(4 de mayo de 1928, Inchicore, Irlanda)
Wyncote, Pensilvania: Glosa
Un sinsonte, posado en una rama
tras la ventana donde escribo,
engulle un fresco brote carmesí,
se sacude unas pocas gotas
lustrosas de su ala, y sale
al encuentro del cielo anubarrado.
Otra tormenta que se acerca.
Bajo esa luz de cobre
mis papeles parecen luminosos.
Y yo debo ponerlos desde ahora
bajo un cuidado aún más atento.
Confines de la tierra
Olí el extraño Atlántico
Finistère....
Finisterre....
La superficie del mar se
oscureció. La tierra a mis espaldas,
y todas sus
células y cistas, se oscurecieron.
Desde una roca pelada
sobre la cúspide del mojón de piedras
espié el horizonte hacia
el noroeste
y sentí esa minúscula
imperfección nuevamente.
Donde el último rayo
hundido se retiraba.
Un punto de luz.
Un gusano de lo posible
meneándose desde la
espina dorsal
deslizándose hacia el
cerebro.
Vacilamos ante ese mar
más ancho
pero nuestras cabezas
cantaron con propósito
y paz predadora.
¿ De quién era ésta
sangre excitada que
busca torpemente
nuestros movimientos?
¿ De quién este
hambre fantasmal
que atraviesa los
túneles de nuestros pensamientos llenos de pasajes
que huelen a muerte y
arcilla y débiles metales
y grandes piedras en la
oscuridad?
A corta distancia
en la bahía
el fuerte oleaje nos
tomó a su merced,
grises, agitadas
pendientes de agua
deslizándose
debajo nuestro, desmoronándose,
arrastrándose
hacia adelante, gigantescas.
Empujados mar adentro
durante un día y una noche
nos sostuvimos con
firmeza, entumecidos por la constante
fuerza del viento
oceánico.
Nos acercamos el uno al
otro, como si fuéramos uno,
y nos volvimos hacia
adentro, el caos salino
rodando en silencio a
nuestro alrededor,
y escuchamos a nuestras
propias bocas
mascullando en el ardor
provocado
por las pequeñas gotas
de agua marina:
Viento maléfico estate
quieto
dulce madre
sobre las salvajes
aguas
derrama paz
la que nos dio nuestro
descontento
la que encontramos y
desencontramos
en cuya sombra
anhelante
erigimos nuestros
soportes
y nos asentamos
satisfechos
y construimos y estamos
todavía
insatisfechos, cuya
mirada desorbitada
y sagrado
aullido hemos raspado
mudos sobre placas
de piedra
remolinos de agua
abriéndose sobre
remolinos de aguas que
se cierran
y bailes taladrados en
la piedra
en espiral ángulo y rulo
ondas de río rampa
de tierra
círculo del sol
curva de la luna...
en cuyo generoso favor
alimentamos nuestro hambre
desenraizados y llegamos
en el infierno de la
ballena
garganta de vendaval
hoyo de sal
oscuridad en ningún lado
reina de la calma
derrama paz
La pesadilla concluyó
finalmente.
En la mañana, bajo una
brisa soleada,
cabos desnudos se
elevaron frescos desde las olas.
Penetramos una bahía
profunda, abierta
a todas la corrientes
del océano.
Estábamos meas allá de
lo que nadie había estado
y mareados por el
agotamiento y el alivio
-- tres veces calculamos
equivocadamente y casi fuimos empujados
sobre la misma roca.
( Yo había sentido todo esto antes)
Timoneamos a lo largo de
una pared de piedra
y penetramos un
tranquilo corredor de roca en el que resonaban
los ecos de las olas y
nuestras voces bajas.
Yo me paré en la proa.
Nos acercamos cuidadosamente a una pendiente de
/piedra.
Me sujeté. "Padre
nuestro..." alguien dijo
y hubo pequeñas risas.
Estuve parado
buscando por un
momento las palabras correctas.
Ellos se callaron. Elegí
una vez más las viejas palabras
y descendí del barco. Al
recibir el impacto sólido
un poder soñador se
soltó en la base de mi espina dorsal
y se desenredó
deslizándose hacia arriba a través de mi médula.
El agua marina fluyó
sobre la roca, retirándose
con un siseo femenino,
tirando de mi talón.
Mi lengua se trabó.
¿ Quién
es un aliento
que hace el viento
que hace la ola
que hace ésta voz?
¿ Quién
es el toro de las siete cicatrices
el halcón sobre el
acantilado
el salmón hundido en el
charco de agua
el charco hundido en su
tierra
la furia del animal
la fibra de la flor
una lagrima de el sol?
¿Quién
es la
palabra que pronunciada
libera la
lanza
y derrama el terror
enciende la chispa
y se quema en el cerebro?
Cuando los hombres
se reúnen en la colina
mudos como
piedras en la oscuridad
(la embarcación golpeaba detrás mío)
¿Quién es el hombre de
toda luz?
¿ Quién se dirige de
lleno hacia
las interesantes
condiciones de la luna?
