jueves, 3 de agosto de 2017

POEMAS DE THOMAS KINSELLA

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(4 de mayo de 1928, Inchicore, Irlanda)

Wyncote, Pensilvania: Glosa


Un sinsonte, posado en una rama
tras la ventana donde escribo,
engulle un fresco brote carmesí,
se sacude unas pocas gotas
lustrosas de su ala, y sale
al encuentro del cielo anubarrado.

Otra tormenta que se acerca.
Bajo esa luz de cobre
mis papeles parecen luminosos.
Y yo debo ponerlos desde ahora
bajo un cuidado aún más atento.


Confines de la tierra

Olí el extraño Atlántico
Finistère....
                      Finisterre....

La superficie del mar se oscureció. La tierra a mis espaldas,
y  todas sus células y cistas, se oscurecieron.
Desde una roca pelada sobre la cúspide del mojón de piedras
espié el horizonte hacia el noroeste
y sentí esa minúscula imperfección nuevamente.
Donde el último rayo hundido se retiraba.
Un punto de luz.

Un gusano de lo posible
meneándose desde la espina dorsal
deslizándose hacia el cerebro.

Vacilamos ante ese mar más ancho
pero nuestras cabezas cantaron con propósito
y paz predadora.

¿ De quién era ésta sangre excitada que
busca torpemente nuestros movimientos?
 ¿ De quién este hambre fantasmal
que atraviesa los túneles de nuestros pensamientos llenos de pasajes
que huelen a muerte y arcilla  y  débiles metales
y grandes piedras en la oscuridad?

A  corta distancia en  la bahía
el fuerte oleaje nos tomó  a su merced,
grises, agitadas pendientes de agua
deslizándose  debajo nuestro, desmoronándose,
arrastrándose  hacia adelante, gigantescas.

Empujados mar adentro durante un día y una noche
nos sostuvimos con firmeza, entumecidos por la constante 
fuerza del viento oceánico.
Nos acercamos el uno al otro, como si fuéramos uno,
y nos volvimos hacia adentro, el caos salino
rodando en silencio a nuestro alrededor,
y escuchamos a nuestras propias bocas
mascullando en el ardor provocado
por las pequeñas gotas de agua marina:

Viento maléfico estate quieto
dulce madre 
sobre las salvajes aguas 
derrama paz


la que nos dio nuestro descontento
la que encontramos y desencontramos
en cuya sombra anhelante 
erigimos nuestros  soportes
y nos asentamos satisfechos
y construimos y estamos todavía
insatisfechos, cuya mirada desorbitada
y  sagrado aullido  hemos raspado
mudos sobre  placas de piedra
remolinos de agua abriéndose sobre
remolinos de aguas que se cierran
y bailes taladrados en la piedra
en espiral ángulo y rulo
ondas de río  rampa de  tierra
círculo del sol  curva de la luna...
en cuyo generoso favor alimentamos nuestro hambre
desenraizados y llegamos
en el infierno de la ballena
                                 garganta de vendaval
hoyo de sal
                            oscuridad en ningún lado
reina de la  calma
                          derrama paz
La pesadilla concluyó finalmente.
En la mañana, bajo una brisa soleada,
cabos desnudos se elevaron frescos desde las olas.
Penetramos una bahía profunda, abierta
a todas la corrientes del océano.
Estábamos meas allá de lo que nadie había estado 
y mareados por el agotamiento y el alivio
-- tres veces calculamos equivocadamente y casi fuimos empujados
sobre la misma roca.

                                    ( Yo había sentido todo esto  antes)
Timoneamos a lo largo de una pared de piedra
y penetramos un  tranquilo corredor de roca en el que resonaban
los ecos de las olas y nuestras voces bajas.
Yo me paré en la proa. Nos acercamos cuidadosamente a una pendiente de                                   
                                                                                                              /piedra.

Me sujeté. "Padre nuestro..." alguien dijo
y hubo pequeñas risas. Estuve parado
buscando  por un momento las palabras correctas.
Ellos se callaron. Elegí una vez más las viejas palabras
y descendí del barco. Al recibir el impacto sólido
un poder soñador se soltó en la base de mi espina dorsal
y se desenredó  deslizándose hacia arriba a través de mi médula.
El agua marina fluyó sobre la roca, retirándose
con un siseo femenino, tirando de mi talón.
Mi lengua se trabó.

¿ Quién
          es un aliento
que hace el viento
que hace la ola
que hace ésta voz?

¿ Quién
      es el toro de las siete cicatrices
el halcón sobre el acantilado
el salmón hundido en el charco de agua
el charco hundido en su tierra
la furia del animal
la fibra de la flor
una lagrima de el sol?

¿Quién
   es la palabra que pronunciada
   libera la lanza
         y derrama el terror
 enciende la chispa
         y se  quema en el cerebro?

Cuando  los hombres se reúnen en la colina
mudos como   piedras en la oscuridad 
                 (la embarcación golpeaba detrás mío)
¿Quién es el hombre de toda luz?
¿ Quién se dirige de lleno hacia
las interesantes condiciones de la luna?
¿Quién toquetea el hoyo hundido del sol?:
   ( Yo fui hacia adelante, extendiendo la mano)

-Versión Merceditas Lennon, Esteban Moore-


Lágrima


Me hicieron entrar a verla.
Un fleco de cuentas de azabache
tintineó en mis oídos
al traspasar la cortina.

