sábado, 4 de diciembre de 2021

POEMAS DE MIGUEL ARTECHE

 


(4 de junio de 1926, Nueva Imperial, Chile / 22 de julio de 2012, Santiago, Chile)



Canción a una muchacha ajedrecista muerta

 

Llueve sobre el verano del tablero.

En blanco y negro llueve sobre ti.

Nadie controla tu reloj: te espero

para jugar allí.

 

¿Tú mueves o yo muevo? Quién lo sabe.

Quién sabe si allá juega o juega aquí.

De pronto tu tablero es una nave

que te lleva y nos lleva hacia un jardín.

 

Hacia un jardín remoto de caballos

que inmóviles nos miran, y a un alfil

que negro lanza rayos, rayos, rayos,

y hace mil años que está de perfil.

 

Hacia un jardín remoto de tres torres

donde una dama blanca va hacia ti,

te llama a ti, y tú hacia ella corres

y no hay en ella fin.

 

Donde un peón ha roto ya los sellos

y te ciñe las sienes de marfil,

y un rey recoge ahora tus cabellos

para cubrir con ellos su país.

 

Hacia un jardín remoto al mediodía,

donde el agua se tiende en su dormir,

y ya no hay sed y nunca hay todavía

y hay un árbol de sol en el jardín.

 

Sólo que tú no estás. Y está la luna

cayendo interminable en el jardín

sobre las soledades de una cuna.

Y hay olor de silencio y de partir.

 

 

Canción del alfil negro y la dama blanca

 

Negro el Alfil contra la Dama blanca,

negro el Alfil apunta a la garganta

de la blanca Dama,

de la Dama blanca.

 

Negro el Alfil dispara y se adelanta.

Negra es la bala que va hacia la garganta

de la Dama blanca,

de la blanca Dama,

de la Dama blanca.

 

Negro es el rayo que el Alfil levanta,

negro el sonido negro corre a la garganta

de la Dama blanca,

de la blanca Dama,

de la Dama blanca.

 

Blanca es la Dama, blanca es su garganta.

Pero el cáliz levanta

con su blanca mano,

con su mano blanca

con su mano blanca.

 

 

Canto de partida

 

¡Recíbeme, recíbeme en la noche, oh viejo viento de junio,

mientras regreso bajo las suaves estrellas silenciosas;

viento amado del invierno, viento de lluvia y eco,

recíbeme hasta el último suspiro de tu pecho,

y, ahora que regreso, oh noche, espérame en tu puerta!

 

Y de improviso todo el viento se ha soltado,

todo el viento se ha puesto a gemir por la tierra,

pero a mi lado, mientras regreso,

alguien resguarda mis pasos,

y siento una suave sombra

venir hasta mi encuentro.

 

¿Eres tú, fuiste tú, eres tú en esa noche,

eras tú en esa triste, delgada espera sombría,

eras aquel fantasma que surgía en mi cama

a medianoche? ¿O eras una mañana

llena de fugitivos pájaros

que pasaban amándose sobre el asfalto fresco?

¿Eras tú, fuiste tú esa pequeña

llama que por mi espalda sentía silenciosa?

¿Eras tú, amor final, amor que nunca

resbaló por tus ojos -¡oh luz ausente y querida!-,

eras como ese encuentro que el amor abre a tajos

para dejar ternura con soledad y frío?

 

No, no eras eso. Pero tal vez fuiste eso.

Tal vez abres los ojos para mirar la suave

luz de otra primavera pasada por tus ojos;

tal vez sientes de nuevo que el tiempo no ha pasado

por tu cuerpo delgado (o que tal vez ha pasado),

tal vez preguntas algo, y en tu boca se duerme

como otras veces la trágica y oscura luz de la ausencia.

 

Amor olvido, amor lluvia, amor deseo, amor distancia:

he regresado a mi casa, atravesando

el parque silencioso, bajo las sombras

de junio -cansado y solitario-,

mientras giraba todo en mi cabeza

como las hojas que escapaban: cantando

por adentro, pensando qué es lo que fluye,

qué es lo que parte, qué es lo que vuelve;

y aunque me he perdido sin nada, con algunos

nobles amigos, sin poder retener

lo que vivieron y amaron y compartieron conmigo,

pido sólo el temblor del viento entre la tierra

húmeda de este parque bañado por los pasos

fugitivos: amor viento, amor agua, amor distancia.

 

Temblando fue la estrella recorrida, temblando.

Temblaba el cuerpo estrella ceñido entre mi labio.

Temblando mi distancia se acercó a tu distancia.

Temblando entró el recuerdo desde que nos encontramos.

 

No quiero volver, no quiero

regresar a tu vida, pero tal vez quiero

volver a tu distancia. ¿Recuerdas que me hablabas

desde un lugar lejano, aunque estuvieras cerca?

¿Recuerdas que estudiabas con tormento

cuando en el patio la lluvia

empezaba a caer, menudamente, y los viejos compañeros

corrían a refugiarse al corredor marmóreo

y espectral, en la luz del invierno?

