miércoles, 10 de noviembre de 2021

POEMAS DE ERNESTO MEJÍA SÁNCHEZ

 



Mujer dormida

 

  

 

Verla dormir ¡Dios mío! aun al precio

de no verla en mis sueños –es una

gracia increíble, no esperada. Porque

tampoco pedí verla dormir.

                                De día

ilumina la casa con su risa, sus ojos

dicen: ésta es la vida, ésta mi casa,

ésta mi risa y soy tuya; pero verla

dormir encarnando la noche, oírla

¡con qué seguridad! respirar,

entre monosílabos entrecortados

responder a mis interrogaciones

sobre el futuro, o decir: “Hijo mío”,

no sé si a mí o al que ha de venir,

es una dicha impagable. Así me sorprende

el alba, besando sus ojos humedecidos.

 

 

 

El tigre en el jardín

 

 

 

Sueño con mi casa de Masaya, con la quinta que malbarató mi padre, donde pasé la infancia. Estamos a la mesa, en el pequeño comedor rodeado de vidrieras. Comemos carne asada sangrante, todavía metida en el fierro. Su fragancia esparce cierta familiaridad animal. Hay visitas de seguro, amigos y parientes, pero no veo sus rostros. En una esquina de la mesa, yo como lentamente. De improviso vuelvo la cabeza hacia el jardín y veo el tigre, a cinco o seis pasos de nosotros, tras la vidriera. Tomo la escopeta del rincón, rompo un vidrio y le disparo enseguida. Yerro el tiro mortal y la bestia cobarde y mal herida huye de tumbo en tumbo bajo los naranjales. Mi padre saca una botella de etiqueta muy pintada, con las medallas de oro de las exposiciones, y leo varias letras que dicen Torino. Salen a relucir unos vasitos floreadí-simos, azules, magenta, ámbar, violeta. Todos beben y alaban mi rapidez y agilidad, no así la imprudencia de disparar sin percatarme si el arma estaba cargada. Unos dicen que cuando la bala iba en el aire, la fiera impertinente movió el cuello y ya no le di en el corazón sino en la paletilla. Yo como lentamente. Debe ser día de San Juan, día de mi madre, solsticio de verano. La mente ardida sigue dando vueltas al tigre. En un descuido lo persigo hasta verlo caer como un tapiz humillado a los pies de mi cama. Todos siguen bebiendo. Ahora felicitan a Myriam, pero la mujer consigna sin reproche que son cosas mías, cosas de mi sola imaginación.

 

 

 

La sopera

 

 

 

Madre tenía una sopera de aluminio brillante, sin ninguna abolladura, que lucía sólo con las visitas distinguidas, y eso para una naranjada o un bole de naranjas, de ésas que daba nuestra tierra. Mentira que fuéramos terratenientes latifundistas, como dijo uno por allí, sino que teníamos un miniminifundio bien cultivado de qué comer, allá, antes de la Alianza para el Progreso de los Somozas. Bueno, pues la sopera relumbraba en el aparador como un artefacto de Benvenuto. Pero los niños somos (o fuimos) aristotélicos y nos intrigaba, no podíamos concebir, que una sopera no sirviera para la sopa diaria. Por eso, cuando llegó Mama Rosa, una Argüello grande y rosada, señorita del siglo XIX que fumaba puros chilcagre y todo el día estaba rosario en mano con una baraja española llena de reyes, de bastos y de oros, y vimos la sopera humeante en la mesa, también hubo desconcierto, y alguien dijo, y estoy seguro que fui yo: Mama Rosa, es la primera vez que esta sopera sirve para sopa, será porque hay visitas. Mama Rosa sonrió como rosa en su otoño y Madre nos lanzó una mirada conmovedora, que tenía del rencor y el disimulo de la clase media cogida infraganti, descubierta en no sé qué esencial falta de elegancia, en pecado mortal contra la distinción que no permite bajar peldaño, ni morirse de risa.

 

 

 

Pezuña del arcángel

 

                                                                         A Federico Cantú

 

 

 

Toda la noche estuve oyendo su tempestad

sobre mi cabeza, golpes secos como de cascos

de águila o tigre o garras de caballo,

azotándose sobre el duro pavimento, creo

hasta sangrarse la carne blanda o el muñón.

