Mujer dormida
Verla dormir ¡Dios mío! aun al precio
de no verla en mis sueños –es una
gracia increíble, no esperada. Porque
tampoco pedí verla dormir.
De día
ilumina la casa con su risa, sus ojos
dicen: ésta es la vida, ésta mi casa,
ésta mi risa y soy tuya; pero verla
dormir encarnando la noche, oírla
¡con qué seguridad! respirar,
entre monosílabos entrecortados
responder a mis interrogaciones
sobre el futuro, o decir: “Hijo mío”,
no sé si a mí o al que ha de venir,
es una dicha impagable. Así me sorprende
el alba, besando sus ojos humedecidos.
El tigre en el jardín
Sueño con mi casa de Masaya, con la quinta que malbarató
mi padre, donde pasé la infancia. Estamos a la mesa, en el pequeño comedor
rodeado de vidrieras. Comemos carne asada sangrante, todavía metida en el
fierro. Su fragancia esparce cierta familiaridad animal. Hay visitas de seguro,
amigos y parientes, pero no veo sus rostros. En una esquina de la mesa, yo como
lentamente. De improviso vuelvo la cabeza hacia el jardín y veo el tigre, a
cinco o seis pasos de nosotros, tras la vidriera. Tomo la escopeta del rincón,
rompo un vidrio y le disparo enseguida. Yerro el tiro mortal y la bestia
cobarde y mal herida huye de tumbo en tumbo bajo los naranjales. Mi padre saca
una botella de etiqueta muy pintada, con las medallas de oro de las
exposiciones, y leo varias letras que dicen Torino. Salen a relucir unos
vasitos floreadí-simos, azules, magenta, ámbar, violeta. Todos beben y alaban
mi rapidez y agilidad, no así la imprudencia de disparar sin percatarme si el
arma estaba cargada. Unos dicen que cuando la bala iba en el aire, la fiera
impertinente movió el cuello y ya no le di en el corazón sino en la paletilla.
Yo como lentamente. Debe ser día de San Juan, día de mi madre, solsticio de
verano. La mente ardida sigue dando vueltas al tigre. En un descuido lo persigo
hasta verlo caer como un tapiz humillado a los pies de mi cama. Todos siguen
bebiendo. Ahora felicitan a Myriam, pero la mujer consigna sin reproche que son
cosas mías, cosas de mi sola imaginación.
La sopera
Madre tenía una sopera de aluminio brillante, sin
ninguna abolladura, que lucía sólo con las visitas distinguidas, y eso para una
naranjada o un bole de naranjas, de ésas que daba nuestra tierra. Mentira que
fuéramos terratenientes latifundistas, como dijo uno por allí, sino que
teníamos un miniminifundio bien cultivado de qué comer, allá, antes de la
Alianza para el Progreso de los Somozas. Bueno, pues la sopera relumbraba en el
aparador como un artefacto de Benvenuto. Pero los niños somos (o fuimos) aristotélicos
y nos intrigaba, no podíamos concebir, que una sopera no sirviera para la sopa
diaria. Por eso, cuando llegó Mama Rosa, una Argüello grande y rosada, señorita
del siglo XIX que fumaba puros chilcagre y todo el día estaba rosario en mano
con una baraja española llena de reyes, de bastos y de oros, y vimos la sopera
humeante en la mesa, también hubo desconcierto, y alguien dijo, y estoy seguro
que fui yo: Mama Rosa, es la primera vez que esta sopera sirve para sopa, será
porque hay visitas. Mama Rosa sonrió como rosa en su otoño y Madre nos lanzó
una mirada conmovedora, que tenía del rencor y el disimulo de la clase media
cogida infraganti, descubierta en no sé qué esencial falta de elegancia, en
pecado mortal contra la distinción que no permite bajar peldaño, ni morirse de
risa.
Pezuña del arcángel
A Federico Cantú
Toda la noche estuve oyendo su tempestad
sobre mi cabeza, golpes secos como de cascos
de águila o tigre o garras de caballo,
azotándose sobre el duro pavimento, creo
hasta sangrarse la carne blanda o el muñón.
