martes, 16 de febrero de 2016

POEMAS DE JOSÉ CARLOS BECERRA

(Mexico, 1936 - Italia, 1970)


 Blues


No era necesaria una nueva acometida de la soledad
para que lo supiera.
Navegaba la mar por un rumbo desconocido para mis manos.
Donde el amor moró y tuvo reino
queda ya sólo un muro que avasalla la hierba.
Queda una hoja de papel no en blanco
donde está anocheciendo.
Donde goteaba luceros una noche
sobre unos hombros limpios como verdad mostrada,
sólo queda una brisa sin destino.
Donde una mujer fundara un beso,
sólo árboles postrados al invierno.
Y no era necesario decirlo.
El corazón sin que sea una lágrima
puede sombrear las mejillas.
La ventana da a la tristeza.
Apoyo los codos en el pasado y, sin mirar, tu ausencia
me penetra en el pecho para lamer mi corazón.
El aire es una mano que está hojeando mi frente.
Mi frente donde la luna es una inscripción,
una voz esculpiendo su olvido.
Como humo la luna se levanta
de entre las ruinas del atardecer.
Es muy temprano en ese azul sin rostro.
No era necesario enturbiar la soledad
con el polvo de un beso disuelto.
No era necesario
memorizar la noche en una lágrima.
Labios sobrecogidos de olvido,
pulsaciones de un oleaje de mar ya retirándose,
ruido de nobes que el otoño piensa.
Hay lápices en forma de tiempo, vasos de agua
donde el anochecer flota en silencio.
Hay una rama de árbol como un brazo esculpido
por algún abandono.
Hay miradas y cartas donde la noche
puso en marcha al vacío,
a las frentes que extinguen su remoto color
sobre letras que enlazan señaes de viaje.
Aquí está la tarde.
Puede enrolarse en ella quien esté enamorado.
Aquí está la tarde para designar una ausencia.
Suena en mi pecho el mundo
como un árbol ganado por el viento.
No era necesaria la tarde, tampoco este cigarro cuyo humo
puede ser otra mano evaporándose.
Invernará la noche en mi pecho.
No era necesario saberlo.
No tiene importancia.
Espero una carta todavía no escrita
donde el olvido me nombre su heredero.

Adiestramiento


La voz de aquellos que asumen la noche,
marinería de labios oscuros;
la voz de aquellos cuyas palabras corresponden a esa luz donde el amanecer levanta
la primera imagen vencida de la noche.

Ahora cuando la memoria es una calle de mercaderes y héroes muertos,
cuando la noche corta espigas en los cabellos de la joven difunta,
y en las playas el mar se arranca sus dolorosas historias para encender las manos
de las mujeres de los marinos muertos.

Hacia el chillido o espuela de la gaviota,
hacia el color azul que despiden los senos ahogados,
hacia las cuevas que el demente visita,
hacia las mujeres cuya humedad sólo conoce el alba,
va la frase de amor, la mano electrizada que se convierte en sollozo,
van los desprendimientos de la lluvia.

La voz de aquellos que llegan a la oscura verdad de las últimas aguas,
la voz de aquellos que han besado el candor que en los labios deja la muerte,
esa niñez del mundo que recobran los que cierran los ojos,
del mundo y no de ellos, esa niñez atroz y salvaje.

La voz de aquellos donde la madrugada se desprende como una piel hechizada,
la voz de aquellos donde el mar narra la infancia del terror, los primeros palacios de la noche,
los fuegos que el artificio de la imaginación encendió en los primeros náufragos,
la voz de aquellos desesperados y sonrientes.

Ahora esta palabra,
esta palabra inclinada a la noche como un cuerpo desnudo a su alma
o a la desnudez del otro cuerpo.
Ahora esta palabra, esta diferencia casual de la palabra ante sí misma,
esta marca, esta cicatriz en la forma del amor,
en el hueso del sueño, en las frases trazadas al mismo ritmo
con que los hombres antiguo levantaban sus templos y elegían sus armas.

Ahora esta palabra,
cuando la ciudad llena de humo y polvo en el poniente
se levanta de los parques con su aliento de enferma,
cuando las calles abandonadas comen sentadas sus propias yerbas igual que ancianas en aptitud de olvido,
cuando el tranvía del anochecer se detiene atestado en una esquina
y sólo baja una muchacha triste.

Ahora esta palabra,
este juego, esta cresta de gallo, esta respiración inconfundible.

Ahora esta palabra con su resorte de niebla.

Batman


Recomenzando siempre el mismo discurso,
el escurrimiento sesgado del discurso, el lenguaje para 
    distraer al silencio; 
la persecución,, la prosecución y el desenlace esperado por  
    todos.
Aguardando siempre la misma señal,
el aviso del amor, de peligro, de como quieran llamarle.
(Quiero decir ese gran reflector encendido de pronto…)

La noche enrojeciendo, la situación previa y el pacto previo 
    enrojeciendo, 
durante la sospecha de la gran visita, mientras las 
costras sagradas se desprenden 
del cuerpo antiquísimo de la resurrección.