No, no recuerdas, pero yo recuerdo

el vidrio frío donde apoyaste tu mano

para dejar apenas una ráfaga triste

y encendida y lejana.

 

Y ahora ha llegado junio y en la noche callada

miles de corazones duermen en la penumbra,

y recuerdo la dorada leyenda de los años

de juventud furiosa en la ciudad, las tardes

de verano ardoroso, los pies sobre escaleras

de metal, los avisos eléctricos cansados

con pupilas de rojos párpados, los libros

de poesía mordidos en la noche. ¡Y ahora, adiós,

adiós calles, adiós conversaciones

sobre el destino del hombre, adiós señuelo amargo

que encandiló los ojos de nuestra adolescencia,

adiós suave medusa, adiós puerta cerrada!

 

Es la hora, es la hora en que debemos morir;

es la hora para rodar en la noche

abrazados, besando de estrella a estrella,

de furia a furia, de hueso a hueso;

es la hora para apretar la angustia

de pecho a pecho, para dejar la muerte

derrotada, perdida, moribunda en el suelo;

es la hora para morir cantando

de nuestras muertes; es la hora para que tú dejes

tu muerte entre mi muerte, amor, amor mío.

Quiero el amor dejar escrito entre tu pelo,

quiero dejar ardiendo tus ojos silenciosos,

para que no haya olvido, porque es la hora

en que debemos morir, es la hora

de la partida, sí. ¡La hora, la hora, por favor!

¡La hora, por favor, dígame, dígame el tiempo

para rodar cantando, apretados, mordiendo,

para rodar los dos en una sola muerte!

 

 

Dama

 

Esta dama sin cara ni camisa,

alta de cuello, suave de cintura,

tiene todo el temblor de la hermosura

que el tiempo oculta y el amor desliza.

Esta dama que viene de la brisa

y el rango lleva de su propia altura,

tiene ese no sé qué de la ternura

de una dama sin fin, bella y precisa.

Aunque esta dama nunca duerma en cama

parece dama sin que sea dama

y domina desnuda el mundo entero.

Esta dama perdona y no perdona.

Y para eso luce una corona

esta dama que reina en el tablero.

 

 

De pronto en una playa interminable

 

Toco en la oscuridad las cerraduras.

¿Cómo llegué hasta aquí?

Es una extraña casa

que rodean tinieblas, y me llaman.

¿Quién eres tú, la que me canta?

Recuerdo ahora el mar. ¡El mar! Si yo pudiera

volver al mar a aquella playa

donde llovía siempre. Allá arriba las verdes colinas

y más allá la tierra escarlata, y la Gran Cordillera

que vigila volcanes, el viento que sopla desde allí,

y el cielo de cristal.

Nadie en las dunas.

La lluvia ahuyenta

y me deja solo en esta playa de pronto interminable.

 

Como el mar es la casa, como la lluvia sus muros.

Siento mis pasos: ya están aquí, y abro la puerta.

¿Cómo cruzar el fuego que arde entre tus pasos y los míos?

¿Quién me trajo a estos muros que se encienden y se apagan?

 

Y entro en otros cuartos que se abren a otros cuartos,

y el silencio es un cíngulo dormido en los dinteles.

La imperceptible niebla empapa las recámaras,

pisa los zócalos, roza ventanas, hunde los lechos.

 

Mis pasos se adelantan al llegar a la sala, al llegar a la mesa,

al llegar al libro abierto de polvo,

al libro y a la mesa que nadie ha tocado en mil años,

y nadie vendrá.

Pero ahora la niebla

toca con su frente los umbrales.

Ya no hay nadie en la casa. (Si hubiera alguien,

¿a quién amar ahora?). Toco la mesa

y la mesa se ilumina.

Toco las cerraduras

y las cerraduras se abren.

Toco en la oscuridad los muros,

y los muros se apartan,

y escucho en el silencio de la sangre el río que me habla

sobre esta oscuridad.

 

 

Distancia de dos

 

¿Desde dónde surgiste para encender la llama

sobre la nieve sola? ¿Desde dónde los suaves

besos se levantaron sobre tu piel perdida,

enamorada sombra de unos días lejanos?

 

Cuando hacia ayer subimos, bajaba tu silencio

de la nieve y los ríos. No teníamos nada

sino un pasado apenas dibujado en el cuerpo

y un encuentro de estrellas dormidas en las manos.

 

Tiembla el viento en la noche, tiembla otra vez la noche

bajo el ansia que vuelve. Temblabas de nostalgia.

Amor, hasta la muerte la noche se hizo tenue,

se hizo larga caricia sobre tu pelo amargo.

 

Lo distante es aquello que apenas ha pasado.

Por eso nombro ahora la primavera lenta

que subiste cantando, sin nada más, con viento

sobre la enamorada distancia de los campos.

 

No sé, no sé hasta dónde quedaré repitiendo

tu nombre, la mirada de tus ojos distantes,

fugaz entre la dura cordillera de nieve,

presente ausencia apenas derramada en mi brazo.

