martes, 13 de noviembre de 2018

POEMAS DE ROBERTO SOSA

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(18 de abril de 1930, Yoro, Honduras - 23 de mayo de 2011, Tegucigalpa, Honduras)

Los pobres

Los pobres son muchos
y por eso
es imposible olvidarlos.

Seguramente
ven
en los amaneceres
múltiples edificios
donde ellos
quisieran habitar con sus hijos.
Pueden
llevar en hombros
el féretro de una estrella.
Pueden
destruir el aire como aves furiosas,
nublar el sol.
Pero desconociendo sus tesoros
entran y salen por espejos de sangre;
caminan y mueren despacio.
Por eso
es imposible olvidarlos.

De niño a hombre

Es fácil dejar a un niño
a merced de los pájaros.
Mirarle sin asombro
los ojos de luces indefensas.
Dejarle dando voces entre una multitud.
No entender el idioma
claro de su medialengua.
O decirle a alguien:
es suyo para siempre.
Es fácil,
facilísimo.
Lo difícil
es darle dimensión
de un hombre verdadero.

Los claustros

Nuestros cazadores
—casi nuestros amigos—
nos han enseñado, sin equivocarse jamás,
los diferentes ritmos
que conducen al miedo.
Nos han amaestrado con sutileza.
Hablamos,
leemos y escribimos sobre la claridad.
Admiramos sus sombras
que aparecen de pronto.
Oímos
los sonidos de los cuernos
mezclados
con los ruidos suplicantes del océano.
Sin embargo
sabemos que somos los animales
con guirnaldas de horror en el cuerpo;
los cercenados a sangre fría; los que se han dormido
en un museo de cera
vigilado
por maniquíes de metal violento.

El viejo Pontiac

A Diana y Leonor.
A la altura de su propia medida el viejo Pontiac es un jardín                                                                                     que se abre.
Antes,
de esto hace ya muchísimo,
fingía un tigre manso deslizándose blanco entre mujeres bellas.
Hoy por hoy
el noble bruto envejece dignamente y sin prisa
hasta la consumación de los siglos... y le salen
de puertas y ventanas
florecillas del campo.


EL AIRE QUE NOS QUEDA 


Sobre las salas y ventanas sombreadas de abandono.
Sobre la huida de la primavera, ayer mismo ahogada
en un vaso de agua.
Sobre la viejísima melancolía (tejida
y destejida largamente) hija
de las grandes traiciones hechas a nuestros padres y abuelos:
estamos solos.

Sobre las sensaciones de vacío bajo los pies.
Sobre los pasadizos inclinados que el miedo y la duda edifican.
Sobre la tierra de nadie de la Historia: estamos solos
sin mundo,

desnudo al rojo vivo el barro que nos cubre, estrecho
en sus dos lados el aire que nos queda todavía.


ESTA LUZ QUE SUSCRIBO 


Esto que suscribo
nace de mis viajes a las inmovilidades del pasado. De la seducción
que me causa la ondulación del fuego
igual que a los primeros hombres que lo vieron y lo sometieron
a la mansedumbre de una lámpara. De la fuente
en donde la muerte encontró el secreto de su eterna juventud.
De conmoverme
por los cortísimos gritos decapitados
que emiten los animales endebles a medio morir.
Del amor consumado,
desde la misma lástima, me viene.
Del hielo que circula por las oscuridades
que ciertas personas echan por la boca sobre mi nombre. Del centro
del escarnio y de la indignación. Desde la circunstancia
de mi gran compromiso, vive como es posible
esta luz que suscribo.



LA CASA DE LA JUSTICIA


Entre
 En la Casa de justicia
De mi país
Y comprobé
Que es un templo
De encantadores  de serpientes.

Dentro
Se está
Como en espera
De alguien
Que no existe.

Temibles
Abogados
Perfeccionan el día y su azul dentellada.

Jueces sombríos: 
Hablan de pureza
Con palabras
Que han adquirido
El brillo
De un arma blanca.
Las victimas-en contenido espacio-miden el terror de un solo golpe.
Y todo se consuma bajo esa sensación de ternura que produce el dinero.



MI PADRE


I
De allá de Cuscatlán de sur anclado
Vino mi padre
Con despeñados lagos en los dedos.

El conoció lo dulce del límite que llama.
Amaba los inviernos,
La mañana,
Las olas.