Quiero decir
el gran experimento,
buscándole a Dios en las costillas la teoría de la costilla 
    faltante,
y perdiendo siempre la cuenta de esos huesos
porque las luces eternamente se apagan de pronto, 
    mientras volvemos a insistir en hablar a través de ese 
    corto circuito,
de esa saliva interrumpida a lo largo de aquello que 
    llamamos el cuerpo de Dios, el deseo de luz encendida.

Llamando, llamando, llamando.
Llamando desde el radio portátil oculto en cualquier parte,
llamando al sueño con métodos ciertamente sofocantes, 
    con artificios inútilmente reales, 
con sentimientos cuidadosa y desesperadamente elegidos, 
con argumentos despellejados por el acometimiento que no
    se produce.
Palabras enchufadas con la corriente eléctrica del vacío, con
    el cable de alta tensión del delirio. 
(Acertijos empañados por el aliento de ciertas frases, de 
    ciertos discursos acerca del infinito.)

Recomenzando, pues, el mismo discurso,
recomenzando la misma conjetura,
el Clásico desperfecto en mitad de la carretera, 
el Divinal automóvil con las llantas ponchadas 
entorpeciendo el tráfico de las lágrimas y de los muertos, 
    que transitan Clásicamente en sentidos contrarios. 
Recomenzando, pues, la misma interrupción, 
la pedorreta histórica de las llantas ponchadas, 
el sofisma de cada resurrección, 
el ancla oxidada de cada abrazo,
el movimiento desde adentro del deseo y el movimiento 
    desde afuera de la palabra, 
como dos gemelos que no se ponen de acuerdo para nacer, 
como dos enfermeros que no se coordinan para levantar al 
    mismo tiempo el cuerpo del trapecista herido.

(Aquí el ingenio de la frase ganguea al advertir de pronto 
    su sombrero de copa de ilusionista; 
ese jabón perfumado por la literatura con el cual nos 
    lavamos las partes irreales del cuerpo, 
o sea el radio de acción de lo que llamamos el alma, 
las vísceras sin clave precisa, los actos sin clave precisa, 
la danza de los siete velos velada por la transparencia del  
    dilema;
y por la noche, antes de acostarse, 
la dentadura postiza en el vaso de agua, 
la herida postiza en el vaso de agua, el deseo postizo en el
    vaso de agua.)

La señal… la señal… la señal…

Así sonríes sin embargo, confiando otra vez en tu discurso,
mirándote pasar en tus estatuas, 
flotando nuevamente en tus palabras. 
La señal, la señal, la señal.
Y entretanto paseas por tu habitación. 
Sí, estás aguardando tan sólo el aviso,
ese anuncio de amor, de peligro, de como quieran llamarle, 
ese gran reflector encendido de pronto en la noche.

Y entretanto miras tu capa,
contemplas tu traje y tu destreza cuidadosamente doblados 
    sobre la silla, hechos especialmente para ti,
para cuando la luz de ese gran reflector pidiendo tu ayuda, 
    aparezca en el cielo nocturno,
solicitando tu presencia salvadora en el sitio del amor
o en el sitio del crimen.
Solicitando tu alimentación triunfante, tus aportaciones al 
    progreso,
requiriendo tu rostro amaestrado por el esfuerzo de 
    parecerse a alguien
que acaso fuiste tú mismo
o ese pequeño dios, levemente maniático,
que se orina en alguna parte cuando tú te contemplas en
    el espejo.

Miras por la ventana 
y esperas…
La noche enrojecida asciende por encima de los edificios traspasando su propio resplandor rojizo,
dejando atrás las calles y las ventanas todavía encendidas,
dejando atrás los rostros de las muchachas que te 
gustaron,
dejando atrás la música de un radio encendido en algún 
    sitio y lo que sentías cuando escuchabas la música de un 
    radio encendido en algún sitio.

Sigue la noche subiendo la noche,
y en cada uno de los peldaños que va pisando, una nueva 
    criatura de la oscuridad rompe su cascarón de un 
    picotazo,
y en sus alas que nada retienen, el vuelo balbucea los 
    restos del peldaño o cascarón diluido ya en aire;
y mientras tanto tú no llegas aún para salvarte y salvar a 
    esa mujer
que según dices
debe ser salvada.

