miércoles, 2 de marzo de 2016

Poemas de Sharon Olds



(Estados Unidos, 1942)

SATÁN DICE 


Estoy encerrada en una cajita de cedro 
que tiene un cuadro de pastores pegado 
sobre el panel central,tallado a los lados. 
La caja se sostiene sobre unas patas curvas. 
Tiene un cerrojo de oro en forma de corazón 
sin ninguna llave.Escribo para tratar de salir de la caja cerrada, 
que huele a cedro. Satán 
viene a mi en la caja cerrada 
y dice: yo la sacaré de ahí. Diga 
Mi padre es una mierda. Digo 
que mi padre es una mierda y Satán 
se ríe y dice: Se está abriendo. 
Diga que su madre es una alcahueta. 
Mi madre es una alcahueta. Algo 
se abre y se rompe cuando lo digo. 
Mi espalda se endereza en la caja de cedro 
como la espalda rosa de la bailarina del prendedor 
con un ojo de rubí que descansa junto a mi, 
sobre el satén en la caja de cedro. 
Diga mierda, diga muerte, diga al carajo el padre, 
me dice Satán al oído. 
El dolor del pasado encerrado zumba 
en la caja infantil sobre su cómoda, bajo 
el ojo redondo del estanque 
con rosas grabadas alrededor, donde 
el odio hacia ella misma se miraba en el dolor. 
Mierda. Muerte. Al carajo el padre. 
Algo se abre. Satán dice: 
¿No te sientes mucho mejor? 
La luz parece quebrarse sobre el delicado 
prendedor de edelweiss, tallado madera de dos tonos. 
También lo quiero, 
sabe, le digo al oscuro a Satán 
en la caja cerrada. Los amo pero 
trato de decir lo que nos ocurrió 
en el pasado perdido. seguro, dice 
y sonríe, seguro. Ahora diga: tortura. 
Veo, en la oscuridad impregnada de cedro, 
que se abre el borde de una gran bisagra. 
Diga: la verga del padre, la concha 
de la madre, dice Satán, y la saco de ahí. 
El ángulo de la bisagra se ensancha 
hasta que veo el contorno de la época 
antes de que yo fuera, cuando ellos se 
abrazaban en la cama. Cuando digo 
las palabras mágicas, verga,concha, 
Satán dice suavemente, Salga. 
Pero el aire que rodea la abertura 
es pesado y denso como humo ardiente. 
Entre, dice, y siento su voz 
que respira por la abertura. 
La salida es a través de la boca de Satán. 
Entre en mi boca, dice, ya está, 
allí,y la enorme bisagra 
empieza a cerrarse. Oh,No, también 
los quería,afirmo el cuerpo,lo tenso 
dentro de la casa de cedro. 
Satán sale aspirado por el ojo de la cerradura. 
me deja encerrada en la caja, sella 
el cerrojo en forma de corazón con el lacre de su lengua. 
Ahora es su ataúd, dice Satán. 
Apenas lo escucho; 
me caliento las 
manos frías en el ojo de rubí 
de la bailarina- 
El fuego, el súbito descubrimiento de lo que es el amor. 


RETROCEDO A MAYO DE 1937 


los veo de pie en la formal entrada de sus universidades, 
veo a mi padre salir despreocupadamente 
por el arco de arenisca ocre , las tejas 
rojas que brillan como curvos 
platos de sangre detrás de su cabeza, veo 
a mi madre que carga unos pocos libros livianos 
de pie junto a la columna hecha de ladrillos diminutos con 
las puertas de hierro forjado aún abiertas a su espalda, sus 
remates de lanza negros en el aire de mayo, 
están a punto de graduarse, están a punto de casarse, 
son niños, son tontos, lo único que saben es que son 
inocentes, jamás le harían daño a nadie, 
deseo acercarme a ellos y decirles Deténganse, 
no lo hagan...ella es la mujer equivocada, 
él es el hombre equivocado, van a hacer cosas 
que no pueden imaginar que alguna vez harían, 
van a hacerles cosas malas a sus hijos, 
van a sufrir de una manera de la que jamás oyeron hablar, 
van a desear morirse. Yo deseo 
acercarme a ellos allí en la última luz de mayo y decirles, 
el rostro ávido bonito y vacio de ella vuelto hacia mí, 
su lastimoso bello cuerpo intocado, 
el rostro apuesto arrogante y ciego de él vuelto hacia mí, 
su lastimoso cuerpo bello intocado, 
pero no lo hago. Quiero vivir. Los 
levanto como a muñecos de papel 
hombre y mujer y los froto entre sí con fuerza 
a la altura de las caderas como astillas de pedernal 
como para sacar de ellas una chispa, digo 
Hagan lo que están por hacer, y yo se los contaré todo. 

