(12 de agosto de 1920, Tolú, Colombia - 11 de abril de 2002, Bogotá, Colombia)
LÍMITE Y RESPLANDOR
Algo me fue negado desde mi comienzo,
desde mi profundo conocimiento.
Y he velado dulcemente
sobre las espadas que segaron mi luz.
Con nocturno rostro me he alzado
a batallar en el esplendor de mis dormidas normas,
con el pavor de mi júbilo primero
y en otra sombra abatida he pronunciado mi nombre,
mi tremendo, mi orgánico nombre,
mi nombre de filo y de simiente
bajo el sueño de un ángel.
Mis apetitos totales he derramado
como un tributo de reconocimiento,
mi olfato y mi tacto como duros presentes.
Mis olvidados sacrificios he reunido,
mis anteriores fuerzas,
mi casto furor,
mi más antiguo y añorado fuego.
Y he aquí que todas mis potencias
no logran arribar al límite de lo perdido.
En otra edad dichosa
mi palabra fue herida de terrestre amargura.
desde mi profundo conocimiento.
Y he velado dulcemente
sobre las espadas que segaron mi luz.
Con nocturno rostro me he alzado
a batallar en el esplendor de mis dormidas normas,
con el pavor de mi júbilo primero
y en otra sombra abatida he pronunciado mi nombre,
mi tremendo, mi orgánico nombre,
mi nombre de filo y de simiente
bajo el sueño de un ángel.
Mis apetitos totales he derramado
como un tributo de reconocimiento,
mi olfato y mi tacto como duros presentes.
Mis olvidados sacrificios he reunido,
mis anteriores fuerzas,
mi casto furor,
mi más antiguo y añorado fuego.
Y he aquí que todas mis potencias
no logran arribar al límite de lo perdido.
En otra edad dichosa
mi palabra fue herida de terrestre amargura.
Rostro en la soledad, 1952.
Verano
Me iré de mañanay buscaré un color lila sobre el campo
y me detendré bajo un árbol grande
a contarme,
hasta lograr sumas musicales,
los diez dedos de mi mano.
Y miraré las hormigas royendo un zapato
mientras los saltamontes
fabrican, élitro por élitro,
el zumbido del día.
Súplica de amor
Por mi voz endurecida como una vieja herida;
por la luz que revela y destruye mi rostro;
por el oleaje de una soledad más antigua que Dios;
por mi atrás y mi adelante;
por un ramo de abuelos que reunidos me pesan;
por el difunto que duerme en mi costado izquierdo
y por el perro que lame los pómulos;
por el aullido de mi madre
cuando mojé sus muslos con un vómito oscuro;
por mis ojos y mis dedos culpables de todo lo que existe;
por la gozosa tortura de mi saliva
cuando palpo la tierra digerida en mi sangre;
por saber que me pudro:
ámame.
La casa entre los robles
A un ruido vago, a una
sorpresa en los armarios,
la casa era más nuestra,
buscaba nuestro aliento
como el susto de un niño.
Por sobre los objetos era un
dulce rumor,
una espina,
una mano
cruzando las alcobas y
encendiendo su lumbre
furtiva en
los rincones.
El sonido de un hombre, el
retrato,
el reflejo del aire sobre el
pozo
y el día con su firme
venablo sobre el patio.
Más allá las campanas, el
humo de los cerros
y en un dulce y liviano
confín, entre la brisa,
el pájaro y el agua
levemente cantando.
Todos allí presentes,
hermano con hermana,
mi madre y la cosecha,
el vaho de las bestias y el
rumor de los frutos.
Adentro, el sacrificio
filial de la madera
sostenía la techumbre.
Una lluvia invisible mojaba
nuestros pasos
de tiempo rumoroso, de
fuerza,
de
autoridad y límite.
Pasaba el aire suavemente,
buscaba sombras,
voces que derramar,
respiraba en los lechos,
dejaba entre los rostros
su ceniza dorada.
Era entonces el día de
hojas, de potente zumbido,
el día para el cántaro, la
miel y la faena.
Como un don de reposo
llegaba a nuestro cuerpo
la noche con su carga de
remotas espigas.
Nuestro pan, de anhelado
resplandor,
nuestro asombro
y las lámparas derramando
sus ángeles
sin prisa en
los espejos.
Como un hombre que anhelara
su parte,
su sitio en nuestra mesa,
el viento dulcemente flotaba
en los manteles.