Caballo amaestrado sólo para el suplicio,
águila que sólo sabe revolverse en lo duro,
pájaro más que humano o cuadrumano alado,
qué tengo yo, qué me codicias, qué impudor.
Toda la noche estuvo trabajando en su terco
desvío, afuera oí las chispas de acero
de las uñas contra el cemento, esas pétreas
prolongaciones de la furia contra lo sellado,
o suaves quejidos como ternura en acecho,
imitando el dulce y agitado respirar de mi madre
o el sueño intranquilo de Myriam que me protege,
y dije: Paloma o tigre, no me tientes, soy de aquí,
ni el oro ni el poder me apartarán de este lecho,
no me compres, no digas lo que no debo decir,
sé responsable de mi dicha, no la compres.
No cedí. No cedió. Subí a la azotea en la mañana.
Ahí estaban los zarpazos enfurecidos, el plumón
rojo, la piedra desgarrada como mi espalda.
Disposición de viaje
Tercera clase
Conversaciones en el bar
Tercera clase
El tren mixto de Madrid salía
de Valencia a las
dos de la tarde.
No recuerdo nada de las
particularidades
de este remoto viaje. Lo que
recuerdo es
arbitrario. He soñado una vez
en tal viaje. Lo
soñado se sobrepone
tenazmente a lo
auténtico. En lo soñado hay
pormenores absurdos...
No me es posible
por más esfuerzos
que hago separar esta
mampara del sueño
para ver lo verdadero.
Lo irreal tiene
más fuerza aquí,
más valencia aquí –valencia,
por validez, dice
Gracián– que lo
real. Así sucede muchas veces
en la vida. Y
gracias a tal sustitución absurda
la vida suele
tener, acá y allá, a pedazos, su
encanto. Hice el
viaje en tercera. No sé
nada más. Si los
que evocan su pasado
confesaron con
lealtad las fallas en la
memoria, lo recordado
tendría más valor.
Azorín,
Biblioteca Nueva, Madrid, 1941, II.
Vamos en tercera, de Madrid a Valencia, por eso de Las
Fallas. Y arranca el tren con gran estrépito español, antes de tiempo. Hace
hambre al parecer, pues todos se han puesto a hurgar en sus atados y sacan
panes y hogazas y facones para cortar peligrosamente el de cada día. Mechan el
corazón con longaniza, morcillas, jamón serrano o queso ratonado. Los
precavidos traen sardinas y merluzas o tortilla de patatas para el come que te
come. No llegamos a la primera estación y ya hemos devorado un metro de pan con
su aderezo –porque me han convidado con gentileza–. Que el americano se va a
morir, darle algo. Y dale con el americano; y pasarle también la bota de vino
juguetón. Se oyen cantos o parecen cantos con el vino. Ahora, a los postres, el
americano va despacio con las naranjas, unas de oro valencianas, marcadas con
un superfluo sellito de tinta roja que dice Valencia, que con el zumo manchan
los dedos a su antojo. Ronda el vino en el canto y cada quien canta su cual
canción de su región, que es la mejor y que le da por el culo a todas las
otras. Y ahora a darle: Que cante el americano, que cante el americano. Y
alguno muy sabido agrega: ¡Pero en inglés! Y el americano, haciendo de tripas
lo que son, saca el alma a rodar y da de sí un romance del Conde Dirlos, que no
habéis oído, aprendido de niño allá en su tierra, después del mar, con música
de Mudarra o de Flecha el Viejo, Cancionerillo llamado jardín de amantes, sin
pie y sin fecha. Y Moñino, que lloraba de risa.