Caballo amaestrado sólo para el suplicio,

águila que sólo sabe revolverse en lo duro,

pájaro más que humano o cuadrumano alado,

qué tengo yo, qué me codicias, qué impudor.

Toda la noche estuvo trabajando en su terco

desvío, afuera oí las chispas de acero

de las uñas contra el cemento, esas pétreas

prolongaciones de la furia contra lo sellado,

o suaves quejidos como ternura en acecho,

imitando el dulce y agitado respirar de mi madre

o el sueño intranquilo de Myriam que me protege,

y dije: Paloma o tigre, no me tientes, soy de aquí,

ni el oro ni el poder me apartarán de este lecho,

no me compres, no digas lo que no debo decir,

sé responsable de mi dicha, no la compres.

No cedí. No cedió. Subí a la azotea en la mañana.

Ahí estaban los zarpazos enfurecidos, el plumón

rojo, la piedra desgarrada como mi espalda.

 

 

 

Disposición de viaje

 

 

 

Tercera clase

Conversaciones en el bar

 

 

Tercera clase

 

 

 

                              El tren mixto de Madrid salía de Valencia a las

                              dos de la tarde. No recuerdo nada de las

                              particularidades de este remoto viaje. Lo que

                              recuerdo es arbitrario. He soñado una vez

                              en tal viaje. Lo soñado se sobrepone

                              tenazmente a lo auténtico. En lo soñado hay

                              pormenores absurdos... No me es posible

                              por más esfuerzos que hago separar esta

                              mampara del sueño para ver lo verdadero.

                              Lo irreal tiene más fuerza aquí,

                              más valencia aquí –valencia, por validez, dice

                              Gracián– que lo real. Así sucede muchas veces

                              en la vida. Y gracias a tal sustitución absurda

                              la vida suele tener, acá y allá, a pedazos, su

                              encanto. Hice el viaje en tercera. No sé

                              nada más. Si los que evocan su pasado

                              confesaron con lealtad las fallas en la

                              memoria, lo recordado tendría más valor.

 

                                    Azorín, Biblioteca Nueva, Madrid, 1941, II.

 

 

 

Vamos en tercera, de Madrid a Valencia, por eso de Las Fallas. Y arranca el tren con gran estrépito español, antes de tiempo. Hace hambre al parecer, pues todos se han puesto a hurgar en sus atados y sacan panes y hogazas y facones para cortar peligrosamente el de cada día. Mechan el corazón con longaniza, morcillas, jamón serrano o queso ratonado. Los precavidos traen sardinas y merluzas o tortilla de patatas para el come que te come. No llegamos a la primera estación y ya hemos devorado un metro de pan con su aderezo –porque me han convidado con gentileza–. Que el americano se va a morir, darle algo. Y dale con el americano; y pasarle también la bota de vino juguetón. Se oyen cantos o parecen cantos con el vino. Ahora, a los postres, el americano va despacio con las naranjas, unas de oro valencianas, marcadas con un superfluo sellito de tinta roja que dice Valencia, que con el zumo manchan los dedos a su antojo. Ronda el vino en el canto y cada quien canta su cual canción de su región, que es la mejor y que le da por el culo a todas las otras. Y ahora a darle: Que cante el americano, que cante el americano. Y alguno muy sabido agrega: ¡Pero en inglés! Y el americano, haciendo de tripas lo que son, saca el alma a rodar y da de sí un romance del Conde Dirlos, que no habéis oído, aprendido de niño allá en su tierra, después del mar, con música de Mudarra o de Flecha el Viejo, Cancionerillo llamado jardín de amantes, sin pie y sin fecha. Y Moñino, que lloraba de risa.