¿En qué sitio, en qué jadeo
el sueño recorre el apetito reconcentrado de los dormidos?
¿Qué ola es ésa, que al golpear contra el casco
hace que el marinero de guardia ponga atención por un 
    momento, para decirse después que no era nada 
y torne a pasearse por el cuarto, mirando de vez en cuando
    por la ventana las luces dispersas de la calle? 
¿Qué ir y venir está gastando el cuerpo de su andanza 
contra el casco manchado, cubierto de parásitos marinos?

…porque de pronto has dejado de pasearte por la
    habitación.
¿Acaso escuchas realmente ese ruido? ¿Ese ruido viene del 
    pasillo o viene de tu deseo?
(Cierta especie de ruido que tropieza con cierta especie de 
    silencio dentro de ti,
como alguien que se topa con una silla al caminar a 
    oscuras…)

¡Tal vez ya prendieron el reflector para pedirte auxilio!
¡Tal vez fue esa mujer quien lo encendió!

Pero no, todavía no,
nadie camina por el pasillo hacia tu puerta, nadie tropieza
    con una silla dentro de ti, 
y allí están doblados tu traje de héroe y tus sentimientos 
    de héroe, 
listos para cuando entres en acción. 
¿Pero por qué no han encendido ese gran reflector? 
¿Es sólo el ascenso de la noche lo que deja sus cascarones 
    rotos en el aire?
¿Qué criatura de la oscuridad picotea para que el aire tome 
    forma de cascarón roto, de peldaño dejado atrás? 
¿Qué es aquello que detiene de súbito tus paseos por la 
    habitación mientras te dices 
“Acaso deba esperar otro rato”?

Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo rayándolo 
    fugazmente con sus pequeñas luces de navegación?
Y algo dentro de ti que tú crees que es la noche allá afuera,
cruje pisando cascarones rotos, peldaños donde el cuerpo 
    de su andanza deja un hilo finísimo de baba o soliloquio, 
mientras retorna el fantasma de una mujer bandeado por
    la oscuridad
donde el mar se encaverna después del zarpazo,
y ese fantasma, que es la otra cara de la espuma, repite 
    contra el casco del barco el golpe del sueño 
salpicando al silencio desde lejos.

Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo?
¿Qué es ese ruido que te hace mirar tu traje y tu antifaz, 
y asomarte después por la ventana?
Ir y venir alrededor de una silla,
enrevesado viaje alrededor de una silla, guardando el 
    equilibrio difícilmente 
al caminar y girar sobre un hilo finísimo de saliva.

Ir y venir, habladuría alrededor de una silla donde está un 
    extraño traje doblado, 
ir y venir alrededor de un viejo y descompuesto automóvil 
    que estorba el tráfico en la carretera, 
gestos entrecruzados, habladuría de ventanas y escaleras
labrando la estatua cuyo sentido griego vacila y se viene 
    abajo en el trayecto entre una ventana y un reflector que
    no se ha encendido, 
mientras los cascarones rotos de la oscuridad crujen y se 
    disuelven bajo el brusco aleteo con que la oscuridad va 
    impulsando la noche.

Y otra vez te paseas,
¿quieres desovillar el hilo de saliva, el hilo de palabras sobre 
    el que te balanceas en precario equilibrio?
¿En qué juego de tus frases, en qué humillante silencio has 
    puesto el oído?
Y otra vez te paseas y otra vez te vuelves hacia la ventana, 
pero ese resplandor… pero ese resplandor que descubres de 
    pronto, 
es el amanecer,
palidísimo gesto de esa luz entre los edificios, donde el 
    silencio enhebra las pisadas lejanas de todo lo nocturno.

¿Y ahora
qué es lo que sientes que se aleja,
como alguien corriendo descalzo por la playa, entre la 
    niebla que la luz va a ocupar?
¿Y en esa claridad en aumento, acaso puede todavía 
    distinguirse
la señal de un reflector encendido?

Paseos alrededor de una silla donde está un extraño traje 
    doblado,
monólogo alrededor de una silla donde está un simulacro en 
    forma de traje doblado, 
mientras el amanecer se deja llevar por su propia marea 
    ascendente, y por el ruido de las barredoras mecánicas 
    y de los primeros camiones urbanos 
que aparecen por las calles desiertas.


La Venta

I have heard Laughter in the noises of beasts that make strange noises.

T.S. Eliot


I

Era de noche cuando el mar se borró de los rostros de los náufragos como una expresión sagrada.
Era de noche cuando la espuma se alejó de la tierra como una palabra todavía no dicha por nadie.
Era la noche
y la tierra era el náufrago mayor entre todos aquellos hombres,
todos aquéllos era la tierra
como un artificio de las aguas.

Y ahora, en los sitios no determinados ya por la razón,
en la plaza interior de la Plaza Pública,
la brisa parece procrear ese lejano olor
de animales y prisioneros flechados o ya dispuestos en las lanzas
o conducidos a la presencia de la mano que ordena y señala, sostenida por sus anillos y pulseras,
desde los sitios básicos del poder: necesidad y crimen.