Conversaciones en el bar
Dicen que lo maté, lo oí en La Habana; pero nadie quiso
decírmelo a mí solo. Esperaron el teatro lleno y lo gritaron a pedradas, con
huevos podridos y tomates. No dicen que lo maté, técnicamente; sino que lo
vendí, que lo entregué en mi casa, entre sábanas blancas. Sí, Granada andaba
loca en busca de colores. Azul y rojo, rojo y gualda en las banderas, por los
arrayanes, las arreboleras, en el carmen de Falla, husmeando fuego ritual y
sangre en los rosales. Ruiz Alonso, mascando un clavel negro entre las fauces
lo mandó a perseguir y nos buscaron casa por casa, porque la nuestra era toda
Granada y allí me lo encontraron, ya pálido, los sayones de tricornio. Mis
hermanas le llevan camisas y holandas con alhucema y azahares. Allí los sayones
se están rifando sus vestiduras. Allí se oyó que yo era él y que esa misma
noche me matarían. Y Ruiz Alonso, chafando su clavel, mandó hacer fuego sobre
la L azul de Luis en la pijama.
Poemas temporales
Arte menor
Hilos telegráficos–
aéreo pentagrama
del canto de los pájaros.
Historia natural
I. Pandurata índica
III. Los fresnos
4. Apuntes en la embajada
Nicaragua celeste
Del cielo y la tierra
Solo a la tierra
I. Pandura índica
En la vieja avenida Jalisco, no la antigua, hoy Pedro
Antonio de los Santos, el arborizante puede ver todavía dos magníficos
ejemplares solemnes de hojas oblongas, verde oscuro, casi azules al anochecer.
Por la construcción que decoran simétricamente se puede calcular su edad; datan
de cuando la Villa de Tacubaya no estaba aún ligada a la ciudad creciente por
la avenida que ahora lleva su nombre; cuando las familias decentes, huyendo del
Tívoli y del Arbeu, buscaban vida recoleta, y, según se dice, mejores aires, de
importancia o del Bosque. Cincuenta, sesenta años tienen estos gemelos gigantes,
únicos en el Valle de México. Aseguran que la finca pertenece a un licenciado,
que perdió la magia electoral hace unos sexenios. Yo lo felicito; a lo mejor se
hubiera construido ahí un palacio estilo remordimiento y los gemelos habrían
caído perfumando el hacha consabida. Balbuena sabía de estas cosas y varias
veces me lo dijo.
III. Los fresnos
Los fresnos son mi delicia; son los padres y los hijos
del Valle. Por mi mano plantados tengo cinco, que ya dan sombra en el claro
verano. Sus hojas, menudas, dulces y fuertes, cantan con la brisa en primavera.
Tras un otoño de minutos, vuelven sus alas verdes, de un verde enternecido que
hace llorar. En cinco, cuatro, tres años, han crecido más que mis hijos, pero
todavía son tiernos como ellos. Bajo el mayor yace La Peque, la gatita angora
de Juanuca, que le da vida graciosa y animal. Se nutre el fresno de La Peque y
La Peque salta en sus ramas, en sus hojas, en mis ojos, cuando azota la luna.
4. Apuntes en la embajada
Occasionally a
female would be seen carrying
a young one on
its back, to which it clung
with legs and
tail, the mother making its
way along the
branches, and leaping from
tree to tree,
apparently but little encumbered
with its baby.
A large black and white eagle is
said to prey
upon them, but I never
witnessed this,
although I was constantly
falling in with
troops of the monkeys.
Thomas Belt,
The Naturalist in Nicaragua,
VII, Londres,
1878, pp. 91-92.
Veo a los nicaragüeños malhablados, hijos de mona y
guardia, negros, renegridos, morenos, morochos o morunos y murrucos, hablando
francés, francés cercopithèque –porque antes creíamos los del Centro que éramos
más o menos blancos, cara blanca, cebus albifrons, pues no visitamos las
afueras– y ahora, afuera, de lejos, te vemos, tierra, como sos. Tierra negra,
morena cuando más, como la carne que quiero y no quiero. Madre carne, madre
patria, bandera mentida en blanco y azul (por moler a Rubén Darío), yo te veré
si es que te veo como serás. No me borres, porque yo canté el Himno y marché a
la zaga algún día. Anduve de rama en rama del árbol genealógico, hice un claro
en el bosque, fui un niño como fueron mis padres, un niño y ya no lo soy. Un
niño, un monito, en un reino junto al mar, como dijo Edgar A. le Grand Poet.
