miércoles, 2 de mayo de 2018

POEMAS DE HECTOR ROJAS HERAZO


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(12 de agosto de 1920, Tolú, Colombia - 11 de abril de 2002, Bogotá, Colombia)

LÍMITE Y RESPLANDOR

Algo me fue negado desde mi comienzo,
desde mi profundo conocimiento.
Y he velado dulcemente
sobre las espadas que segaron mi luz.
Con nocturno rostro me he alzado
a batallar en el esplendor de mis dormidas normas,
con el pavor de mi júbilo primero
y en otra sombra abatida he pronunciado mi nombre,
mi tremendo, mi orgánico nombre,
mi nombre de filo y de simiente
bajo el sueño de un ángel.
Mis apetitos totales he derramado
como un tributo de reconocimiento,
mi olfato y mi tacto como duros presentes.
Mis olvidados sacrificios he reunido,
mis anteriores fuerzas,
mi casto furor,
mi más antiguo y añorado fuego.
Y he aquí que todas mis potencias
no logran arribar al límite de lo perdido.
En otra edad dichosa
mi palabra fue herida de terrestre amargura.
Rostro en la soledad, 1952.


Verano

Me iré de mañana
y buscaré un color lila sobre el campo
y me detendré bajo un árbol grande
a contarme,
hasta lograr sumas musicales,
los diez dedos de mi mano.
Y miraré las hormigas royendo un zapato
mientras los saltamontes
fabrican, élitro por élitro,
el zumbido del día.



Súplica de amor 


Por mi voz endurecida como una vieja herida;
por la luz que revela y destruye mi rostro;
por el oleaje de una soledad más antigua que Dios;
por mi atrás y mi adelante;
por un ramo de abuelos que reunidos me pesan; 
por el difunto que duerme en mi costado izquierdo
y por el perro que lame los pómulos;
por el aullido de mi madre
cuando mojé sus muslos con un vómito oscuro;
por mis ojos y mis dedos culpables de todo lo que existe;
por la gozosa tortura de mi saliva
cuando palpo la tierra digerida en mi sangre;
por saber que me pudro: 
ámame. 



La casa entre los robles


A un ruido vago, a una sorpresa en los armarios,
la casa era más nuestra, buscaba nuestro aliento
como el susto de un niño.
Por sobre los objetos era un dulce rumor,
                                    una espina, una mano
cruzando las alcobas y encendiendo su lumbre
                                   furtiva en los rincones.
El sonido de un hombre, el retrato,
               el reflejo del aire sobre el pozo
y el día con su firme venablo sobre el patio.
Más allá las campanas, el humo de los cerros
y en un dulce y liviano confín, entre la brisa,
el pájaro y el agua levemente cantando.

Todos allí presentes, hermano con hermana,
mi madre y la cosecha,
el vaho de las bestias y el rumor de los frutos.

Adentro, el sacrificio filial de la madera
sostenía la techumbre.


Una lluvia invisible mojaba nuestros pasos
de tiempo rumoroso, de fuerza,
                                    de autoridad y límite.


Pasaba el aire suavemente, buscaba sombras,
                                                    voces que derramar,
respiraba en los lechos, dejaba entre los rostros
                                                     su ceniza dorada.


Era entonces el día de hojas, de potente zumbido,
el día para el cántaro, la miel y la faena.

Como un don de reposo llegaba a nuestro cuerpo
la noche con su carga de remotas espigas.
Nuestro pan, de anhelado resplandor,
nuestro asombro

y las lámparas derramando sus ángeles
                                   sin prisa en los espejos.
Como un hombre que anhelara su parte,
su sitio en nuestra mesa,
el viento dulcemente flotaba en los manteles.

La quietud de los muebles, las voces, los caminos,
eran todo el silencio de la noche en el mundo.

Llenando de inaudible presencia las paredes,
habitando las venas de pie frente a las cosas.

Buscaban nuestras manos un calor circundante
e indagaban los ojos otra piel impalpable.