FIN 


Nos decidimos a abortar, y juntos
nos volvimos asesinos. No cambió nada con
el próximo período: estaba muerta, esa pareja joven
que alguna vez había abrazado la vida.
Mientras lo discutíamos en la cama, el choque
no nos sorprendió. Fuimos a la ventana,
y miramos los autos hechos un acordeón,
las esquirlas de vidrio reluciente,
como si los culpables fuéramos nosotros.
La policía retiró los cuerpos,
ensangrentados como bebés recien nacidos,
por el huequito humeante de la puerta,
los colocó en el césped, y los cubrió con sábanas
que se empaparon en el acto. Sangre
empezó a caer de entre mis piernas
y manchó mis pantuflas. No me moví de ahí,
viendo cómo arrojaban a la figura atada con correas
por la abertura negra de la ambulancia, y cómo
paraban a la otra, la cabeza cubierta con vendajes,
dos manchas en reemplazo de los ojos.
La mañana siguiente me tuve que agachar
una hora en el piso, para limpiar mi sangre,
frotando un trapo húmedo por las manchas brillosas
y traslúcidas, como quien deja la sartén
largo rato en remojo
después de que la fiesta terminó.

LA ESPECIALISTA EN BABOSAS 


Cuando era especialista en babosas, apartaba 
las hojas de la hiedra, en busca de esos cuerpos
traslúcidos, brillosos, de gelatina verde,
que subían reptando lentamente
a mi merced, por la pared de piedra.
Al estar hechas casi todas de agua,
morían al instante si les echaban sal,
pero eso no era lo que a mí me interesaba. Lo que a mí me gustaba
era correr las hojas de la hiedra, quedarme respirando
el olor de la pared, y esperar en silencio hasta que el bicho
se olvidara de mí, y sacara las antenas;
ver cómo esos cuernitos relucientes se alargaban
como si fueran telescopios, hasta que finalmente
los extremos sensitivos salían a la luz,
íntimos e infalibles. Unos años más tarde,
cuando vi por primera vez a un hombre desnudo,
me sorprendió observar cómo se repetía
el callado misterio, ver a esa criatura 
parsimoniosa y elegante salir de su escondite
y brillar en el aire polvoriento,
deseosa y tan confiada
que una podría llorar.




                                           Poema para las tetas


Traducción de Diana Martínez Heredia
     
Como otras gemelas idénticas, se pueden
distinguir mejor en la adultez.
Una es rápida para fruncir su ceño,
su cerebro, su inteligencia ágil. La otra
sueña dentro de una constelación,
pecas de Orión. Nacieron cuando tenía trece,
se levantaron en mitad de mi pecho,
ahora tienen cuarenta, sabias, generosas.
Estoy dentro de ellas –de alguna manera, debajo de ellas,
o las llevo conmigo–, viví tantos años sin ellas.
No puedo decir que soy ellas, aunque sus sentimientos son casi
los míos, como con alguien que uno ama. Ellas parecen,
para mí, un regalo que tengo que dar.
Dicen que los chicos veneran su categoría del
ser, que por ellas casi llegan a morir de hambre,
eso no se me escapaba, y algunos jóvenes
las amaron de la forma en que uno mismo quisiera ser amado.
Todo el año han estado llamando a mi esposo que partió,
cantándole como un par de sirenas
empapadas sobre una piedra áspera.
No pueden creer que él las haya dejado, no está en su
vocabulario, ellas –hechas
de promesas– literalmente son como votos cumplidos.
A veces, ahora, las tomo por un momento,
una en cada mano, viudas gemelas,
pesadas con pena. Fueron un regalo para mí,
y entonces eran nuestras, como infantes sedientas
de entusiasmo y abundancia. Y ahora estamos de nuevo
en esta estación, la misma semana
en que él se mudó. ¿No les susurró:
“Espérenme aquí un año”? No. 