 

 

 

Conversaciones en el bar

 

 

 

Dicen que lo maté, lo oí en La Habana; pero nadie quiso decírmelo a mí solo. Esperaron el teatro lleno y lo gritaron a pedradas, con huevos podridos y tomates. No dicen que lo maté, técnicamente; sino que lo vendí, que lo entregué en mi casa, entre sábanas blancas. Sí, Granada andaba loca en busca de colores. Azul y rojo, rojo y gualda en las banderas, por los arrayanes, las arreboleras, en el carmen de Falla, husmeando fuego ritual y sangre en los rosales. Ruiz Alonso, mascando un clavel negro entre las fauces lo mandó a perseguir y nos buscaron casa por casa, porque la nuestra era toda Granada y allí me lo encontraron, ya pálido, los sayones de tricornio. Mis hermanas le llevan camisas y holandas con alhucema y azahares. Allí los sayones se están rifando sus vestiduras. Allí se oyó que yo era él y que esa misma noche me matarían. Y Ruiz Alonso, chafando su clavel, mandó hacer fuego sobre la L azul de Luis en la pijama.

 

 

 

 

Poemas temporales

 

 

 

Arte menor

 

 

Hilos telegráficos–

aéreo pentagrama

del canto de los pájaros.

 

 

 

 

Historia natural

 

 

 

I. Pandurata índica

III. Los fresnos

4. Apuntes en la embajada

Nicaragua celeste

Del cielo y la tierra

Solo a la tierra

 

 

I. Pandura índica

 

 

 

En la vieja avenida Jalisco, no la antigua, hoy Pedro Antonio de los Santos, el arborizante puede ver todavía dos magníficos ejemplares solemnes de hojas oblongas, verde oscuro, casi azules al anochecer. Por la construcción que decoran simétricamente se puede calcular su edad; datan de cuando la Villa de Tacubaya no estaba aún ligada a la ciudad creciente por la avenida que ahora lleva su nombre; cuando las familias decentes, huyendo del Tívoli y del Arbeu, buscaban vida recoleta, y, según se dice, mejores aires, de importancia o del Bosque. Cincuenta, sesenta años tienen estos gemelos gigantes, únicos en el Valle de México. Aseguran que la finca pertenece a un licenciado, que perdió la magia electoral hace unos sexenios. Yo lo felicito; a lo mejor se hubiera construido ahí un palacio estilo remordimiento y los gemelos habrían caído perfumando el hacha consabida. Balbuena sabía de estas cosas y varias veces me lo dijo.

 

 

 

III. Los fresnos

 

 

 

Los fresnos son mi delicia; son los padres y los hijos del Valle. Por mi mano plantados tengo cinco, que ya dan sombra en el claro verano. Sus hojas, menudas, dulces y fuertes, cantan con la brisa en primavera. Tras un otoño de minutos, vuelven sus alas verdes, de un verde enternecido que hace llorar. En cinco, cuatro, tres años, han crecido más que mis hijos, pero todavía son tiernos como ellos. Bajo el mayor yace La Peque, la gatita angora de Juanuca, que le da vida graciosa y animal. Se nutre el fresno de La Peque y La Peque salta en sus ramas, en sus hojas, en mis ojos, cuando azota la luna.

 

 

 

4. Apuntes en la embajada

 

 

                                Occasionally a female would be seen carrying

                                a young one on its back, to which it clung

                                with legs and tail, the mother making its

                                way along the branches, and leaping from

                                tree to tree, apparently but little encumbered

                                with its baby. A large black and white eagle is

                                said to prey upon them, but I never

                                witnessed this, although I was constantly

                                falling in with troops of the monkeys.

 

                                Thomas Belt, The Naturalist in Nicaragua,

                                VII, Londres, 1878, pp. 91-92.

 

 

 

Veo a los nicaragüeños malhablados, hijos de mona y guardia, negros, renegridos, morenos, morochos o morunos y murrucos, hablando francés, francés cercopithèque –porque antes creíamos los del Centro que éramos más o menos blancos, cara blanca, cebus albifrons, pues no visitamos las afueras– y ahora, afuera, de lejos, te vemos, tierra, como sos. Tierra negra, morena cuando más, como la carne que quiero y no quiero. Madre carne, madre patria, bandera mentida en blanco y azul (por moler a Rubén Darío), yo te veré si es que te veo como serás. No me borres, porque yo canté el Himno y marché a la zaga algún día. Anduve de rama en rama del árbol genealógico, hice un claro en el bosque, fui un niño como fueron mis padres, un niño y ya no lo soy. Un niño, un monito, en un reino junto al mar, como dijo Edgar A. le Grand Poet.