Trabajó sin palabras
Por darnos pan y libros
Y así jugó a los naipes vacilantes del hambre.

No sé cómo en su pecho
Se sostenía un astro
Ni como lo cuidó de las pedradas.

Solo sé que esta tierra
Constructora de pinos
Le humilló simplemente.

Por eso se alejaba
(de música orillado)
Hacia donde se astillan crepúsculo y velero.

 Miradle, si, miradle
Que trae para el hijo
Gaviota
Y redes de aire.

Mi puerta toca y dice: buenos días.
Miradle, si, miradle
Que viene ensangrentado.

Después
Los hospitales
Y médicos inmensos vigilando la escarcha.
Su traje y desamparo combatiendo el espanto.
Sus pulmones azules,
La poesía
Y mi nada.

Un día sin principio cayó en absurda yerba.

Su brazo campesino
Borro espejos
Y rostros
Y chozas
Y comarcas;
Y los trenes del tiempo
En humo inalcanzable se llevaron su nombre.

Nueve le dimos tierra.
Aún algo nos pasó
De asfalto,
Ruina y viento.
Las campanas huyendo
Y el golpe de la caja que derribó el ocaso.

Yo no hubiera querido regresarme
Y dejarle inmensamente solo.

Frente al agua del agua.
Padre mío.
¿Qué límites te llaman?

Mi niño bueno, dime.
¿Qué mano puede hacerlo?

Dejadle.
Así dejadle: que nadie ya le toque.


II

Quien creó la existencia
Calculó la medida del sepulcro.
Quien hizo la fortuna hizo la ruina.
Quien anudó los lazos del amor
Dispuso las espinas.

El astro no descubre su destello.
Ignora el pez el círculo del astro.
Se halla solo el viajero
En su deseo
De llegar a la cruz del horizonte.

Es lenta la partida y el sendero lento
La luz
Se borra en la extensión
Y el universo en lo que no se sabe.

Caen las rotas  hojas de los árboles.
El hombre –maniatado en sus orígenes –
Se encamina
Hacia un claustro sin llave ni salida.

Mi padre  
Tenía la delgadez en sombra
Del cristal en el pecho;
Cuando hablan, a la hora de la espesura,
Se volvían sus labios inmortales.

Sin su decidida bondad
No existiría
Para mí esa calma y su ojo de pájaro en reposo.
La pobreza sería una divinidad indigna.

Alegrare lo triste de los días.
Seré un grano de arena o una yerba.
Saludaré
Como antes
Las arenas de luces que cuelgan de la esfera
Todo ello
Para sacar sus hombros
Porque,
¿Qué hubiera sido de mí, niño como era,
De no haber recibido
La rosa diaria
que él tejía con su hilo más tierno?

Vienen a mi memoria
Sin que pueda evitarlo
Las ciudadelas que recorríamos juntos;
El griterío de la gente
Ante la pólvora y sus golpes en el aire;
Los iconos custodiados de cerca
Por la astucia de los frailes de pueblo.
O los sucesos de aquel puerto:
el mar, me acuerdo,
Vestido de negro, abandonó la orilla.
Al fondo
Se erguía la presentación del hielo,
martillo en alto;
En ese entonces,
padre padeciste en tu carne
El dolor del planeta.


El agua
Ha dispuesto
Sus muebles de lujo en el césped.
Los frutos están bajos para todas las bocas.
El estaría ahora tratando de alcanzarlos
Reflejados en el río. O vendrían a buscarme
Y me diría -no me dejes. Soy un viejo ya.
Tienes que volver a mi lado. Ayer
Escribí una carta a tu madre. Sabes,
Cuando oiga los gritos
De los pájaros del lugar,
Ciento que algo
Me une más a ella-.

Caminaba
-doy mi testimonio- del brazo de fantasmas
Que lo llevaron a ninguna parte.

Caía
Abandonado abajo, cada vez más abajo,
Más abajo.
Con ayes sin sonido,
Repitiendo ruidos no aprendidos,
Buscando continuamente
El encuentro con los arrullos dentro de la apariencia.

Queda el eco en el mundo.
Subsisten
Los aullidos del ultrajado.
La sangre del cordero
Ni la limpia el curso de la fuente:
Se adhiere en la piel de los verdugos,
Y cuando ellos abren sus roperos,
Surge su mano nunca concluida.