  

El pene del papa

                                                                                                                             Traducción de Andrea Garcés
Cuelga en lo profundo de su bata, 
un delicado badajo en el centro de una campana.
Se mueve cuando él se mueve, como un pez fantasmal
en un halo de algas plateadas, con el pelo ondeante 
en medio de la oscuridad y el calor.
Y en la noche, mientras los ojos duermen, él se levanta
para alabar a Dios.


***

Ahora que entiendo, 
quiero pensar en tu terror:
entre tus piernas, una niña loca de amor; 
el cuerpo largo, fresco, joven, delgado
como pastillas de jabón; los pechos redondos y elevados,
burbujas opalescentes; dieciocho años, nunca antes tocada. 
Quiero entender tu terror ahora,
la forma en que la tomaste
y la desfloraste como limpiando un pez,
la conversación de esposa al irte en la mañana.
Ahora que conozco el miedo del amor
quiero pensar en su cuerpo blanco y caliente
como un pez verdoso recién llegado a tierra 
que se agita y se da golpes contra las rocas.
Cayó en tu regazo, temblando igual que tu pene,
una mujer enloquecida de amor, con el calor
de un libro recién impreso, tan aguda 
como una herramienta nunca usada.
Ardía en tus muslos y todo lo que pudiste
hacer fue hurgar en su cereza 
como sacando a un caracol de su oscura concha 
y luego tirarla lejos. Me asombra el terror dispuesto
a perder tanto, me enamora la niña 
entregada que fue hasta ti y te dio su ofrenda, 
la carne delicada, como un festín
en una bandeja –sí, sí,
acepto el obsequio.


Adolescencia


Cuando pienso en mi adolescencia,
pienso en el baño de aquel sórdido hotel 
al que me llevaba mi novio en San Francisco.
Nunca había visto un baño así:
no tenía cortinas, ni toallas, ni espejo, solo
un lavamanos verde por la suciedad 
y un inodoro amarillento, color óxido
–como algo en un experimento científico
donde se cultivan las plagas en los cuencos–.
En ese entonces el sexo era todavía un crimen.
Salía de mi residencia universitaria
hacia un destino falso,
me registraba en la posada con un nombre falso,
atravesaba el vestíbulo hasta ese baño 
y me encerraba. 
No lograba aprender a ponerme el diafragma,
lo decoraba como un ponqué con espermicida brillante
y me agachaba; se me caía de los dedos
y viajaba hasta una esquina,
para aterrizar en una depresió...




LOS INDISPENSABLES OJOS


De la mano de las muchachas ciegas
recorría el pasillo con las niñas del coro.
Dios podía cegar. Dios podía hacer
cualquier cosa. El Padre Tomás
llamaba a las muchachas ciegas “las desprovistas
de vista terrestre”. Yo poseía
vista terrestre. Temía las pupilas
blancas y lechosas, no podía soportar
su vergüenza de no poder saber
si alguien las miraba.
Yo las miraba
durante toda la misa. Cada año
mis gafas eran más penetrantes. No soportaba mirar
lo que pasaba en casa. ¿Qué habían visto
las muchachas ciegas? Toda la noche recorríamos
el pasillo,
vidriosas ágatas en nuestras cuencas.
Por la mañana
me despertaba debajo de la cama, con miedo
de abrir los ojos, de saber. Poco a poco
levantaba los párpados: el reverso del
colchón de muelles como las ásperas
vigas de madera de una iglesia, el techo de un establo:
abría así los ojos a otro día de una
vida entre animales cegados
bajo la amenaza del fuego.