¿En dónde están los hombres que dieron este grito de batalla y este grito de sueño?
¿Dónde están aquellos que condujeron la palabra
y fueron llevados por ella al sitio de la oración y a la materia del silencio?

Carencia fuctuando entre la piedra y la mano que va a producir en ella la sospecha de su alma;
habitante sombrío enmudecido bajo tus obras, condúceme al himno disperso que flota ceniciento entre la podredumbre de las hojas.
Unta cada palabra mía con cada silencio tuyo, mas no nos ciegue el chispazo de este mutuo lenguaje,
para que así los muertos asomen la mirada entre las brasas de lo dicho
y la frase se encorve por el peso del tiempo.


II

Jugó la selva con el mar como un cachorro con su madre,
bostezó el día entre los senos de la noche,
en su acción de posarse buscó alimento la palabra,
sonó el acto en su propio vacío
como una dolorosa constancia de fuerza que el sueño del hombre no pudo medir.

Ahora juega la tarde un momento con los islotes de jacintos antes de abandonarlos
y el aire es todavía un venado asustado. 
El sol es una mirada que se va devorando a sí misma,
todo jadea de un sitio a otro
y la hojarasca cruje en el corazón de aquel que al caminar la va pisando.

Un pez está inmóvil bajo el peso de su respiración,
bajo la dura luz poniente fluyen las grandes aguas color chocolate,
sobre un tronco caído, una iguana
fluye succionada por otro tiempo, pero está inmóvil, no hay fuga en sus ojos más fijos que la profundida del mar,
y el movimiento que la rodea es lo que petrifica sus señales.

La tempestad pesa como un dios que va haciéndose visible,
una bandada de truenos cruza el cielo,
la luz se está pudriendo; ya no quedan designios,
nadie escucha en la piedra los sonidos humanos donde la piedra ganó raíz de carne,
nadie se desgarra con esa soberbia del mineral que tiene a la memoria cogida por el cuello.
Todo parece dormir igual que un dios que se torna de nuevo visible
detrás de este tiempo, donde ahora se balancean y crujen
las ramas de los árboles.

Herid la verdad, buscad en vuestra saliva la causa de aquél y de este silencio,
pulid esta soberbia con vuestros propios dientes;
de nuevo la lanza en la mano del joven,
de nuevo la arcilla bajo la instrucción de la mano volviéndose al sueño y al uso del sueño,
de nuevo la escultura bebiéndose el alma,
de nuevo la doncella acariciada por la mano del anciano sacerdote,
de nuevo las frases de triunfo en los labios del vencedor
y en su voz el estremecimiento de su codicia y sobre sus hombros el manto de su raza.

Pero ya nada responde.
La selva transcurre vendada de lluvia,
todo yace enterrado en las grandes cabezas de piedra,
todo yace ubicado en el ciego peso de la piedra;

en ese rostro congestionado de feroz ironía, en el fondo de ese rostro
de donde parece surgir, igual que una burbuja de aire de otro que respira allá dentro,
esa sonrisa que sube a viajar quién sabe hacia dónde
entre el negror de los labios…
Todo está igual que el primer día sin embargo;
la selva lo acecha todo, su velocidad tiene forma de pozo,
hay muertes en espiral abasteciendo su mesa.
Todo está igual que el primer día sin embargo,
la flor del maculí como una boca violenta y roja suspendida en el aire caliente,
la ceiba enorme atrapada por la fijeza de su fuerza,
y por las noches, entre el zumbido de los insectos, el olor dulzón y tibio de los racimos de flores del jobo,
y entre las ramas de los polvorientos arbustos, el olor lejano del hueledenoche.

Pero todo está detenido,
todo está detenido entre el vaho poderoso del pantano
y las cabezas de piedra de los hombres y dioses abandonados.
Pero nada está detenido,
todo está deslizándose entre el vaho poderoso del pantano
y las cabezas de piedra de los hombres y dioses abandonados.
Ciudad desordenada por la selva;
la serpiente rodeando su ración de muerte nocturna,
el paso del jaguar sobre la hojarasca,
el crujido, el temblor, el animal manchado por la muerte,
la angustia del mono cuyo grito se petrifica en nuestro corazón
como una turbia estatua que ya no habrá de abandonarnos nunca.

¿Quién escucha ese sueño por las hendiduras de sus propios muertos?
La fuerza de la lluvia parece crecer de esas piedras, de allí parece la noche levantar el rostro salpicado de criaturas invisibles,
de ese sitio que ha retornado al tiempo vegetal, al ir y venir de la hierba.