Nicaragua celeste
Unripe bananas and porterhouse steak
colored sunsets
of Nicaragua.
M.L., Hear us O Lord…, II, 47.
IV
And I
saw a new heaven and a new
earth: for the first heaven and the first
earth
were passed away; and there
was
no more sea. And I John saw the
holy
city, new Jerusalem, coming
down
from God out of heaven,
prepared as a bride adorned for her
husband.
King James Version, 21, 1-2.
A Pablo Antonio Cuadra
Ni la bandera azul y blanca flotando temblante en el
aire caliente que se vuelve celeste, ni la corbatita azulenca ya desteñida por
los desfiles del Quince de Septiembre, ni siquiera el Azul envejecido de don
Rubén Darío, ni los ojos soñados bajo el mar, sobre el cielo, en que me abismé
con terror y orgullo ilegítimo, ni tú, mediterráneo salobre, garzo y ojizarco,
que el griego y el latino caeruleus y el náhuatl chalchuihuitl confundieron con
el verde esmeralda que brota del centro de los Cielos, ni. Sino tú, la única,
la perfecta, la intocada, ya sin color de tan alta, de tan alta invisible. La
que está antes del nudo del ombligo y detrás de la podredumbre de los que no se
incineran; más allá de volcanes, y lagos y ríos de apocalípticos nombres donde
obligan al Niño a besar el culo del Infierno. Pero siempre pasa lo mismo bajo
la energía solar: abominación de la abominación, a la orden del día y de la
noche. Desde los trogloditas del tercer milenio a la destrucción por Tito y la
reconstrucción por Adriano, del incendio de Walker al nacimiento y crucifixión
de Sandino. Adoradores de falos y serpientes y becerros, de armas y dinero,
sacerdos castrólicos y monjíferas sulfúricas, siempre los hubo. Brillan
incrustados en la Bestia: son sus ojos y tentáculos en pleno poder natural.
Ella se muerde y se retuerce enfurecida porque no puede nada contra Ti,
Nicaragua Celeste. Lo digo porque fui arrebatado por una nube fúlgida, en la
Calle de Humboldt-Nicaragua, y vi lo que no vi, lo que no se ve, lo nunca
visto: esta nueva ciudad, astro o planeta, fuera de las galaxias, flotando en
el sinfín de lo que no es, poblada y poblándose, por Rubén el primogénito, por
José y sus hermanos, hijos de Jacob, por Salomón, rey-poeta como
Nezahualcóyotl, y Pablo militar y fascífico, hoy converso de su pueblo. Y yo
estoy a la puerta, y amo.
(Cuernavaca,
diciembre de 1972).
Del cielo y la tierra
IV. Soy solar
Al grito azul del cielo recién nacido, entre el verde
follaje todavía oscuro de vida nocturna y animal, responde el desolado fulgor
de quien fue rey lunático, de azarosos, azogados, tardos pasos. El ancho disco
discurre en su alegría milenaria, después de recorrer cimas nevadas, arenas
derretidas, ocasos de llamas furiosas, insolente escarlata del ocaso. Seguir,
seguirlo, a ojos vistas, y que duerma un rayo poderoso en la mano magnánima,
para entibiar siquiera el débil corazón escarchado de luna fugitiva y penosa.
Dónde estarás doce horas más tarde, vistiendo en luz qué tierras, mares, selvas
o ríos, con la reverberación de tu poder genital. Soy solar, dios nocturno,
cuando el párpado agotado y goloso del día entra con pie seguro en las aguas
lentas y tupidas del sueño, no duermo, sueño no más que duermo, por descansar
el don luminoso y ardido que me hace menos yo, cuando ya deslumbrado me asombro.
Soy solar, de mucho sol al descubierto viene la carne untada al hueso virgen.