No.
Para ellos no abra quietud posible.
El humo de las hogueras apagadas
Eleva sus copas acusadoras.

En sus refugios hallarán un tiempo de duda:
En sus lechos
Estará esperándoles
La rapidez del áspid.
No.
Para ustedes
No habrá tregua
Ni perdón.

En este mismo sitio me habló de la ventisca
Que azota sin descanso los asilos,
De su amor a los árboles en medio del silencio.

Hoy
Que no vamos juntos
Me siento entre desconocidos
Que esquivan la mirada.

Hoy
Que no está en mi mesa
Compartiendo mí turbio vaso de agua
Debe estar más solo de lo que imagino.

La lluvia en el cementerio
Se convierte
En una catedral extraída de la plata.
Dentro, en los altares,
Viudas de blanco
Rezan cabizbajas.

Lejos
Se oyen
Las voces
De un coro que no existe.

Me llevas de la mano
Como lo hacías antes.
Encontramos la única casa
Que ha quedado en pie
Después de la destrucción del día.
Cruzamos avenidas
Que conducen a un mundo derrumbado.
Creemos escuchar una canción.
Volvemos: tu alto y yo pequeño,
Pequeñito, para no hacerte daño.

Señalas la distancia.
Te quitas el pan de la boca
Para salvarme un poco.
Padre,
Ya pienso que vives todavía.

De aquí partió y reposa bajo tierra.
Hoy me duele el esfuerzo último de sus brazos.




LOS INDIOS


Los indios
Bajan
Por continuos laberintos
Con su vacío a cuestas.

En el pasado
Fueron guerreros sobre todas las cosas.
Levantaron columnas al fuego
Y a las lluvias de puños negros
Que someten los frutos a la tierra.

En los teatros de sus ciudades de colores
Lucieron vestiduras
Y diademas
Y máscaras doradas
Traídas de lejanos imperios enemigos.

Calcularon el tiempo
Con precisión numérica.
Dieron de beber oro líquido
A sus conquistadores.
Y entendieron el cielo
Como una flor pequeña.

En nuestros días
Aran y siembran el suelo
Lo mismo que en las edades primitivas.
Sus mujeres modelan las piedras del campo
Y el barro, o tejen
Mientras el viento
Desordena sus duras cabelleras de diosas.

Los he visto sin zapatos y casi desnudos,
En grupos,
Al cuidado de voces tendidas como látigo,
O borrachos balanceándose con los charcos del ocaso
O de regreso a sus cabañas
Situadas en el fin de los olvidos.

Les he hablado en sus refugios
Allá en los montes protegidos por ídolos
Donde ellos son alegres como siervos
Pero quietos y hondos
Como los prisioneros.

He sentido sus rostros
Golpearme los ojos hasta la última luz,
Y he descubierto así
Que mi poder no tiene
Ni validez ni fuerza.

Junto a sus pies
Destruidos por todos los caminos,
Dejo mi sangre
Escrita en un oscuro ramo.


LOS ELEGIDOS DE LA VIOLENCIA



No es fácil reconocer la alegría
Después de contener el llanto mucho tiempo

El sonido de los balazos
Puede encontrar de súbito
El sitio de la intimidad. El cielo aterroriza
Con sus cuencas  vacías. Los pájaros  pueden alojar la delgadez
De la violencia entre patas y pico. La guerra fría tiende su mano azul y mata.

La niñez, aquella de los cuidados cabellos de vidrio,
No la hemos conocido. Nosotros nunca hemos sido niños.

El horror
Asumió su papel de padre frío. Conocemos su fuerza
Con lentitud de asfixia. Conocemos su rostro
Línea por línea,
Gesto por gesto,
Cólera por cólera.
Y aunque desde las colinas admiramos el mar
Tendido en la maleza, adolescente el blanco oleaje,
 Nuestra niñez se destrozó en la trampa
Que prepararon nuestros mayores.


Hace ya muchos años
La alegría
Se quebró el pie derecho y un hombro,
Y posible ya no se levante,
La pobre.

Miradla,
Miradla cuidadosamente.