Nada descansa pero todo duerme; lo que se pudre, inventa.
Esta doncella aún no concedida al placer,
aquellos ojos seniles que ruedan en su propia fijeza, a semejanza de un desterrado de sus recuerdos;
los consejeros del rey, los vencedores del tiburón,
los que sujetando al vencido con una soga al cuello, posaron sentados bajo el friso de los altares de piedra,
asentando sus cuerpos rechonchos en el interior de una concha de poder.
Nube de tábanos y de grandes y gordas moscas de alas azules rezumbando sobre la cabeza del predicador, sobre la boca del poeta,
sobre el manto estriado por la sangre de los esclavos;
una corona de tábanos y moscas sobre el nombramiento del mundo.

Todo duerme, todo se nutre de su propio abandono,
en el centro de la inmovilidad reside el verdadero movimiento.
El poder de la selva y el poder de la lluvia,
la garra del inmenso verano posada sobre el pecho de la tierra,
el pantano como una bestia dormida en los alrededores del sol;
todo come aquí su tajo de destrucción y delirio,
la luz se hace negra al quemarse a sí misma,
el cielo responde roncamente, el rayo cae como todo ángel vencido.

Mirad las cabezas de piedra bajo la lluvia
o bajo el hacha deslumbrante del sol como un verdugo embozado en oro.
Mirad los rostros de piedra en el campamento de la noche,
en la descomposición de la gloria, en la soledad de la primera pregunta y en su retorno después de la segunda.
Mirad las cabezas de piedra,
máscaras que ocultan su clave divina, su organismo atajado por el silencio.
Mirad los rostros de piedra junto a la boca impía del pantano.

Aquí están,
aquí donde no representan ni señalan.
Aquí los triunfadores y los esclavos y el gemido del anciano y la primera sangre de la doncella
están ya confundidos en una sola masa, en un solo bocado que mastica la piedra indefinidamente.
Piedra caída en el agujero del sueño no por su propio peso
sino por el peso que la realidad obtuvo del sueño.
¿Cuándo hizo la vida ese gesto poderoso?
¿De quién fue esa boca a cuya sonrisa una araña se mezcla minuciosamente?
¿Ante quién hizo la vida esta mirada hoy muerta? ¿Qué ojos humanos la llevaron a término?

Éste es el rostro, éste es el cuerpo,
la carne que se hizo piedra para que la piedra tuviera un espejo de carne.
Animada por un soplo de piedra, la imagen de la piedra le dio nuevo peso a la carne;
y ahí se oye el peso de otro silencio y el peso de otra imagen en la actitud inmóvil del caimán;
aquí está la piedra despuntando en la carne,
aquí está la muerte eructando la piedra mientras hace la digestión de la imagen.
La piedra, la piedra, la piedra, 
la piedra siempre agazapada
al final de todos los gestos de la carne del hombre.



III

Rompe el porvenir sus diques de estatuas,
lama que se extiende como un hormiguero verdinegro sobre la sapiencia de los altares devastados,
en el salitre de los muros derruidos aparecen la sombra y el olor de la bestia,
entre el cieno de las inundaciones
los pejelagartos vuelven estúpidamente la cabeza hacia la eternidad
y comen bajo el brillo del sol en sus costados negros.



Nadie pasa, nadie sigue adelante en el reino de tanto movimiento, en la basura de tanta vida, e la creación de tanta muerte.
Dioses dispersos entre las altas yerbas,
restos divinos de un festín humano bajo las hojas enormes del quequeste.
Ya no quedan palabras ni flechas ni la percusión de la maderas,
ni llamados de caracol ni brillo de puntas de lanzas,
sólo estas cabezas como flores monstruosas, erupciones
oscuras y apagadas.



Ahora la verdad aparece con el zopilote,
sus alas negras baten como una lengua negra sobre el silencio de las cabezas de piedra,
y en el ruido de ese aleteo
aparece el nuevo lenguaje,
las frases de la carroña al quitarse su máscara de esclava.



Llueve
y la lluvia es el mito sangrante y blanco de todos los dioses muertos.
El agua escurre sobre las negras cabezas como una palabra perdida de lo que dice,
y después de la lluvia
los pájaros caminan otra vez por el cielo como vigías olvidados,
mientras se abren las puertas del amanecer
con un rechinar de goznes enmohecidos.



IV

Se abre la noche como un gran libro sobre el mar.
Esta noche
las olas frotan suavemente su lomo contra la playa
igual que una manada de bestias todavía puras.



Se abre la noche como un gran libro ilegible sobre la selva.
Los hombres muertos caminan esparcidos en los hombres vivos,
los hombres vivos sueñan apoyando las sienes en los hombres muertos
y el sueño contamina de piedra a sus imágenes.



Se abre la noche sobre ustedes, cabezas de piedra que duermen como una advertencia.



Se detiene la luna sobre el pantano,
gimen los monos.