Soy solar, de mucho mundo al sol, veranos, playas, islas, procede el cuerpo que
te entrego esta noche. Soy solar, por más que busque en brazos morenos más
ternura que el fuego atesorado, soy solar. Aires nocturnos quieren embalsamar
la furia del que duerme; no hay descanso, soy solar. No hay remedio, a
mediodía, a media noche soy solar.
Solo a la tierra
V. Noche cerrada
Estuve entre las cumbres –no en la Cumbre–,
Picos de Europa, Andes venezolanos junto a la nevada
estatua de Bolívar, Popo de hierro, Ixta dormida
en hielo y repentinamente bajé hasta precipitarme
en la boca misma de la mina sin fondo, la propia
boca del Infierno, sin Virgilio ni Dante, solo,
sólo con mi alma y yo, ya desjarretado por los perros.
Fosos, lagos volcánicos y azufrados de mi tierra,
trampas del cuerpo, cocodrilos, mordiscos, colazos,
dentelladas, pero más bajo que la tierra llana
o el nivel del mar, sino sombra fétida y traidora,
Laguna Negra, húmeda Capilla de Altamira, Cuevas
del Drake, Grutas de Cacahuamilpa y la trompa oscura
de la historia, pies aterrorizados y ardidos, huellas
de Acahualinca y pedruzcos hirviendo que cruzan
el vacío estelar, el terror cósmico –todo y más–
más bajo, más hondo, lo elevado de lo profundo,
del Empire State a la Catedral de Sal, son nada
para esta noche de águila ciega, del súper sapo
hundido en el magma de la gran fisura marina:
Todo esto, menos esta noche sin nada donde
el paso de las aguas comunicantes del sueño
no deja planta alguna en la tierna arenilla,
borrada de inmediato por el ancho labio tibio.
Sin sol, sucio lecho blando, mazmorra cúbica
ni caliente ni fría sino la sombra que vomita
la tinta del calamar central, sangre violácea
de la pata de mula para el ojo purulento, ahíto
de su dueño. Noche cerrada en piedra cerrada,
porque es de noche. Porque es de noche tendrá
que amanecer; quiera quien quiera que quiera, o no,
tendrá que amanecer. No puede ser tanta cerrazón.
Estelas/homenajes
Epitafio
Tríptico de Pablo
Sobre un ejemplar de contemplaciones...
Epitafio
Joaquín Pasos se murió.
¡Dios lo haya perdonado!
Nosotros no.
(21.1. 1947)
Tríptico de Pablo
1. Sueño en Isla Negra. 4-VI-1971
Me han traído de noche. En casa no está Pablo. Está en
París, en la vieja villa de París, como en 1927, cuando joven. Pero su casa en
la arena no está deshabitada: aquí está el mascarón de proa con sus vetas
marinas, sus caracolas y sus libros. Aquí está una que alguna vez le envié con
un poeta peruano, que ya es muerto; una caracola horadada por la suave arenisca
de Laguna de Términos, Mar Caribe de Campeche, Isla del Carmen, cobrada entre
avispas y mariposas con José Carlos Becerra, siempre vivo. Aquí está, como un
móvil de Calder, giratoria e inmóvil. Yo no envío nunca libros a los poetas, ni
los míos, aunque sean mis amigos, sino whisky, caracolas o puñales. Les mando
su pasión o lo que aman con ciega ternura: un relámpago de su fe o su alegría.
Qué lástima, no está Pablo en su casa; pero aquí veo sus Góngoras, su Quevedo,
Manrique y Garcilaso, el Lautréamont y Maiakovski, que nos deja, como dice en
el testamento de su Canto. Qué lástima que Pablo no esté en casa; yo sé que me
esperó o me recordó, aquí en sus Mares del Sur; así lo dice al menos en letras
de su mano. La última vez que estuvo en México, al lado de Roces, Tlalpan,
D.F., con el Comisario Mantecón y el amigo Andrés, yo volaba a Cornell, aquel
Cornell de Salomón de la Selva. Cuatro años después, lo encuentro en Puerto
Azul, mar de Caracas: llegó despacio, en un buque de carga. Me tocó estar a su
lado; Pedro y yo le dimos papel y lápiz; la protesta y la música de toda
nuestra América allí sonó en un grandioso acorde, gracias a su palabra. Como
en un sueño dentro de un sueño, le robé unos minutos en el sótano de una
biblioteca. Firmó unos libros. Por uno de ellos hoy es libre José Revueltas.
