(Ponce, 1902)
Hombres descalzos
Grávida luz, me hiere tu silencio;
quéjate, grita, rómpeme la sangre
con un feroz escalofrío.
Será la muerte, sí, pero no importa.
¡Morir hasta que el mundo resucite!
Morir hasta que sean en el mundo
los hombres recorriéndolo descalzos:
¡la humanidad por fin enriquecida!
Hombres descalzos;
por su planta desnuda, justos, buenos.
Hombres que al ir andando en carne viva.
sintieran el dolor de cada hombre
latir en cada piedra que rozaran;
sintieran cada gota de rocío
temblar a cada sed, a cada lágrima,
morir a cada muerte, y gota a gota,
encadenando así nuevos rocíos.
Hombres descalzos;
por su planta desnuda,
sobre la tierra lentos y seguros,
como una enredadera sorprendente,
como si Dios sus águilas postrase,
y fueran en el mundo las palomas.
No me dejes, amor, en la añoranza...
No me dejes, amor, en la añoranza.
Dame, por fin, seguro y alto vuelo.
Desarráigame, fíjame. Recelo
que aquí no lograré paz ni bonanza.
Mi sed inextinguible se abalanza
y busca un ancho río, paralelo
de un mísero y exhausto riachuelo.
¡Amor! Sacia mi sed; dame pujanza
para volcarte en molde sin orillas.
¿Por qué, por qué te ciñes y encastillas
cuando posees fuerza de coloso?
Quisiera derramar esta ternura,
que rebasa mi pecho, en la mesura
de un pecho inmensamente generoso.
¡Oh buen amor!
¡Oh, ternura divina siempre en llamas!
¡Oh buen amor, paciente, generoso!
Llegas a mí, brindándome reposo;
no me impones tu afán, porque me amas.
¡Oh ternura divina! De tus ramas
presiento el florecer maravilloso.
Tú quieres que yo sea fruto hermoso,
cosecha de tu huerto. Me reclamas.
Escucho conmovida la voz tuya.
Me llega triste; no le doy consuelo;
rechazo su dolor y su agonía.
Perdóname, Señor. Cuando destruya
las ansias que me clavan en el suelo,
entonces iré a Ti sin rebeldía.
¡Si yo no pido tanto!
¡Si yo no pido tanto!
Amor es lo que pido.
Briznas de amor para esta sed del mundo,
tan grande y tan sumisa.
Un diminuto amor, pero constante,
que dé su mano al que su mano tienda,
que limpie las miradas y los ojos
llene de dulcedumbre.
Algo de amor en esos corazones
que no aman a los niños,
que son capaces de cegar a un pájaro,
de aplastar las hormigas.
Algo de amor; apenas un murmullo
de amor en cada pecho de criatura
hacia todos los seres,
hacia todas las cosas.
¡Si yo no pido tanto!
Briznas de amor para esta sed del mundo.
Te busco y no te encuentro...
Te busco y no te encuentro. ¿Dónde moras?
¿Lates sin realidad? ¿Eres un mito,
una ilusión, un ansia de infinito?
Y si amaneces, ¿dónde tus auroras?
¿En qué tiempo sin tiempo van tus horas
desgranándose plenas? ¿Nunca el grito
humano dolor quiebra el bendito
silencio que te envuelve? ¿Nos ignoras?
Partículas de ti fueron llegando;
mi mar inquieto se convierte en río;
hay trinos en el aire, canta el viento.
Canta la vida toda. Por fin siento
que estés, pero, dime, dime: ¿cuándo
puedo saberte para siempre mío?
Tú sabes
(...) Aunque me sepas, ¡mírame!
¿Y si yo no pudiera?
¿Si al buscarme,
me desmoronara. los desconociera,
¡tus ojos, ellos, sobre mí, como una brizna de calor!
y dejáramos de ser?
Ellos, sobre el mundo.
No nos importará repasar el camino,
andarlo y andarlo.
No me importará.
Ni la noche. Ni el mar que nunca duerme.
Ni ese dolor difuso de las cosas.
Ni un casi aliento imperceptible de espacios vacíos.
Ni ese tu «poco más» al que temo y abrazo
con todas mis fuerzas,
como si fuera un zumo mío que yo quisiera exprimir
para fugar en él
toda esta carne dolorosamente viva,
todo este corazón, miembro a miembro, ganado.
Porque era meta deseada y única!
Pero mi corazón está aquí, sin ellos, ¡mío!,
dándome soledad,
retorciéndose a cada muerte, a cada engaño,
queriendo engendrarse hijos que no se le mueran,
y odiándome porque se los destruyo si los nace.
se los destruyo después de haberlos amado
hasta preferir que mueran.
