiaba.
Para pastar, vadeando a través de las praderas.
Volvieron al anochecer, cansados ​​de huesos,
La luna posada sobre un hombro azul del cielo.

Entonces la yegua se acostó,
Sudando y temblando, sobre su pajita en el establo.
Las vacas soñolientas, de barriga pesada.
La rodeó, esperando, observando, aspirando.

Más tarde, cuando hasta el heno dormía.
y el eje del Arado apuntaba hacia el sur,
El potro nació. Horas la yegua
Pasé lamiendo el potro con sus ojos ciegos al pegamento.

Y el potro durmió a su lado,
un montón de plumas arrancadas de una cama.
La paja nunca se esparce tan suave como esta.
La leche o la nieve nunca dormían como un potro.

El amanecer rebotó en un brillante sombrero rojo,
Saludé con la mano al mundo y salté.
Hasta escalonó el potro,
Sus cascos eran jaleares de espuma.

Entonces el día olió su nariz azul.
a través de la ventana abierta estable, y los encontró -
el potro acariciando a su madre,
terciopelo buscando a tientas su leche.

Entonces todos los árboles hablaban a la vez,
pollos escarbados en el patio,
como flores doradas
La envidia marchitó las últimas estrellas.

Ferenc Juhasz (traducido del húngaro por David Wevill), de  The Rattlebag .
"Sería bueno simplemente dejar pasar a Ferenc", 



El día de las supersticiones, el jueves: cuando es lo más difícil


En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.

Estoy de pie, pensativo, sobre esta isla de piedra y electricidad: en el Octógono.
Es jueves por la noche.
No me maldigo.
No lloro por mí.

Cae a cántaros una lluvia azul, amarilla, verde, roja.
A mis pies hay arroyos irisados de petróleo
y ampollas de lluvia amontonadas.
Como los ojos –botijas de encaje de barro–
de camaleones de ágil piel,
giran los ojos de membranas acuosas
de los animales – burbujas pululantes.
Su piel de mica aterciopelada se arruga, se mueve
y muda color tras color.
Los lagartos de cresta roja de la lluvia se trepan unos sobre otros.
Esta plaza es la isla Galápagos
de la floreciente soledad de piedra.

Estoy solo.

La plaza gira como una gigantesca rueda iluminada,
sus naves son los taxis, autobuses, tranvías,
sus ventanas: las vitrinas,
sus rameras: los gladiolos de genitales descubiertos.
Cae a cántaros una lluvia azul, amarilla, verde, roja.

Gritan los vendedores de periódicos.
Callan los vendedores de flores.

Por encima de árboles, techos y chimeneas, armazones metálicas levantan
las luminosas flores animales del silencio,
las criaturas momentáneas de la noche,
los monstruos eléctricos de la noche.
Mi corazón ve su destino, que está extendiéndose sobre el cielo:
como un gigantesco encéfalo multicolor
vibra sobre mí el mapa eléctrico:
es Hungría.
Las aldeas y ciudades –puntos luminosos–
son como células cerebrales, ganglios de la médula,
los ríos de electricidad: las arterias azules;
sus circunvoluciones fulguran.
¡Ay hombres!

En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.

No me maldigo.
No lloro por mí.

Y aquí y allá, en la lluvia, comienzan a florecer
el techo, la pared, el cielo:
en la telaraña de luz hay un pequeña araña lumínica,
y moviéndose con afluencias de células de luz


la hoja de mimosa de los anuncios
se abre, se vuelve, se contrae,
como la cabeza de la anémona de los mares profundos,
cuando ondula
y palpa.

¡Ayúdame humanidad!

Y debajo de los helechos cristalinos de la lluvia,
como fósiles de celofán,

susurran y crujen, incandescentes,
capas de nylon, chaquetas de caucho,
bolsas de plástico transparente.

Mujeres vestidas de piel de lagarto,
hombres vestidos de piel de serpiente.

Y están hambrientos. Y están sedientos.

Con rostros azules, verdes, amarillos, rojos,
se amontonan.

¿Quién sabe que estoy aquí de pie, tiritando de frío?
¿Para quién compraré flores ahora?
¿Dónde están los buenos amigos?
¿Quién me oirá si grito?

Miro la lluvia
buscándote.
Te llamo con palabras que se tornan azules.

Y con líneas de luz rojas, amarillas, verdes,
la noche dibuja en la lluvia
un gigantesco jarro de cerveza.
Nace, cayendo en al muerte.