 

 

 

Nicaragua celeste

 

 

 

                                          Unripe bananas and porterhouse steak

                                          colored sunsets of Nicaragua.

 

                                                       M.L., Hear us O Lord…, II, 47.

 

 

 

IV

 

 

 

                                          And I saw a new heaven and a new

                                          earth: for the first heaven and the first

                                          earth were passed away; and there

                                          was no more sea. And I John saw the

                                          holy city, new Jerusalem, coming

                                          down from God out of heaven,

                                          prepared as a bride adorned for her

                                          husband.

 

                                                       King James Version, 21, 1-2.

 

                                                               A Pablo Antonio Cuadra

 

  

 

Ni la bandera azul y blanca flotando temblante en el aire caliente que se vuelve celeste, ni la corbatita azulenca ya desteñida por los desfiles del Quince de Septiembre, ni siquiera el Azul envejecido de don Rubén Darío, ni los ojos soñados bajo el mar, sobre el cielo, en que me abismé con terror y orgullo ilegítimo, ni tú, mediterráneo salobre, garzo y ojizarco, que el griego y el latino caeruleus y el náhuatl chalchuihuitl confundieron con el verde esmeralda que brota del centro de los Cielos, ni. Sino tú, la única, la perfecta, la intocada, ya sin color de tan alta, de tan alta invisible. La que está antes del nudo del ombligo y detrás de la podredumbre de los que no se incineran; más allá de volcanes, y lagos y ríos de apocalípticos nombres donde obligan al Niño a besar el culo del Infierno. Pero siempre pasa lo mismo bajo la energía solar: abominación de la abominación, a la orden del día y de la noche. Desde los trogloditas del tercer milenio a la destrucción por Tito y la reconstrucción por Adriano, del incendio de Walker al nacimiento y crucifixión de Sandino. Adoradores de falos y serpientes y becerros, de armas y dinero, sacerdos castrólicos y monjíferas sulfúricas, siempre los hubo. Brillan incrustados en la Bestia: son sus ojos y tentáculos en pleno poder natural. Ella se muerde y se retuerce enfurecida porque no puede nada contra Ti, Nicaragua Celeste. Lo digo porque fui arrebatado por una nube fúlgida, en la Calle de Humboldt-Nicaragua, y vi lo que no vi, lo que no se ve, lo nunca visto: esta nueva ciudad, astro o planeta, fuera de las galaxias, flotando en el sinfín de lo que no es, poblada y poblándose, por Rubén el primogénito, por José y sus hermanos, hijos de Jacob, por Salomón, rey-poeta como Nezahualcóyotl, y Pablo militar y fascífico, hoy converso de su pueblo. Y yo estoy a la puerta, y amo.

 

 

 

                                (Cuernavaca, diciembre de 1972).

 

 

 

Del cielo y la tierra

 

 

 

IV. Soy solar

 

 

 

Al grito azul del cielo recién nacido, entre el verde follaje todavía oscuro de vida nocturna y animal, responde el desolado fulgor de quien fue rey lunático, de azarosos, azogados, tardos pasos. El ancho disco discurre en su alegría milenaria, después de recorrer cimas nevadas, arenas derretidas, ocasos de llamas furiosas, insolente escarlata del ocaso. Seguir, seguirlo, a ojos vistas, y que duerma un rayo poderoso en la mano magnánima, para entibiar siquiera el débil corazón escarchado de luna fugitiva y penosa. Dónde estarás doce horas más tarde, vistiendo en luz qué tierras, mares, selvas o ríos, con la reverberación de tu poder genital. Soy solar, dios nocturno, cuando el párpado agotado y goloso del día entra con pie seguro en las aguas lentas y tupidas del sueño, no duermo, sueño no más que duermo, por descansar el don luminoso y ardido que me hace menos yo, cuando ya deslumbrado me asombro. Soy solar, de mucho sol al descubierto viene la carne untada al hueso virgen. Soy solar, de mucho mundo al sol, veranos, playas, islas, procede el cuerpo que te entrego esta noche. Soy solar, por más que busque en brazos morenos más ternura que el fuego atesorado, soy solar. Aires nocturnos quieren embalsamar la furia del que duerme; no hay descanso, soy solar. No hay remedio, a mediodía, a media noche soy solar.