El sentirlos vivir es esta angustia, Señor,
esta extrañeza de mí, de los otros, del mundo,
es lo que balbuceo enajenada:
lenguaje del primer hombre que ya quiso desprenderse.
Tú venías
Tú venías.
Sobre un mar infinito de lumbre venias soñando.
Y en tus ojos, despierta, venia la flor en su nieve.
Tantos pájaros eran contigo, que arpegios gozosos
imantaron la seca llanura, ¡y todo fue vuelo!
Fue en el aire canción de azucena tejiendo su encaje.
Fue una danza de luz en espigas fervientes, despacio.
Fue clamor de rocíos abiertos a grávidas lunas
que soñaban tu aurora imposible, tu ansiado rescoldo.
Pude verte, sin ti, junto al eco de aquella «fontana»,
tu «bendita ilusión» abrazándote ya sin huida.
¡Pude verte!
Qué umbral te retrajo de mí? ¡Qué desiertos
sobre el mundo mis ojos, poetas! Y, oí tu mirada.
La escuché, derrotando caminos, abriéndome cauces
donde ardía la gota de agua, minúscula, y firme,
donde todo, la tierra y el cielo, mi nombre y tu mano,
era, ¡y eran! por ser con ternura de rosa y de nieve.
Uno a uno se alzaron los nidos.
¡Uno a uno! ¡Qué amor en tus ojos, poeta, qué amor!
¡Cuántos pájaros eran volándote!
Y venías.
Sobre un mar infinito de lumbre venías soñando.
Vergüenza
(Ante una muerte)
Cae tu muerte en mi corazón, llenándolo de vergüenza.
Le grito a mi corazón: «¡Nunca!»
Pero él levanta una nota y me contesta:
«Siempre», murmuro. «¡Siempre!»
El eco repite sobre el mundo: «¡Siempre, siempre!»
y todos los poetas,
con tu muerte doliéndoles, avergonzándolos,
responden: «¡Siempre!»
Porque, mientras tú morías,
mientras tus manos que morían aún intentaban volar
todos los poetas abrazaban su canción.
¡Y oyeron su vergüenza!
La oyeron viva, con sangre y nervios,
como humana criatura
contra humana criatura.
Y esa vergüenza gritó señalándonos:
«¡Vosotros!»
No, no pudimos huir:
espigas, árboles, flores, se desbordaron,
una pared de alas se amontonó.
Senderos y caminos,
el mar,
enredaderas azules,
el agua de las fuentes,
luchaban, se oponían.
¡Amor! ¡Amor!
«¡Vosotros!»
Fue inútil; no, no pudimos huir:
notas, notas, notas, cubriéndonos, amarrándonos.
Nuestra muerte diaria,
¡qué parecida a la tuya!
¡Perdónanos!
Ya que como tú, mientras morimos,
aún nuestras manos intentan morir.
Y la pequeña sombra se hará más descuidada
Seré para mí lo que otros fueron.
Y mi mano impiadosa no me mitigará.
Ni mis ojos sabrán verme.
Ni dulzura me daré sin regateármela.
Y me arrancaré toda moneda y toda luz.
Me haré pobre con el designio milenario
de la maldad del mundo.
Apretaré mis manos que lucharán por desasirse.
Cerca, el mar, acechará algo muy querido.
Y soñaré que grito y no gritaré.
Y gritaré más hasta romperme el corazón de angustia,
hasta poder ver mis manos cómo salen de sí mismas.
Muchas manos veré mientras las mías quedan atadas.
Y con tremenda lentitud volveré a quererlo.
A querer mis manos dos y libres,
dispuestas a mi voluntad, obedientes.
Cerca, el mar, por primera vez sin horizonte y sin color,
Su color estará en las manos que me dejan.
Que las que queden conmigo no tendrán color,
como el mar.
Y las convertiré en ávidas e impiadosas,
en capaces de ahogar algo muy querido.
Una pequeña sombra blanca y sumisa
seguirá junto al mar.
El mar me pedirá su color y yo se lo negaré.
Y la pequeña sombra se hará más descuidada.
Volveré a querer mis manos dos y libres.
Y ellas seguirán atadas como las manos de los muertos.
Pero las manos de los muertos se liberan.
Las libera Dios que retrocedió el mar.
Así liberará Él las mías,
que quedarán dos y libres.
Y aquellas que salieron de mí me perdonarán
porque serán perdonadas;
por toda moneda que les robé,
por toda luz que les mentí.
Y sonreirán ante las manos suyas obedientes
que sufrieron atadas hasta que Dios las separó.
Lejos, el mar.
Lejos, el designio milenario
de la maldad del mundo.
Cerca, mis manos, dos y libres,
generosas, azules, obedientes.
Y, otra vez, ¡el horizonte!
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