Me envolvió una penumbra morada.
Mi corazón se contrajo
ante el olor de órganos en desuso
y un riñón putrefacto.

El negro delantal donde solía
hundir mi cara
estaba doblado al pie de la cama
en la última y tenue luz de la ventana.

(Ve y dile adiós)
y fui empujado
hacia abismos insondables.
Me paré delante de ella.

Miraba el techo fijamente
y se empolvaba una mejilla, distraída,
reclinada contra el espaldar,
descansando hasta el próximo ataque.

Las mantas estiradas
casi hasta su boca,
que las líneas de mal genio
subrayaban todavía. Su cabello gris

suelto igual que el de una joven,
por toda la almohada,
mezclado con las sombras
que le cruzaban la frente

y en la boca y los ojos, como una red,
sujetando su cabeza contra la cama
y cayendo enmarañado hacia la sombra
que carcomía el piso a mis pies.

No me podía mover al principio, ni lo deseaba,
por miedo a que pudiera darse vuelta y me indicara
(la madre de mi padre)
con voz apremiante

—con algún feroz susurro lisonjero—
que me escondiese una última vez
contra ella, y me enterrara
en su fango reseco.

¿Debía besarla? Cuando besara
la humedad que avanzaba
por las paredes floreadas
de aquella fosa.

Pero debía besarla.
Me arrodillé junto al cuerpo en el lecho de muerte
y hundí mi cara en el frío y el olor
de su delantal negro.

Rapé y almizcle, los pliegues contra mis párpados
me transportaron a un sitio abandonado
que olía a ceniza: paredes y techos desconocidos
crujían pareciendo respirar.

Me vi revolviendo cenizas apagadas
buscando algún vestigio
de calor, cuando a lo lejos
en las bóvedas, oí caer

una gota. Y encontré
lo que estaba buscando
— ni fuego, ni calor,
ni alivio alguno,

sino su voz, suave, hablándole a alguien
sobre mi padre: “Dios lo ayude, derramó
grandes lágrimas allí junto a la máquina
por la pobrecita.” Gotas

brillantes sobre la tapa de madera
por mi hermanita. El lamento mío de
cachorro cesó pronto,
con toda temprana conjetura

de la triste monotonía y el tedioso pesar
y permanece amargo en riguroso cautiverio.
¡Cómo lo sentía ahora —
su corazón latiendo en mi boca!

Resolló entrecortadamente,
empujó las mantas
y se estremeció con un gesto de cansancio.
Me incorporé

y dejé la habitación
prometiéndome que
la besaría realmente
cuando estuviera realmente muerta.

Mi abuelo alzó apenas la vista del hogar
cuando asomé por la puerta, encogió los hombros
y volvió a clavar en el fuego
la mirada ausente.

Me quedé un momento a su lado,
incómodo, y me fui al taller.
Todavía había luz allí
y sentí que volvía a respirar.

La vejez puede digerir
cualquier cosa: la conmoción
ante las puertas del Cielo — la lucha que afrontamos
durante toda la vida.

Qué largo y duro se hace
hasta llegar al Cielo, a menos que uno,
como la pequeña Agnes,
se desvanezca con lágrimas tempranas.



LOS DESPOSEIDOS 


Ahora el lago está desierto, 
pero el agua es siempre limpia y transparente;
los cabos cubiertos de laurel,
los pequeños estuarios llenos de conchillas,
con deliciosos prados donde las olas 
se escurren sobre masas de flores y de césped.

Era como un milagro, una larga bucólica, hace tiempo. 
La intoxicación de una vida deslizándose
ante el cielo: la primavera, una llanura de flores; 
racimos de uvas y castañas
formadas en lo más profundo del otoño; nuestras cálidas noches 
transcurriendo a la luz de las estrellas.
                                     Habíamos establecido la paz,
tras haber aprendido a practicar la virtud
sin aguardar recompensa — que debemos ser virtuosos 
sin esperanza. (La Ley es justa; obsérvala,
mantenla, y traerá contento.)

Entonces, por la orilla, entre las tortugas
de ojos mansos y brillantes, con alondras
revoloteando a Su lado —tan livianas
que no doblarían una brizna de pasto
al posarse en ella— vino hacia nosotros
y levantó Su mano sin llaga:
                                     Estas bellezas,
estas flores terrenales que crecen y se abren, ¿qué son? 
¡El espectáculo de vuestra humillación!

Si un hombre decide entrar al reino de la paz
no dejará de luchar hasta que falle,
y habiendo fallado estará aturdido,
y tras estar aturdido gobernará,
y tras haber gobernado descansará.

                                     Nuestro sueño se agrió.
Despertamos, y empezamos a anhelar
la restitución de nuestra casa.
Una mañana, en un lento paroxismo de ira,
hallamos Su cadáver tendido en el umbral.** 

Traducción: Gerardo Gambolini

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