La quietud de los muebles,
las voces, los caminos,
eran todo el silencio de la
noche en el mundo.
Llenando de inaudible
presencia las paredes,
habitando las venas de pie
frente a las cosas.
Buscaban nuestras manos un
calor circundante
e indagaban los ojos otra
piel impalpable.
Algo de Dios, entonces,
llegaba a las ventanas,
algo que hacía más honda la
casa entre los robles.
Creatura encendida
No es solamente el flujo de
la tierra
lo que ha de herir el vidrio
de mis ojos.
No es este gasto de sudor y
lodo
ni esta ceniza que me puso
un nombre
lo que he de combatir y me
combate.
Es mi propia creatura, mi
sonido de siempre,
mi forma de estar vivo
aunque no tenga
un cuerpo qué gastar
o un tacto entre los dedos.
Es esta furia mía de saberme
encendido,
de tener claridad,
de ser zumbido,
silbo de Dios,
silueta diferente.
De estar dentro de mí
constituido
para seguir arando sin
arado,
para seguir tejiendo sin
aguja,
para tener un poco de mi
ruido
disperso en un rincón o en
un suspiro.
Es esta firme cantidad de
esencia
para sufrir, para escanciar
destino,
esto que me suplica y me
conoce,
que madura mi luto desde
siempre.
Este saber que no hay
descanso,
ni agua para apagarse,
ni polvo que nos cubra ni
deshaga.
Somos esto, sepamos, somos
esto,
esto terrible y encendido y
cierto:
algo que tiene que vivir y
vive
por siempre sollozando pero
vivo.
Cantilena del desterrado
Me pusieron mi ropaje de
vísceras
y luego me dijeron:
camina, escucha, dura,
ganarás la lumbre de cada
día con el sudor de tu alma.
Y héme aquí con un poco de
barro semoviente,
con veinticuatro horas de
jornal o de sueño,
con sesenta minutos en cada
órgano, con sesenta segundos de tic-tac en las venas.
Héme aquí con un poco de
risa, de estupor y de sombra.
Haciendo mi tarea,
haciendo como que hago,
como que vivo o muero.
Como que soy igual, distinto
o parecido,
a aquel que me saluda, me
tropieza o me nombra.
Héme aquí con mis días,
mis semanas, mis meses,
metidos en cintura.
Jugando a mis tendones.
Con una abeja simple
fabricando mi mocus.
Con mis botones aferrados
para cubrir el vello y el
hedor de mis nervios.
Héme aquí con mis lunares y
mis letras.
Mi nombre no concuerda ni
importa,
ni hace el caso en el hondo
paladar de estar vivo,
de atrás,
de aquellos que molieron su
muerte
y se volvieron cal y fuerza
entre mis huesos.
Yo no pido respuestas o ladridos.
Yo no quiero una cláusula
que me limpie las uñas.
Yo nada quiero, nada,
sino llegar, mirar, olfatear
y después
dejar que otros deshagan,
con su furia de vivos,
mi paladar, mi huella, mi
sangre y mi camino.
LOS DESPLAZADOS
Llegaban en montón duros y
solos.
Con harapos de sueño,
con quijadas de vaca
bramando entre sus ojos.
Llegaban en montón y estaban
solos.
La mujer con su esposo entre
las uñas.
El hombre con su madre y con
sus hijos
nadando en su saliva y en su
vientre
y el niño sin saber de sus
pupilas
entre tanto estupor
desmemoriado.
Sentían, sin mirar las
azoteas,
las múltiples ventanas,
el ovillo de luces,
el camino que olvida su
terrón
y se vuelve oficina y puerta
seca,
cemento, sin sabor y
policía.
Llegaban desde atrás,
desde ellos mismos:
de la siembra quemada,
del monte que se hunde hoja
por hoja,
madera con estruendo,
piedra con llaga y diente
con blasfemia
y se vuelve con rabia contra
el hombre
y le muerde la casa
y le arranca el cabello
y le rompe su atrás y su
delante
y le llena los dedos de
preguntas,
de furor y preguntas
degolladas.
Cada uno era un grito,
un terrible silencio que
miraba
lleno de toro y sol
crucificado.
Cada uno estaba solo,
solo con él,
sin nadie entre sus huesos.
Todo lo que fue día,
siembra, abrazo,
lecho y fatiga, lámpara y
amigo,
estaba entre sus pechos
destrozado.
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