¿Quién toquetea el hoyo
hundido del sol?:
( Yo fui
hacia adelante, extendiendo la mano)
-Versión
Merceditas Lennon, Esteban Moore-
Lágrima
Me hicieron entrar a verla.
Un fleco de cuentas de azabache
tintineó en mis oídos
al traspasar la cortina.
Me envolvió una penumbra morada.
Mi corazón se contrajo
ante el olor de órganos en desuso
y un riñón putrefacto.
El negro delantal donde solía
hundir mi cara
estaba doblado al pie de la cama
en la última y tenue luz de la ventana.
(Ve y dile adiós)
y fui empujado
hacia abismos insondables.
Me paré delante de ella.
Miraba el techo fijamente
y se empolvaba una mejilla, distraída,
reclinada contra el espaldar,
descansando hasta el próximo ataque.
Las mantas estiradas
casi hasta su boca,
que las líneas de mal genio
subrayaban todavía. Su cabello gris
suelto igual que el de una joven,
por toda la almohada,
mezclado con las sombras
que le cruzaban la frente
y en la boca y los ojos, como una red,
sujetando su cabeza contra la cama
y cayendo enmarañado hacia la sombra
que carcomía el piso a mis pies.
No me podía mover al principio, ni lo deseaba,
por miedo a que pudiera darse vuelta y me indicara
(la madre de mi padre)
con voz apremiante
—con algún feroz susurro lisonjero—
que me escondiese una última vez
contra ella, y me enterrara
en su fango reseco.
¿Debía besarla? Cuando besara
la humedad que avanzaba
por las paredes floreadas
de aquella fosa.
Pero debía besarla.
Me arrodillé junto al cuerpo en el lecho de muerte
y hundí mi cara en el frío y el olor
de su delantal negro.
Rapé y almizcle, los pliegues contra mis párpados
me transportaron a un sitio abandonado
que olía a ceniza: paredes y techos desconocidos
crujían pareciendo respirar.
Me vi revolviendo cenizas apagadas
buscando algún vestigio
de calor, cuando a lo lejos
en las bóvedas, oí caer
una gota. Y encontré
lo que estaba buscando
— ni fuego, ni calor,
ni alivio alguno,
sino su voz, suave, hablándole a alguien
sobre mi padre: “Dios lo ayude, derramó
grandes lágrimas allí junto a la máquina
por la pobrecita.” Gotas
brillantes sobre la tapa de madera
por mi hermanita. El lamento mío de
cachorro cesó pronto,
con toda temprana conjetura
de la triste monotonía y el tedioso pesar
y permanece amargo en riguroso cautiverio.
¡Cómo lo sentía ahora —
su corazón latiendo en mi boca!
Resolló entrecortadamente,
empujó las mantas
y se estremeció con un gesto de cansancio.
Me incorporé
y dejé la habitación
prometiéndome que
la besaría realmente
cuando estuviera realmente muerta.
Mi abuelo alzó apenas la vista del hogar
cuando asomé por la puerta, encogió los hombros
y volvió a clavar en el fuego
la mirada ausente.
Me quedé un momento a su lado,
incómodo, y me fui al taller.
Todavía había luz allí
y sentí que volvía a respirar.
La vejez puede digerir
cualquier cosa: la conmoción
ante las puertas del Cielo — la lucha que afrontamos
durante toda la vida.
Qué largo y duro se hace
hasta llegar al Cielo, a menos que uno,
como la pequeña Agnes,
se desvanezca con lágrimas tempranas.
LOS DESPOSEIDOS
Ahora el lago está desierto,
pero el agua es siempre limpia y transparente;
los cabos cubiertos de laurel,
los pequeños estuarios llenos de conchillas,
con deliciosos prados donde las olas
se escurren sobre masas de flores y de césped.
Era como un milagro, una larga bucólica, hace tiempo.
La intoxicación de una vida deslizándose
ante el cielo: la primavera, una llanura de flores;
racimos de uvas y castañas
formadas en lo más profundo del otoño; nuestras cálidas noches
transcurriendo a la luz de las estrellas.
Habíamos establecido la paz,
tras haber aprendido a practicar la virtud
sin aguardar recompensa — que debemos ser virtuosos
sin esperanza. (La Ley es justa; obsérvala,
mantenla, y traerá contento.)
Entonces, por la orilla, entre las tortugas
de ojos mansos y brillantes, con alondras
revoloteando a Su lado —tan livianas
que no doblarían una brizna de pasto
al posarse en ella— vino hacia nosotros
y levantó Su mano sin llaga:
Estas bellezas,
estas flores terrenales que crecen y se abren, ¿qué son?
¡El espectáculo de vuestra humillación!
Si un hombre decide entrar al reino de la paz
no dejará de luchar hasta que falle,
y habiendo fallado estará aturdido,
y tras estar aturdido gobernará,
y tras haber gobernado descansará.
Nuestro sueño se agrió.
Despertamos, y empezamos a anhelar
la restitución de nuestra casa.
Una mañana, en un lento paroxismo de ira,
hallamos Su cadáver tendido en el umbral.**
Traducción: Gerardo Gambolini
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