 

 

 

Solo a la tierra

 

 

 

V. Noche cerrada

 

Estuve entre las cumbres –no en la Cumbre–,

Picos de Europa, Andes venezolanos junto a la nevada

estatua de Bolívar, Popo de hierro, Ixta dormida

en hielo y repentinamente bajé hasta precipitarme

en la boca misma de la mina sin fondo, la propia

boca del Infierno, sin Virgilio ni Dante, solo,

sólo con mi alma y yo, ya desjarretado por los perros.

Fosos, lagos volcánicos y azufrados de mi tierra,

trampas del cuerpo, cocodrilos, mordiscos, colazos,

dentelladas, pero más bajo que la tierra llana

o el nivel del mar, sino sombra fétida y traidora,

Laguna Negra, húmeda Capilla de Altamira, Cuevas

del Drake, Grutas de Cacahuamilpa y la trompa oscura

de la historia, pies aterrorizados y ardidos, huellas

de Acahualinca y pedruzcos hirviendo que cruzan

el vacío estelar, el terror cósmico –todo y más–

más bajo, más hondo, lo elevado de lo profundo,

del Empire State a la Catedral de Sal, son nada

para esta noche de águila ciega, del súper sapo

hundido en el magma de la gran fisura marina:

Todo esto, menos esta noche sin nada donde

el paso de las aguas comunicantes del sueño

no deja planta alguna en la tierna arenilla,

borrada de inmediato por el ancho labio tibio.

Sin sol, sucio lecho blando, mazmorra cúbica

ni caliente ni fría sino la sombra que vomita

la tinta del calamar central, sangre violácea

de la pata de mula para el ojo purulento, ahíto

de su dueño. Noche cerrada en piedra cerrada,

porque es de noche. Porque es de noche tendrá

que amanecer; quiera quien quiera que quiera, o no,

tendrá que amanecer. No puede ser tanta cerrazón.

 

 

 

Estelas/homenajes

 

 

 

Epitafio

Tríptico de Pablo

Sobre un ejemplar de contemplaciones...

 

 

Epitafio

 

 

 

Joaquín Pasos se murió.

¡Dios lo haya perdonado!

Nosotros no.

 

                                                             (21.1. 1947)

 

 

 

Tríptico de Pablo

 

 

 

1. Sueño en Isla Negra. 4-VI-1971

 

Me han traído de noche. En casa no está Pablo. Está en París, en la vieja villa de París, como en 1927, cuando joven. Pero su casa en la arena no está deshabitada: aquí está el mascarón de proa con sus vetas marinas, sus caracolas y sus libros. Aquí está una que alguna vez le envié con un poeta peruano, que ya es muerto; una caracola horadada por la suave arenisca de Laguna de Términos, Mar Caribe de Campeche, Isla del Carmen, cobrada entre avispas y mariposas con José Carlos Becerra, siempre vivo. Aquí está, como un móvil de Calder, giratoria e inmóvil. Yo no envío nunca libros a los poetas, ni los míos, aunque sean mis amigos, sino whisky, caracolas o puñales. Les mando su pasión o lo que aman con ciega ternura: un relámpago de su fe o su alegría. Qué lástima, no está Pablo en su casa; pero aquí veo sus Góngoras, su Quevedo, Manrique y Garcilaso, el Lautréamont y Maiakovski, que nos deja, como dice en el testamento de su Canto. Qué lástima que Pablo no esté en casa; yo sé que me esperó o me recordó, aquí en sus Mares del Sur; así lo dice al menos en letras de su mano. La última vez que estuvo en México, al lado de Roces, Tlalpan, D.F., con el Comisario Mantecón y el amigo Andrés, yo volaba a Cornell, aquel Cornell de Salomón de la Selva. Cuatro años después, lo encuentro en Puerto Azul, mar de Caracas: llegó despacio, en un buque de carga. Me tocó estar a su lado; Pedro y yo le dimos papel y lápiz; la protesta y la música de toda nuestra América allí sonó en un grandioso acor­de, gracias a su palabra. Como en un sueño dentro de un sueño, le robé unos minutos en el sótano de una biblioteca. Firmó unos libros. Por uno de ellos hoy es libre José Revueltas. Esto lo saben pocos, quizá Lizalde, quizá Fedro. Pablo acaso lo olvide. Quizá Pepe lo ignore. Acaso Pablo nunca sepa que hoy estuve en su casa, a tientas, sin saberlo, a deshoras, tal vez sin quererlo ni merecerlo.