EL AMOR NUESTRO


A ese amor nuestro al que llamé un niño
nacido muerto
colgado por los pies –ultimamente lo he visto
moverse, Padre.

Su vendada forma azul-negruzca ha dado
ligeramente la vuelta, una crisálida
en un grueso capullo.

Lo he visto girar despacio, morado,
las líneas del vendaje como hojas de col
plegadas y apretadas, más oscuras y secas
en los bordes.

He visto al capullo aferrarse cual garra,
desenrollar ligeramente su envoltura y ajustarla
cómodamente alrededor del cuerpo.

Como un murciélago que abre su manto de piel
para arroparse de nuevo,
colgado cabeza abajo, la sangre

latiendo en la cabeza como un corazón:
ese amor nuestro, este amor ciego
se alimenta a sí mismo, sin chocar contra nada,
y amamanta su cría.

De: Satán dice, (edición bilingüe), traducción y prólogo de Rosa Lentini y Ricardo Cano Gaviria, Tarragona, Igitur, 2001.

FOTOGRAFÍA DE LA NIÑA


La niña está sentada en la tierra dura,
áspero molde de Rusia, en la sequía 
de 1921, aturdida,
los ojos cerrados, la boca abierta,
un crudo viento abrasador le sopla
arena en la cara. Hambruna y pubertad
se apoderan de ella. Echada sobre un saco,
el calor descoloca todo lo que lleva puesto,
curvado el tierno radio de su brazo.
No puede no ser bella, pero
se muere de hambre. Adelgaza cada día, y sus huesos
se hacen largos, porosos. El pie de foto dice
que va a morir de hambre ese invierno
con miles de otros seres. En la sima de su cuerpo
los ovarios liberan sus primeros óvulos,
dorados como el grano.


LOS INVASORES


Hitler entró en París como mi
hermana entraba en mi habitación por la noche,
se sentaba a horcajadas sobre mí, me estrujaba con las rodillas,
clavaba las uñas de los pulgares en mis muñecas y
meaba encima de mí, sabiendo que nuestra madre nunca
creería mi versión. Todo muy
cauto, la cara borrosa sobre mí
refulgiendo en la sombra, el olor ocre
de su orina propagándose por el cuarto, el
calor hirviendo en mis piernas, mojada
mi estrecha pelvis. Cuando cesó el silbido, cuando un
agujero había sido marcado a fuego en mi cuerpo, tumbada
y calcinada de vergüenza, percibí el
relumbrar de su piel en el aire, el placer
ocre que crecía cuando Hitler se asomaba a
la tumba de Napoleón y murmuraba Éste es el
mejor momento de mi vida.

De: Los muertos y los vivos (edición bilingüe), traducción y prólogo de J.J. Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas, Madrid, Bartleby Editores, 2006.

 para mi padre

SU QUIETUD
El doctor dijo: "Usted me pidió que le dijera
cuando no se pudiera hacer nada más.
Se lo digo ahora."
Mi padre estaba sentado,
casi inmóvil, como siempre, sin mover los ojos.
Yo supuse que se enfurecería al saber que moriría,
que agitaría los brazos, que gritaría.
Pero se quedó sentado,
limpio con su pijama limpio,
delgado, como un santo.
El doctor dijo: "Podemos hacer algunas cosas
para darle tiempo, pero no lo podemos curar."
Mi padre le dio las gracias.
Y se quedó sentado, quieto, solo,
digno como un rey extranjero.
Me senté a su lado. Ese era mi padre:
siempre supo que era mortal. En cambio, yo temí
que tuvieran que amarrarlo. Había olvidado
que siempre se quedaba así, aguantando,
en silencio, el alcohol un modo de callar.
No lo había conocido: mi padre tenía dignidad.
Al final de su vida, su vida
empezó a despertar en mí.

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