Allá, a lo lejos, el mar merodea en su destierro, esperando la hora
de su invencible tarea.

Las reglas del juego


Cada uno debe entrar en su propio degüello, cada uno retocando su respiración,
cultivando sus excepciones a la regla, sus moluscos solares,
haciendo sus abstinencias más inclementes y más diáfanas
porque la luz debe romperse allí, la eternidad debe dejar caer un guijarro en ese gemido.

Recuerden la niñez de vuestra madre, la niñez de vuestra muerte;
solitarios del mundo y de todos los deseos,
inoculados por el lagarto y el pájaro que se enfrentan en todas las intenciones de la sangre.
Ustedes han sentido la máscara y la falsificación de la máscara: el rostro
en los invernaderos de las pequeñas, inútiles ceremonias que todavía nos conmueven.

Bajo la luz de una luna parecida a la desnudez de las antiguas palabras,
escuchen este ritmo, esta vacilación de las aguas,
la noche está moviendo sus ruedas oscuras, estas palabras llevan ese significado,
y yo me dejo arrastrar por aquello que quiero decir: aquello que ignoro,
y he aquí que la frase delibera su propio silencio.

Oh noche casual de estas palabras,
oh azar donde la frase regresa a su silencio y el silencio retorna a la primera frase,
en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las primeras estrellas de mar,
y las bestias de la niebla ponen su vaho en los nuevos espejos.

Aquel que diga la primera palabra dejará caer el primer vaso,
aquel que golpee su asombro con violencia verá aparecer el fuego en sus cabellos,
aquel que ría en voz alta será el primero en guardar silencio,
aquel que despierte antes de tiempo sorprenderá a su esqueleto haciéndole señas extrañas a los árboles;
y el mar, como un síntoma interrumpido, vuelve de nuevo a oírse a lo lejos
y en su respiración otra vez escuchamos el ruido de esa puerta que bate azotada por el viento del infinito.

Nace la luna sobre el mar como una antigua mirada del hombre.

En el puerto
se van encendiendo las primeras luces.


Movimientos para fijar el escenario (I, III, V, VII)


I

Para que el Paraíso Perdido pueda salir del sombrero,
y la Historia se desprenda como una máscara de los rostros de los muertos,
es necesario tomar este escenario por asalto.

Consideremos, por principio, la trama que nos rodea.
Más allá de la lluvia, los árboles del parque se buscan el verano en los bolsillos,
y el viento es el plumaje de un pájaro que cada vez que existe se marea,
aún a pesar de las ramas de todos esos árboles, que parecen ponerle un “hasta aquí” al vacío,
más allá o más acá de esta lluvia que sirve de telón al escenario,
donde el mago se quitará el sombrero de copa para inventar que tiene un sombrero de copa,
para inventar que es el mago que toma por asalto el escenario,
donde los rostros de los muertos resbalan como una máscara de cera, que arrastra tras de sí
el curso derretido de la Historia.

Pero aún entonces el Paraíso Perdido bien puede quedarse dentro del sombrero, entre una paloma y un reloj.
La paloma debe salir a investigar si la lluvia ha cesado,
el reloj debe quedarse para marcar el tiempo que la paloma empleará en no regresar nunca.
Y el Paraíso Perdido entre la paloma y el reloj, se transfigura en el pañuelo de colores con el mago,
una vez terminado su número, se sonará las narices.

Delante de los árboles del parque el telón de la lluvia baja lentamente.
Entre el pasto las bestias cabecean embriagadas por la humedad desconocida que, junto con la ausencia de la paloma,
vuelven al interior del sombrero de copa del mago.

La Historia sopla el cuerno de caza,
y el mago nos saluda desde el escenario.


III

Lo que endurece al árbol es el aire quedado en las ramas,
los restos del movimiento de las alas del pájaro y el calor que consienten las nubes al mediodía,
la mano del verano metida entre las hojas como el cuerpo
de un animal que habita sedosamente en la copa del árbol.

No importa si la lluvia propone,
ablandar ese orden que la madurez de los frutos no intercepta, ya que caen al suelo a su rodado tiempo.
El árbol está inmóvil y sin embargo se mueve,
gira y es en su sombra donde encuentra su lecho, su estuche que la luz abre y cierra,
y el aire que se endurece entre sus ramas
bien puede despertar al contacto sedoso del animal parecido a la mano del verano.

Porque se hace sólido, se vuelve rama ese aire, combinación de altura con curva de tierra,
el fruto que es instado a madurar,
debe mostrar el tiempo con su peso en el viento que está inmóvil
dentro de la fragancia,
donde la muerte es breve rechazo ya absorbido.