MALIGNOS BAILARINES SIN CABEZA


Aquellos de nosotros
Que siendo hijos y nietos
De honestísimos hombres del campo.
Cien veces
Negaron sus orígenes
Antes y después
Del canto de los gallos.
Aquellos de nosotros
Que aprendieron de los lobos
Las vueltas Sombrías
Del aullido y el acecho
Y que a las crueldades adquiridas
Agregaron
Los refinamientos de la perversidad
Extraídos
De las cavidades de los lamentos.
Y aquellos de nosotros
Que compartieron (y comparten)
La mesa y el lecho
Con heladas bestias velludas destructoras
De la imagen de la patria, y que mintieron o callaron
A la hora de la verdad, vosotros,
-solamente vosotros , malignos bailarines sin cabeza-
Un día valdréis menos que una botella quebrada
Arrojada
Al fondo de un cráter de la luna.


LAS SALES ENIGMÁTICAS


Los generales compran, interpretan y reparten
La palabra y el silencio.

Son rígidos y firmes
Como las negras alturas pavorosas. Sus mansiones ocupan
Dos terceras partes de sangre y una soledad,
Y desde allí, sin hacer movimientos, gobiernan
Los hilos
Anudados a sensibilísimos mastines
Con dentaduras de oro y humana apariencia y combinan,
Nadie lo ignora, las sales enigmáticas
De la orden superior mientras se hinchan
Sus inaudibles anillos poderosos.

Los generales son dueños y señores
De códigos, vidas y haciendas, y miembros respetados
De la santa iglesia católica, apostólica y romana.

EL VÉRTICE MÁS ALTO


No enseñaremos a las nuevas generaciones
Que la luna
Es una dama
De boca casi adolescente.

No edificamos nuestra casa en la arena, porque las lluvias
Y el ímpetu del viento, explican los textos antiguos,
La desplomarán; de igual manera
Desconfiaremos
De las palabras de los falsificadores del sentir popular
Porque sus cantos de sirena
Nos conducirán
A un dominio pleno de incesantes mortales.
No fabricaremos placer con el terror que sufre el payaso
A causa
De las dificultades que para él representa
Subir
Al vértice más alto del circo,
Porque la palidez que mal oculta el maquillaje de su cara,
 Quizá signifique
El precio
 De la sonrisa de su hijo menor.

En público y en privado
Repudiaremos la amistad de los demonios
Y la delicadeza de sus emisarios y cabestros.

No nos bañaremos jamás en las aguas de la injusticia,
Ni cambiaremos la libertad
Por todos los disfraces luminosos y la superficie sin fin de la calma
Que el oro promete.

Seremos impenetrablemente claros como los ídolos de la venganza.
Por todo ello
Heredaremos el traje de un mendigo,
Cuyo valor
Ninguno podrá pagar
Transcurridos muchísimos años.

LOS ESTIBADORES

Mensajero de ayer y cruz de escombro. Desde algún sitio se inventaban muros, muelles y buques negros. Vagones que ocultaban la mañana y estibadores ya sin estatura a causa de los bultos constituían ultrajes hasta el hielo. Mensajero de ayer, mi padre fue uno de ellos.

Ola de atardecer vencida siempre y sin embargo siempre en rebeldía. Todo me parecía anochechido: viajero y pescador, mástiles y escuadras de gaviotas, todo, todo, excepto las alas de la espuma.

Los trabajadores marítimos volvían al hogar como ángeles fracasados. Yo tenía seis años y el espanto era ya el espanto.

Los perros

Todos los días mi perro viene a mi encuentro. Si algo me desespera, su cola —la angustia— baila como una fuerza.

Durante las estaciones de lluvia y hambre se acerca su tibieza en sucesivas olas y de sus ojos caen monedas y monedas. Yo fumo y sueño.

Repeditas veces ascendemos por la escala de los estanques desde la cual contemplamos, bajo la luz de las abejas, sociedades amorosas.

Todo ello ocurre con admirable naturalidad mientras la gente aparece y desaparece sin percibirnos siquiera, porque, no hay duda, en medio de la transparencia derrumbada se cree que somos perros.


Tempestad


Escrito sobre el agua está tu nombre. Nadie debe olvidarlo.
Oh tempestad levanta tu ternura, tu arma quebrada, tu incendiado escudo. Penetra por mi rostro y por mis venas, duras de soledad, largas de espera.