Esto lo saben pocos, quizá Lizalde, quizá Fedro. Pablo acaso lo olvide. Quizá
Pepe lo ignore. Acaso Pablo nunca sepa que hoy estuve en su casa, a tientas,
sin saberlo, a deshoras, tal vez sin quererlo ni merecerlo.
2. Presencia en París. 12-X-1972
La Motte-Piquet y la Place du Chili. El hombre espera al
recién llegado. En mayo no pudo ser; le dejé, sin embargo, unos libros con
Roberto y Jorge: raros impresos que él quería, como aquel Caballo Verde,
desbocado en el Madrid del 36; libros de amigos, libros amigos que han cruzado
varias veces el mar. El hombre está pálido y de negro; dice que una enfermera
vampiresa le ha chupado un litro de sangre; se ve que quiere bromear. Llegan 40
baletistas y cantores chilenos, que actuarán por la noche en el Palais
Chaillot; tiene que saludarlos de mano y dirigirles la palabra. Luego se repone
al calor de los recuerdos, los amigos, los libros; pregunta, inquiere,
aconseja, proyecta. Quiere que junte la obra de un gran poeta olvidado; hará él
la presentación para editarse como los magnos tomos suyos de Losada. Poco a
poco se van encendiendo. Nos lleva a su estudio, a ver sus libros
incandescentes: las primeras Iluminaciones de Rimbaud; los Cantos de Maldoror
del montevideano; Darío en pleno; libros raros, rarísimos: Los Raros, de Darío,
en una edición inverosímil. Un encuadernador francés le ha grabado en el lomo,
junto al pez de oro. 1906. Esa edición no existe: la segunda es de 1905, la
primera de 1896. Se trata de un riquísimo error. Pablo tiene el único ejemplar
de la primera que he tenido en mis manos. Con alegre humildad generosa, me pide
que le escriba unas líneas notariales sobre el hallazgo en la página última. Ya
están. Ahora debe ir abajo la firma del notario. Lo complazco. Qué gozo franco
y risa en el ancho peso alto. Qué alegría neblí. Volvemos a los libros, rojos,
viejos, queridos. Voy diciendo los versos finales de su Canto; no imagina que
sepa tanto Neruda el recién llegado. Se lo explico en anécdotas: “La antigua
juventud gongorinera / tornádose ha nerudataria.” Me hace casi un elogio: “Pero
tú no nerudeas”. Nuevas risas. Llega de pronto un español que estuvo en la
cárcel de Ocaña con Miguel Hernández. Cuenta su cuento. Nos despedimos tristes.
Toma mis manos en las suyas y repite la promesa.
3. Pesadilla en Isla Negra. 20-IX-1973
En las manos del día, fin de mundo. Frankestein y sus
hijos, disfrazados de auténticas hienas y chacales, después de dentellar,
patear y destruir a todo Chile, destruyeron la casa iluminada de Santiago, la
que Neruda había edificado en San Cristóbal. No salieron del zoológico vecino,
sino de los cuarteles, de sus puercos despachos, con las fétidas órdenes en los
dientes rabiosos, para que no quedara nada de su memoria, de sus reliquias de
hombre gustador de la vida. Ahí lo velaron en su muerte vivísima. Pero para que
no quedara nada de su nada fueron a perseguir su único tesoro, que era también
de Chile, aquella casa junto al mar de Isla Negra, como que el hombre era la
predicción de su negrura. Volcaron anaqueles, quebraron los recuerdos y los
mascarones, machacaron la colección de caracolas, rompieron los retratos y los cuadros,
las cartas y los besos. Y para que no quedara rastro humano, incendiaron los
libros boca abajo, inundaron de pocilga la biblioteca toda, a Chile entero en
esa biblioteca. Enemigos del libro los analfabestias. Más bestias que las
bestias, porque éstas no osan tocar el lomo de su cuero cuando guardan la
letra, el fierro impreso. La bestia suelta no entra en casa deshabitada. La
bestia salvaje no se traga dibujos de Federico ni de Picasso ni de Soldi ni de
Rossi. La bestia bestia no come libros de Shakespeare ni de Éluard ni de
Montaigne ni menos de Neruda. Para sólo morderlos y roerlos tiene que ser
apocalíptica bestia, la pocamadre bestia. Bestia bestial pestilencial, lo poco.