En una jarra de oro espumea la cerveza de oro,
y la jarra de oro vomita racimos de electricidad.
Fluye hacia el mucoso empedrado
la espuma fosfórica, el fósforo eléctrico.

¿A dónde voy?
¿Qué canto?

“¡Sálvame, Señor, de lo malo!”

En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.

Tendría que huir.
Tendría que quedarme aquí.

Ando vagando en la espuma de cerveza eléctrica.
Gritaría, como el niño que quiere algo,
gritaría, pero todos se reirían de mí.
Y me treparía sobre ti, Hungría de redes de venas eléctricas,
me acostaría en tu cerebro de neón,

para que, por entre las costillas traslúcidas,
vieran mi corazón hinchado.
El corazón que es tuyo.

Pero no está permitido. Pero no se puede.

En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.

Yo no grito,
no lanzo maldiciones,
sólo estoy parado en la irizada selva virgen de la lluvia,
de mi boca salen inflamadas las palabras de mi abuela: “¡Sálvame, Señor, del Unicornio, del Pájaro de Cuatro Mamas,
sálvame, Señor, del Carnero con Escamas, de la Flor que Aúlla, sálvame, Señor, de la Rana que Ladra, del Ángel con Pezuñas,
sálvame, Señor, sálvame de lo malo!”

Pero ¿a quién balbuceo, a quién le hablo?
¿A quién salvará de la muerte este canto?
Es que yo renegué de dios riéndome,
con una rama espinosa le azoté la ingle y huí.
Mi llama he puesto tan grande como dios;
en ella se abrasan insectos-universos con salivaciones membranosas,
con verde chisporroteo de lágrimas, con verde burbujeo,
y ahora entrelazan mi cabeza
las raíces eléctricas rojas, azules, verdes.
La barba lila que cae del hombre eléctrico fluye hacia mí,
Como un manojo de tentáculos me estrangula, me envuelve.

Sólo tú puedes ayudarme, lo sé bien.
En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.
¿Qué quiero?
¿Qué quería?
Me adentré en tu corazón escarbando,
como, dentro del fuego de la mina,
el pequeño soldado de rostro hirsuto en el vientre de la madre tierra:
encima de él calaveras luminosas de la muerte,
hojas metálicas,
en torno a él surtidores de rubí, moscas de sangre,
abismos de estalagmitas de carne, lianas de venas palpitantes, párpados de arco iris, flores de globos oculares que giran.

Como un embrión
me acurruco enroscado
en tu jungla sangrienta, palpitante:
me mecen las costillas que se mueven tiernamente,
me golpea el chisporroteo de tu cascada de sangre,

el temblor grasiento y encrespado de los intestinos,
oigo cómo trabajan, bullen,
el hígado, el riñón, los pulmones, el fósforo,
mis ojos abiertos ven tu noche interior,
y mis ojos de antena y tentáculo
sienten tu cuerpo que se torna traslúcido.
Eres mi espacio cósmico, mi mar profundo.

Estoy solo.

Estoy contigo.
Cae a cántaros una lluvia azul, amarilla, verde, roja.
De lo hondo salen gritando los animales de luz.
Y Hungría, la medusa eléctrica,
el cerebro del mar, ondula por encima de mí
y nada la medusa del espacio cósmico: el globo terrestre
en el golfo de la galaxia.

Yo creo
que te quitarás tu suave crisálida,
se construirá tu fe,
desplegarás tus alas de mosaico áureo,
las desprenderás de lo pegajoso, baboso y blando,
su estructura de quitina se secará, se solidificará,
su membrana se secará, se estirará,
para que salgas palpitante del lodazal de venas azules;
y el útero del tiempo se cerrará silenciosamente.
Porque sé que mi destino es tu destino.

Aquí estoy solitario.
Inclino mi cabeza mojada.

En el tercer día está lo más difícil, en el tercero.
Es jueves por la noche.
No me maldigo.
No lloro por mí.

Y echo a andar hacia mi casa, mojado, destinado a vivir,
en la lluvia azul, verde, roja, en la era del socialismo.


Oro


La mujer se toca la moña 
de pelo ralo. Ríe
y pone un cuchara y un pedazo de pan
en las flacas manos alzadas.
Como rosas que embellecen el agua
el círculo de delgados cuellos rojos
que se inclinan sobre los platos humeantes;
rojas narices brillan en el vaho sabroso. 

Y brillan las estrellas de los ojos
como diez mundos perdidos en su propia
luz. En la sopa nadan
dorados y lentos aros de cebolla. 

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