 

2. Presencia en París. 12-X-1972

 

La Motte-Piquet y la Place du Chili. El hombre espera al recién llegado. En mayo no pudo ser; le dejé, sin embargo, unos libros con Roberto y Jorge: raros impresos que él quería, como aquel Caballo Verde, desbocado en el Madrid del 36; libros de amigos, libros amigos que han cruzado varias veces el mar. El hombre está pálido y de negro; dice que una enfermera vampiresa le ha chupado un litro de sangre; se ve que quiere bromear. Llegan 40 baletistas y cantores chilenos, que actuarán por la noche en el Palais Chaillot; tiene que saludarlos de mano y dirigirles la palabra. Luego se repone al calor de los recuerdos, los amigos, los libros; pregunta, inquiere, aconseja, proyecta. Quiere que junte la obra de un gran poeta olvidado; hará él la presentación para editarse como los magnos tomos suyos de Losada. Poco a poco se van encendiendo. Nos lleva a su estudio, a ver sus libros incandescentes: las primeras Iluminaciones de Rimbaud; los Cantos de Maldoror del montevideano; Darío en pleno; libros raros, rarísimos: Los Raros, de Darío, en una edición inverosímil. Un encuadernador francés le ha grabado en el lomo, junto al pez de oro. 1906. Esa edición no existe: la segunda es de 1905, la primera de 1896. Se trata de un riquísimo error. Pablo tiene el único ejemplar de la primera que he tenido en mis manos. Con alegre humildad generosa, me pide que le escriba unas líneas notariales sobre el hallazgo en la página última. Ya están. Ahora debe ir abajo la firma del notario. Lo complazco. Qué gozo franco y risa en el ancho peso alto. Qué alegría neblí. Volvemos a los libros, rojos, viejos, queridos. Voy diciendo los versos finales de su Canto; no imagina que sepa tanto Neruda el recién llegado. Se lo explico en anécdotas: “La antigua juventud gongorinera / tornádose ha nerudataria.” Me hace casi un elogio: “Pero tú no nerudeas”. Nuevas risas. Llega de pronto un español que estuvo en la cárcel de Ocaña con Miguel Hernández. Cuenta su cuento. Nos despedimos tristes. Toma mis manos en las suyas y repite la promesa.

 

3. Pesadilla en Isla Negra. 20-IX-1973

 

En las manos del día, fin de mundo. Frankestein y sus hijos, disfrazados de auténticas hienas y chacales, después de dentellar, patear y destruir a todo Chile, destruyeron la casa iluminada de Santiago, la que Neruda había edificado en San Cristóbal. No salieron del zoológico vecino, sino de los cuarteles, de sus puercos despachos, con las fétidas órdenes en los dientes rabiosos, para que no quedara nada de su memoria, de sus reliquias de hombre gustador de la vida. Ahí lo velaron en su muerte vivísima. Pero para que no quedara nada de su nada fueron a perseguir su único tesoro, que era también de Chile, aquella casa junto al mar de Isla Negra, como que el hombre era la predicción de su negrura. Volcaron anaqueles, quebraron los recuerdos y los mascarones, machacaron la colección de caracolas, rompieron los retratos y los cuadros, las cartas y los besos. Y para que no quedara rastro humano, incendiaron los libros boca abajo, inundaron de pocilga la biblioteca toda, a Chile entero en esa biblioteca. Enemigos del libro los analfabestias. Más bestias que las bestias, porque éstas no osan tocar el lomo de su cuero cuando guardan la letra, el fierro impreso. La bestia suelta no entra en casa deshabitada. La bestia salvaje no se traga dibujos de Federico ni de Picasso ni de Soldi ni de Rossi. La bestia bestia no come libros de Shakespeare ni de Éluard ni de Montaigne ni menos de Neruda. Para sólo morderlos y roerlos tiene que ser apocalíptica bestia, la pocamadre bestia. Bestia bestial pestilencial, lo poco. Y que no me vengan con el cuento que todo o algo se podrá reponer: aquí se perdió todo, inclusive el honor, el honor del género humano entero toditito, a pleno sol, en las manos del día, fin de mundo, de mundo inmundo. Y si hay otro mejor, que así no sea, que lo digan.