V

Lo que no desordena, no bebe en sus riesgos.
Abierto está el silencio como una mano entre las hojas de los árboles
como una realidad perdida por el viento.
Quiebre o resurrección para esa rama donde el otoño ha hincado los dientes,
la luz inmóvil para ese Paraíso Perdido a destiempo donde la imaginación
o su imitador, el recuerdo,
se llena de burbujas como los pulmones de un ahogado que desciende.

Todo ha ganado allí sin embargo su obstinación de hueso,
su forma de mano que aun al negarse puede asir, dar molde de posesión a lo que toca.

Quien ya no ama está cuidando su ganado en silencio,
se está sirviendo en silencio su comida en el plato,
y en su recuerdo, al árbol ya no le crecen ramas,
y el aire hace que la transparencia salga a flote sin que la estatua pierda el equilibrio.

Hordas de transparencia pastan alrededor de ese silencio.
Así todo reposa sin que nadie atice la hoguera,
sin que nadie deje que en su interior el árbol tome la forma que el deseo hizo suya al convertirse en puente entre luz y ventana.

Así todo fondeado,
sin que nadie solicite furia mayor por lo que no ha de venir, por lo que no pide ocultamiento.


VII

No es esa luz que sube lo que abajo extrema la sombra,
no es esa luz como un escarceo inmóvil, como una filtración que escurre hacia arriba,
no vaticina, no adelanta, no tiene un pie aquí y otro
en el tiempo que le falta.

A través de esa luz que muy bien puede no estar encendida, la sombra da de sí hasta colmarlo todo,
a través de esa luz desconocida hay un rayo de sombra que sin tocar rechaza.

Romper la cerradura de ese tiempo donde luz y sombra no representan ni se excluyen,
es abrir una puerta que no es repetición ni espacio faltante.

Es sólo una mirada ante su espejo
un rostro que aparece porque puede empañar, borrar con vida todo aquello que no tiene raíz dentro del espejo.
Es sólo el sombrero de copa de un mago, que nos saluda desde el escenario.
Entonces esa sombra tiene su propia luz y como sombra tiene que iluminar,
entonces alguien enumera todo lo reunido, esperando soñarlo algún día.


El azar de las perforaciones


Puse las manos donde mis guantes querían,
puse el rostro donde mi antifaz podía revelármelo;
mi única hazaña ha sido no ser verdadero, mentir con la conciencia de que digo la verdad,
mirar sin aspavientos mi existencia, desfigurada por lo que la hace vivir,
rodeada por lo que tiene de centro, de membrana interior.

He utilizado la palabra amor como un bisturí,
y después he contemplado esa cicatriz verdosa que queda en lo amado y en el amante,
y esa cicatriz verdosa brilla también en estas palabras,
y en mi mirada también pueden sentirse los bordes carnosos y finos
de esa cicatriz, de esa estrella sin fuego.

La noche ha pasado hacia el mar,
ha pasado llevándose mis antiguas estatuas,
y yo vi cómo borraba también el burbujeante silencio de los conspiradores,
de los héroes que extraviaron su heroísmo al nacer, al ser héroes por primera o por última vez.
La noche se desliza entre los barcos anclados,
y el gran velo del trópico, como un cuerpo a la deriva, cae sobre nosotros;
cae con lentas oleadas de insectos, y el calor es una lengua obscena
que lame por igual los cuerpos de los vivos y de los muertos.

Vuela la noche sobre el mar y del mar regresan los últimos pájaros,
la luz de los faros se unta a la dureza de esas aguas oscuras, se extiende sobre ese ritmo arrebatado a otra vida,
y con un movimiento impreciso, el sueño de la tierra
levanta los remos.

¿Dónde podría yo estar diciendo la verdad?
¿De qué antifaz arrancaría yo mi rostro para probar el dolor de mi mentira?
¿De qué rostro arrancaría yo mi antifaz para probar la tela de mi vida, 
la gran envoltura de lo que me rodea?
Pero la vida es la gran respiración de la muerte,
el ruido de las pisadas de nuestras propias hormigas.

Se hunde la noche en los rostros y en las palabras,
el trópico extiende sus calientes y húmedas mantas sobre mi corazón.,
y una respiración pausada de agua podrida, una fresca dulzura de sapos, envuelve a las cosas.
Y es el vaho de la piedad, la gran religión del desacuerdo con el amor y con las macizas exploraciones del odio,
lo que enciende sus lámparas veladas, sus frases veladas, sus caricias veladas.

Y yo toco aquello que tal vez me corresponde, que tal vez me alimenta, que tal vez me devora;
yo palpo la dureza y la blandura de mi alma, no con mis manos
sino con mis guantes; mis falanges de cuero, mis uñas de gamuza exploran la verdad
como una apariencia temporal de la mentira, y exploran la mentira como un túnel
por donde hacemos pasar la verdad.
Todo yo me sorprendo, todo yo me designo;
este descubrimiento es ventajoso, mis manos no existen, existen mis guantes,
las aguas de la Historia me llegan a los labios, me suben a los ojos,
son el caldo de cultivo apropiado para interrogar dentro de él a Dios,
la bañera donde los enfermos cabecean confundidos con su enfermedad,
donde los héroes respiran dolorosamente confundidos con sus estatuas.