Algo de Dios, entonces, llegaba a las ventanas,
algo que hacía más honda la casa entre los robles.


Creatura encendida

No es solamente el flujo de la tierra
lo que ha de herir el vidrio de mis ojos.
No es este gasto de sudor y lodo
ni esta ceniza que me puso un nombre
lo que he de combatir y me combate.
Es mi propia creatura, mi sonido de siempre,
mi forma de estar vivo aunque no tenga
un cuerpo qué gastar
o un tacto entre los dedos.

Es esta furia mía de saberme encendido,
de tener claridad,
de ser zumbido,
silbo de Dios,
silueta diferente.
De estar dentro de mí constituido
para seguir arando sin arado,
para seguir tejiendo sin aguja,
para tener un poco de mi ruido
disperso en un rincón o en un suspiro.
Es esta firme cantidad de esencia
para sufrir, para escanciar destino,
esto que me suplica y me conoce,
que madura mi luto desde siempre.
Este saber que no hay descanso,
ni agua para apagarse,
ni polvo que nos cubra ni deshaga.
Somos esto, sepamos, somos esto,
esto terrible y encendido y cierto:
algo que tiene que vivir y vive
por siempre sollozando pero vivo.


Cantilena del desterrado

Me pusieron mi ropaje de vísceras
y luego me dijeron:
camina, escucha, dura,
ganarás la lumbre de cada día con el sudor de tu alma.
Y héme aquí con un poco de barro semoviente,
con veinticuatro horas de jornal o de sueño,
con sesenta minutos en cada órgano, con sesenta segundos de tic-tac en las venas.
Héme aquí con un poco de risa, de estupor y de sombra.
Haciendo mi tarea,
 haciendo como que hago,
como que vivo o muero.
Como que soy igual, distinto o parecido,
a aquel que me saluda, me tropieza o me nombra.
Héme aquí con mis días,
mis semanas, mis meses, metidos en cintura.
Jugando a mis tendones.
Con una abeja simple fabricando mi mocus.
Con mis botones aferrados
para cubrir el vello y el hedor de mis nervios.
Héme aquí con mis lunares y mis letras.
Mi nombre no concuerda ni importa,
ni hace el caso en el hondo paladar de estar vivo,
de atrás,
de aquellos que molieron su muerte
y se volvieron cal y fuerza entre mis huesos.
Yo no pido respuestas o ladridos.
Yo no quiero una cláusula que me limpie las uñas.
Yo nada quiero, nada,
sino llegar, mirar, olfatear y después
dejar que otros deshagan, con su furia de vivos,
mi paladar, mi huella, mi sangre y mi camino.

LOS DESPLAZADOS


Llegaban en montón duros y solos.
Con harapos de sueño,
con quijadas de vaca bramando entre sus ojos.
Llegaban en montón y estaban solos.
La mujer con su esposo entre las uñas.
El hombre con su madre y con sus hijos
nadando en su saliva y en su vientre
y el niño sin saber de sus pupilas
entre tanto estupor desmemoriado.
Sentían, sin mirar las azoteas,
las múltiples ventanas,
el ovillo de luces,
el camino que olvida su terrón
y se vuelve oficina y puerta seca,
cemento, sin sabor y policía.
Llegaban desde atrás,
desde ellos mismos:
de la siembra quemada,
del monte que se hunde hoja por hoja,
madera con estruendo,
piedra con llaga y diente con blasfemia
y se vuelve con rabia contra el hombre
y le muerde la casa
y le arranca el cabello
y le rompe su atrás y su delante
y le llena los dedos de preguntas,
de furor y preguntas degolladas.
Cada uno era un grito,
un terrible silencio que miraba
lleno de toro y sol crucificado.
Cada uno estaba solo,
solo con él,
sin nadie entre sus huesos.
Todo lo que fue día, siembra, abrazo,
lecho y fatiga, lámpara y amigo,
estaba entre sus pechos destrozado.

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