 

 

 

Sobre un ejemplar de contemplaciones...

 

 

 

Libro mío, ya saliste a envejecer

sujeto al pudor y la amistad, oculto

entre violetas, eras tan intangible

como luna; hoy eres mueble o cosa,

ignorancia o lujo del ocioso, rencor

del sabio, alacrán de perfume

en la camisa del maldito, incendio

de mi casa, secreto que he vendido,

delación de mi alma, amor o escándalo.

Y otra vez intangible, inmarchito

en las sienes de fiebre del amado

lector que te adquirió venalmente.

Mujer que el amor echó de ganar

amigos de toda condición, sin querer

darás al inocente un poco de temor.

Al dañino, la sabida intención.

Tomado de:

http://materialdelectura.unam.mx/index.php/poesia-moderna/16-poesia-moderna-cat/288-137-ernesto-mejia-sanchez?showall=1

 

EN DEFENSA DE LOS POETAS

 

Pro Murena

Yo los conozco, sí, yo los he visto –mirándome como bebiendo aquel punteo de oro en los ojos amados, el vino a cuestas o el hambre, días para no amanecer, umbrales de la noche y almas borrosas en la madrugada– con el orgullo y el terror de la pluma en la mano, que traduce o finge lo que bien saben y calla lo que ignoran, lo que quieren: porque me ha sido dado tenerlos como bestias de jardín, yo los he visto– lamen la cadena o se ahorcan con ella, pagados siempre de la simple caricia o la pobre opinión, asidos, prendidos a ellas como al leño del náufrago. Yo los he visto amantes: aman la vida y la libertad y sólo son felices en la postración y la muerte. Nadie diga que no son generosos.

 

Estelas / Homenajes, 1947-82.

 

 

LA POESÍA

 

1

 

Este desasosiego, esta palabra que desde el corazón

me llega y se detiene en mis labios, no es nuevo en mí,

sino que permanece, vive desde cuando mis padres

en amorosa lucha concretaron la carne de la muerte

para darme al mundo; y me crece como un mar en el pecho,

siempre cambiante, furioso y sin consuelo.

 

Ha de llegar un día en que tanto afán madure

y se desangre, y esa ignorada palabra detenida

en mis labios rompa el aire como un canto y

me haga feliz y duradero el nombre.

 

2

 

Le pusimos cadenas, la libertamos

con sólo nombrarla. Infeliz,

para este ritual suplicio la elegimos.

La hicimos inmortal, le dimos eterna

muerte encadenada a un nombre no

escrito. Qué no sacrificara, inaccesible,

porque le dieran muerte en una sola noche,

o por borrar un nombre por no escrito

implacable; virgen, peor que virgen,

qué porque el mismo cielo le cobrara

rencor y le lanzara un rayo

de funesta, perecedera memoria.

 

El gozo inmerecido es más temible que el más

injusto castigo. Ya no puede morir

aunque quiera morir. Su miseria está en pie,

alta, definitivamente como los ángeles.

 

3

 

Más que a mí la aborrezco.

Hinco los dedos en la espalda

del leopardo y me lame

las manos. Intento la bondad

(de suyo menos bella) y la cree

humillación, y da zarpazos.