Mis guantes exploran mis manos,
en la humedad del trópico exploran la sequía deslumbrante del desierto,
palpan los grandes glaciares entrando en el océano con la serenidad de las grandes catástrofes.
Las hojas podridas se enternecen con esta exploración, los mosquitos escoltan el anochecer,
la realidad se desviste en sus lámparas.

La noche baja al mar, en los manglares de detiene la luna,
¿quién oye ese rumor de insectos en la caliente y húmeda noche?
¿Quién oye ese rumor de cuerpos encontrados en la memoria, en el sudor del alma, en el chasquido de la nada?

Esta indagación sólo podrá ser realizada por el artificio,
el antifaz irá trasplantando el rostro, los guantes tendrán a su cargo la creación de las manos,
la mentira abrirá un túnel bajo lo que llamamos real, pondrá en entredicho la dureza de ese piso.
Sólo así mi tacto será más vivo,
y mi respiración dará menos vueltas para encontrarse con mi alma,
o con aquello que pregunta por mí, si es que algo pregunta por mí.

¿Quién escucha este zumbido de insectos en la caliente y húmeda noche?

También la luz de los faros ha sido contagiada por el rumor inarticulado de esas aguas, por lo corrosivo de ese movimiento.

Pero hay un rumor de remos, hay un rumor de remos;
debemos escucharlo con atención.

Memoria


He vuelto al sitio señalado, a tu rastro de aguas amargas;
el atardecer ha caído al fondo del mar como un pecho muerto
y una campana da la hora cubriéndome de espuma.

Vuelvo a ti,
el otoño y el grillo se unen en la victoria del polvo.
Vuelvo a ti, vuelves a la caída, al primer acto.

Te levantaste de tus ojos con un golpe de amor en la frente,
con una piel de yerba que la mañana quería.
Te levantaste envuelta en tu tiempo,
todavía no arrollada por tu desnudez, por tu boca que se convierte
en una caída de hojas que el bosque padecerá oscureciéndose.

Te levantaste de lo que sabías,
de lo que olvidabas como se olvida la lanzada del mar
y un día nos despierta su ruido profético.
Te levantaste de tu frente
que era el horizonte elegido por la noche para su desembarco.

Yo esperaba, la noche se abría como un abanico de humo y conjuraciones
el rey muerto que llevamos dentro
se rió en el fondo de su ataúd de lodo.

Yo esperaba. Oía el retroceso, lo repentino del avance.
Nombraste mi pecho con un esguince nocturno,
la luz hacía en tus ojos su tarea oscura,
de pronto me miraste, ¿desde dónde?
¿Desde tus ojos que me veían o desde tus ojos que no me veían?
Y naciste bajo tu desnudez con un movimiento de agua y recuerdos.

A la hora del enlace de cuerpos, a la hora del brindis,
a la hora de la lágrima plantada en el jardín prohibido,
en la nada promiscua de las historias olvidadas,
en una brusca pregunta, en las conversaciones fatigadas,
en el modo como te quitaste los guantes:
—¿Te acuerdas?— dijiste avanzando.

Ese obsequioso silencio, esa pausa levanta polvo en tu corazón.
El tiempo reunido en una mano, en un guante que cae haciendo señas
por una ladera de palabras dormidas.

—¿Te acuerdas?— dijiste.
La palabra, el movimiento de la carne sobre el pecho de la tierra,
el idioma que la noche deja caer en los ojos como un puñado de piedras preciosas,
piedras que se convierten en guantes que caen.

Fruto prohibido y dieta recomendada por hábitos nuevos.
La mentira bosteza engordando,
el cansancio estira su lengua para cantarnos al oído.
La noche despierta en el muladar que los locos heredan,
la luz de mercurio petrifica en las calles gestos olvidados;
yo miro la ciudad desde la terraza,
la luz de los autos hundiéndose en el irremisible momento,
en el tiempo que aún sostengo con un vaso en la mano,
en el tiempo que despide tu rostro naciendo,
en el tiempo que hace del movimiento y la caída
el sólo momento.

—¿Te acuerdas?— dijiste.
Respiraste tendida, tus ojos se cerraron en la llegada del mundo.

La noche llegó en tu corazón, tú regresaste.
Rastro de alas dolorosas, de límites caídos al agua.

—¿Te acuerdas?— dijiste quitándote los guantes.

—¿Te acuerdas?— dijiste abriendo los ojos.



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