Por ti destruí mi brújula y el mapa del aire dibujante de barcos. Por ti yo he comprendido quién soy y quién he sido. Entendí que los míos se pudren en abismos entre helados cruceros sin sentido. Cierra tus puños y abre las compuertas, inunda limpiamente, dulcemente, oh tempestad levanta tu amargura.

Tu nombre está bajo la misma calma, oculto en señales del rocío.


Como un elogio

Día tras día por la tarde en punto recuerdo exactamente los grandes arco iris cruzados a tu paso, los golpecillos clave, las cuatro o cinco frases llevadas en voz baja, los roces de los lados y el desplome sin ruido: hacia arriba tu ombligo como el centro perpetuo de la nieve.
Dentro de los espejos para siempre quedamos boca a boca enlazados, acaso entredormidos, fuera de las desgracias y los tiempos.
Han pasado muchísimas estrellas bajo los puentes de Tegucigalpa, ciudad condenada a ser bella. No me deja, mujer, tu singular manera de mirar a los ojos ni me suelta al crepúsculo la fuerza de tu efigie.
(La Mariposa Negra suspensa en el espacio o estática en el techo convoca sus poderes y despliega mezclados secretos y temores.)
No. No hay descanso posible debajo de la piel enamorada: caen los granos últimos de mi reloj de arena y mi sed no se apaga.
Allí donde la Tierra parece que se une con el cielo quedaron nuestros nombres como un elogio.
Tegucigalpa, 1987.

En este parque, solo

Así estabas: abandonada entre tus propias cúspides. Ajena a la mujer que se paseaba fuera de sí en la azotea aquella. Superior al hechizo del rostro del asesino profesional que miraba y admiraba tus muslos carceleros y el lirio de tus nalgas, inconcluso como un tigre enamorado. Tenías, a veces, el aire discreto y melancólico de la flor que suele haber en los hoteles.
De pie o acostada, desnuda o en traje blanco la aguja flotante del miedo apuntaba insistente contra el sitio más tierno que divide tu cuerpo, y así, con los nervios de punta y unidos por un hilo irrompible oíamos murmullo por murmullo, allá a lo lejos al pie de un firmamento color azul teatro, el estruendo apagándose de una pelea a muerte.
En dónde estás, me digo, y qué haces con la media noche en torno a un vaso de vino y quén besa tu espalda como la magia, blanca.
Junta a esa estatua —mi amiga y tu doble— insisto como siempre con mi vieja pregunta: qué sería del frío de tu belleza si yo no lo acunara de tarde en tarde en este parque, solo.
Tegucigalpa, 1987.

El pequeñín

A Juan Ramón Molina
Una y otra vez el pequeñín acertaba a decir a los que viajaban en aquel tren de carga —por piedad señores páguenme el pan que me han quitado, por piedad— y aquellos seres, dotados con formas humanas y sangre de gallo hasta el nivel del iris, flotaban a los lados y reían para adentro. Llovía a cántaros, con odio, rencorosamente llovía. El silbido del tren de carga era alto una y otra vez.

Los sucesos de aquel puerto

A Giovanni Papini
Su padre la llevaba en hombros y un jovencillo en lágrimas partido, delante, izaba una palma blanquísima bajo aquella tormenta cerrada. (La multitud armada de cirios idénticos avanzaba y retrocedía en orden perfecto, demasiado perfecto, y allá arriba, alrededor de un cono truncado giraba un pez brillante mordiéndose la cola: El Infinito.)
A imitación de la caída sensual de la melancolía del pantano el padre echó la última paletada de tierra sobre el cuerpecito de su hija Cristina alcanzando a graves penas a decir Dios no existe, y, camino a su casa y solo como el espacio para él murió su flor, como si el jovencillo literalmente hablando, no hubiera podido despertarse un año antes de los sucesos de aquel puerto.

Llama del bosque

Allí esperó inclinado el caballito dos días incontables una señal de vida de su mamá después del empujón terrible, fijos los ojos ya en el techo del mundo. Iba y venía esa clase de gente que poco o nada entiende de las cosas propias de los caballos en paso de peligro. Estuvo, así niñino, desnudo de dolor po dentro junto a su yegua blanca sosteniendo, intacto como la llama del bosque, la más hermosa lección de solidaridad dada entre el reino animal, en espera conmigo, de que la madre muerta de pronto describiera el signo del llamado del corazón del monte, tonto de él y tonto de mí, caballos.



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