No encuentro el punto donde pueda

ofenderla o apaciguar su furia.

Humillada, soberbia, amante,

rencorosa, desnuda la

inundo, y de nuevo el amor

vence todo aborrecimiento.

 

4

 

Si la azucena es vil en su pureza

y oculta la virtud del asesino,

si el veneno sutil es el camino

para lograr exacta la belleza;

 

engaño pues mi amor con la nobleza

y confundo lo ruin con lo divino,

hago de la cordura desatino,

de la sola mentira mi certeza.

 

Nadie sale triunfante en la batalla,

ni angélica promesa en que me escudo

ni humana condición que me amuralla.

 

Contra toda verdad he de quererte,

equilibrio infernal. Nací desnudo:

sólo contigo venceré a la muerte.

 

La impureza, 1951.

 

A LOS POETAS EN EXILIO

 

No envidiamos vuestra comodidad

ni vuestros insultos al dictador

ni vuestras epopeyas a Sandino;

eso bien puede hacerse fuera de las fronteras.

 

Preferimos estar aquí, hasta

que el dictador convierta nuestra

cobardía en heroísmo, cada palabra

que no hemos dicho, en certero proyectil:

queremos que Sandino renazca entre nosotros.

 

Vela de la espada, 1951-60.

 

A UN POETA DEL RÉGIMEN

 

Cuando estabas chavalo celebramos

tus gracias y vaivenes; de hombrecito

tu ingenioso buen gusto y osadía.

Ahora que utilizas tu Cervantes,

tu francés, tu Péguy, todo lo que antes

aprendiste, oíste y has escrito

en alabanza de la tiranía,

deja que celebremos tu delito.

 

Vela de la espada, 1951-60.

 

PÁGINA BLANCA

 

A Octavio Paz

Lucidez y/o borrachera del poema. Insolencia del ser que desborda de su propia mirada, plenitud o más, derroche, por el ocioso estremecimiento del favorito, pues que los dones ni siquiera están contados y los prodigas con generosidad viciosa. Aleluya. Alabado quien venga en nombre del despilfarro, que sólo quiere entregar el exceso de poderío. Yo te celebro, salud, fruto de la tierra, parto sin dolor, fluyente leche tibia, vino rebosante, imaginación de la sangre, porque significas el Sí que sobrepasa la mera existencia; porque nadie merece lo que no puede dar.

 

Poemas temporales, 1952-83.

 

ARTE POÉTICA

 

Un poema

que no más

se llame

la vida.

 

«Serie menor», en Poemas temporales, 1952-83.

 

VITA ARSQUE POETICA

 

Bautizo las palabras, pongo

nombres a los nombres. Digo

la noche y significa una

paloma. Imagino el leopardo

y tus ojos lloran. Sufro la luz,

el día y gano la impureza.

Dibujo un rostro más ¡Dios

mío! sobre el tuyo. Escribir

un poema es como recordar

el futuro. Es engendrar un hijo

en la tumba. Grabo tu nombre

y se confunde con el mío.

Qué repentino padre soy

en el mismo instante. Qué

dios sobre este muro que

emborrono desde que nazco.

Éste es mi testamento, mi

bautismo, tu imagen y semejanza.

 

Contemplaciones europeas, 1957.

 

TALLER, TALLERES, TALLERISTAS…

 

–Pinten un huevo con palabras, decía Coronel en su gallinero imaginario. Lo ovoide, lo elíptico, lo rosáceo, pintarlo por dentro y fuera hasta que no quede nada del huevo sino palabras. Corregir la pintura, tacharla, rasparla y que sólo quede lo resplandeciente de la criatura. A ver, vate –me decía a mí–, desembuche. Y yo sacaba mi mierdita de la bolsa y él leía y leía, serio, sonriente, picarón y decía: –Esto es una reverenda mierda. Pues así va uno aprendiendo en el taller de la vida. Así Cardenal aprendió más que ninguno. Y yo sigo aprendiendo todavía.

 

Managua, 29 de mayo de 1981

La nueva Nicaragua, 1980-84.

 

Tomado de:

https://poeticas.es/?p=880

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