Y que no me vengan con el cuento que todo o algo se podrá reponer: aquí se perdió
todo, inclusive el honor, el honor del género humano entero toditito, a pleno
sol, en las manos del día, fin de mundo, de mundo inmundo. Y si hay otro mejor,
que así no sea, que lo digan.
Sobre un ejemplar de contemplaciones...
Libro mío, ya saliste a envejecer
sujeto al pudor y la amistad, oculto
entre violetas, eras tan intangible
como luna; hoy eres mueble o cosa,
ignorancia o lujo del ocioso, rencor
del sabio, alacrán de perfume
en la camisa del maldito, incendio
de mi casa, secreto que he vendido,
delación de mi alma, amor o escándalo.
Y otra vez intangible, inmarchito
en las sienes de fiebre del amado
lector que te adquirió venalmente.
Mujer que el amor echó de ganar
amigos de toda condición, sin querer
darás al inocente un poco de temor.
Al dañino, la sabida intención.
Tomado de:
EN DEFENSA DE LOS POETAS
Pro Murena
Yo los conozco, sí, yo los he visto –mirándome como
bebiendo aquel punteo de oro en los ojos amados, el vino a cuestas o el hambre,
días para no amanecer, umbrales de la noche y almas borrosas en la madrugada–
con el orgullo y el terror de la pluma en la mano, que traduce o finge lo que
bien saben y calla lo que ignoran, lo que quieren: porque me ha sido dado
tenerlos como bestias de jardín, yo los he visto– lamen la cadena o se ahorcan
con ella, pagados siempre de la simple caricia o la pobre opinión, asidos,
prendidos a ellas como al leño del náufrago. Yo los he visto amantes: aman la
vida y la libertad y sólo son felices en la postración y la muerte. Nadie diga
que no son generosos.
Estelas / Homenajes, 1947-82.
LA POESÍA
1
Este desasosiego, esta palabra que desde el corazón
me llega y se detiene en mis labios, no es nuevo en mí,
sino que permanece, vive desde cuando mis padres
en amorosa lucha concretaron la carne de la muerte
para darme al mundo; y me crece como un mar en el pecho,
siempre cambiante, furioso y sin consuelo.
Ha de llegar un día en que tanto afán madure
y se desangre, y esa ignorada palabra detenida
en mis labios rompa el aire como un canto y
me haga feliz y duradero el nombre.
2
Le pusimos cadenas, la libertamos
con sólo nombrarla. Infeliz,
para este ritual suplicio la elegimos.
La hicimos inmortal, le dimos eterna
muerte encadenada a un nombre no
escrito. Qué no sacrificara, inaccesible,
porque le dieran muerte en una sola noche,
o por borrar un nombre por no escrito
implacable; virgen, peor que virgen,
qué porque el mismo cielo le cobrara
rencor y le lanzara un rayo
de funesta, perecedera memoria.
El gozo inmerecido es más temible que el más
injusto castigo. Ya no puede morir
aunque quiera morir. Su miseria está en pie,
alta, definitivamente como los ángeles.
3
Más que a mí la aborrezco.
Hinco los dedos en la espalda
del leopardo y me lame
las manos. Intento la bondad
(de suyo menos bella) y la cree
humillación, y da zarpazos.
No encuentro el punto donde pueda
ofenderla o apaciguar su furia.
Humillada, soberbia, amante,
rencorosa, desnuda la
inundo, y de nuevo el amor
vence todo aborrecimiento.
4
Si la azucena es vil en su pureza
y oculta la virtud del asesino,
si el veneno sutil es el camino
para lograr exacta la belleza;
engaño pues mi amor con la nobleza
y confundo lo ruin con lo divino,
hago de la cordura desatino,
de la sola mentira mi certeza.
Nadie sale triunfante en la batalla,
ni angélica promesa en que me escudo
ni humana condición que me amuralla.
Contra toda verdad he de quererte,
equilibrio infernal. Nací desnudo:
sólo contigo venceré a la muerte.
La impureza, 1951.
A LOS POETAS EN EXILIO
No envidiamos vuestra comodidad
ni vuestros insultos al dictador
ni vuestras epopeyas a Sandino;
eso bien puede hacerse fuera de las fronteras.
Preferimos estar aquí, hasta
que el dictador convierta nuestra
cobardía en heroísmo, cada palabra
que no hemos dicho, en certero proyectil:
queremos que Sandino renazca entre nosotros.
Vela de la espada, 1951-60.
A UN POETA DEL RÉGIMEN
Cuando estabas chavalo celebramos
tus gracias y vaivenes; de hombrecito
tu ingenioso buen gusto y osadía.
Ahora que utilizas tu Cervantes,
tu francés, tu Péguy, todo lo que antes
aprendiste, oíste y has escrito
en alabanza de la tiranía,
deja que celebremos tu delito.
Vela de la espada, 1951-60.
PÁGINA BLANCA
A Octavio Paz
Lucidez y/o borrachera del poema. Insolencia del ser que
desborda de su propia mirada, plenitud o más, derroche, por el ocioso
estremecimiento del favorito, pues que los dones ni siquiera están contados y
los prodigas con generosidad viciosa. Aleluya. Alabado quien venga en nombre
del despilfarro, que sólo quiere entregar el exceso de poderío. Yo te celebro,
salud, fruto de la tierra, parto sin dolor, fluyente leche tibia, vino
rebosante, imaginación de la sangre, porque significas el Sí que sobrepasa la
mera existencia; porque nadie merece lo que no puede dar.
Poemas temporales, 1952-83.
ARTE POÉTICA
Un poema
que no más
se llame
la vida.
«Serie menor», en Poemas temporales, 1952-83.
VITA ARSQUE POETICA
Bautizo las palabras, pongo
nombres a los nombres. Digo
la noche y significa una
paloma. Imagino el leopardo
y tus ojos lloran. Sufro la luz,
el día y gano la impureza.
Dibujo un rostro más ¡Dios
mío! sobre el tuyo. Escribir
un poema es como recordar
el futuro. Es engendrar un hijo
en la tumba. Grabo tu nombre
y se confunde con el mío.
Qué repentino padre soy
en el mismo instante. Qué
dios sobre este muro que
emborrono desde que nazco.
Éste es mi testamento, mi
bautismo, tu imagen y semejanza.
Contemplaciones europeas, 1957.
TALLER, TALLERES, TALLERISTAS…
–Pinten un huevo con palabras, decía Coronel en su
gallinero imaginario. Lo ovoide, lo elíptico, lo rosáceo, pintarlo por dentro y
fuera hasta que no quede nada del huevo sino palabras. Corregir la pintura,
tacharla, rasparla y que sólo quede lo resplandeciente de la criatura. A ver,
vate –me decía a mí–, desembuche. Y yo sacaba mi mierdita de la bolsa y él leía
y leía, serio, sonriente, picarón y decía: –Esto es una reverenda mierda. Pues
así va uno aprendiendo en el taller de la vida. Así Cardenal aprendió más que
ninguno. Y yo sigo aprendiendo todavía.
Managua, 29 de mayo de 1981
La nueva Nicaragua, 1980-84.
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