 

No sé, no sé hasta cuándo durará la distancia

y ese espacio de adiós dormido en tu garganta.

No sé, no sé en qué tiempo se hará ceniza y humo,

amor, bajo la noche, todo lo que juntamos.

 

 

El agua

 

A media noche desperté.

Toda la casa navegaba.

Era la lluvia con la lluvia

de la postrera madrugada.

Toda la casa era silencio,

y eran silencio las montañas

de aquella noche. No se oía

sino caer el agua.

 

Me vi despierto a medianoche

buscando a tientas la ventana;

pero en la casa y sobre el mundo

no había hermanos, madre, nada.

 

Y hacia el espacio oscuro y frío

y frío el barco caminaba

conmigo. ¿Quién movía

todas las velas solitarias?

 

Nadie me dijo que saliera.

Nadie me dijo que me entrara,

y adentro, adentro de mí mismo

me retiré: toda la casa.

 

Me vio en el tiempo que yo fui,

y en el seré la vi lejana,

y ya no pude reclinar

mi juventud sobre la almohada.

 

A medianoche busqué

mientras la casa navegaba.

Y sobre el mundo no se oyó

sino caer el agua.

 

 

Escrito al amanecer

 

                                                      ... la más suave doncella

              me vierte el aguamanos en jofaina de plata;

                         me sirve pan y vino sobre mesa pulida

                                     antes de que se acerque la noche.

 

Y me dormí pensando en él, mientras la nieve

cae profundamente en mi pasado, y cae

sobre este mar de tinta. Por la noche y el alba

siguió la nave sola.

La esperanza perdí

de encontrarlo.

Nadie había en la nave;

y en las islas del viento

nadie me dio noticias de mi padre,

ni más allá en la tierra de la pócima mágica.

Por el alba y la noche siguió sola la nave.

 

Ahora sé que está muerto, que es inútil la nave,

inútil es el mar y todos los conjuros;

no importa donde esté, si en alguna ribera

sus huesos se deshacen en los dientes del viento:

inútil suena todo. Nunca estuvo conmigo,

ni siquiera el sueño me ha traído sus ojos.

 

Por el alba y la noche volvió la nave al puerto.

 

 

Este es el fin del Cristo abandonado

 

Este es el fin del Cristo abandonado,

el fin de la lanzada, el clavo y el vinagre,

el nunca más de la Resurrección,

el siempre de la muerte en el Sepulcro,

el fin del pan que multiplica

la sangre, el fin del buen ladrón y Magdalena,

el fin del hombre Lázaro sin muerte.

Este es el fin del traidor en Judas,

del cobarde en tu Juan,

el fin de la ramera perdonada,

la huida en Mercader y a latigazos,

el balbucear del rico que entra al cielo

cada cien mil años, y el sisear del pobre

descoyuntado a huesos por el rico.

 

Esta es la fuga a noches en el asno,

el apagarse de la estrella,

el reventar de los belenes, el estallido

de la pregunta que no dice

José de Arimatea.

                                       Este es el fin

del centurión y de los lirios

del campo (mirad los lirios del campo, y Salomón

con toda su gloria

no pudo alimentarte).

                                             Este es el fin: buscadme ahora,

decidme ahora que no sea

el fin de la Palabra

(en el principio de la Palabra, en el principio

las Tinieblas que jamás

se van), y el Río que a los mares

se va, según el Cristo, y el Cristo no regresa:

se va, se fue: lo dejo escrito

a ver si no es el fin, a ver si en esta noche

Tú no me has abandonado.

 

De "Para un tiempo tan breve"

 

 

La dama sola

 

Qué tiempo aquel dorado de mi Dama la sola,

cuántas olas oscuras viniéronla a abrazar:

en qué secretas cámaras vi su cuerpo desnudo,

y en su cuerpo la noche que a veces tiene el mar.

 

Qué playas de este mundo, qué soles cuando siento

que muy sola mi Dama me convida a beber

su vino del pasado, y el vino en mi garganta

me hacen joven de nuevo con otro amanecer.

 

Qué lluvia hay en las sienes de mi Dama la sola.

Me levanto y le digo: cuánto frío hay aquí.

Y en el fondo del vino miro volar un pájaro

negro, y está nevando, y deseo partir.

 

Y la Dama me sigue: qué insistente es mi Dama:

cuánta niebla en sus manos, cómo sus ojos son

países desolados por el hambre y la luna

y las redes bermejas que le lanza el terror.

 

Cuánta nieve de antaño me ha traído mi Dama.

Cómo sus ojos brillan si la trato de tú.

Y siento que envejezco cuando me da una rosa,

la rosa que cortara allá en mi juventud.

 

 

La encantada

 

La encantada, la ofendida,

la trocada y trastocada,

la que a mí me mudaron

como árbol sin hojas,

como sombra sin cuerpo.

Dios sabe si es fantástica o no es fantástica,

si en el Mundo se encuentra o no se encuentra.

La que veo y se esconde,

la que los niños siempre miran,

la que jamás verán los Mercaderes,

la que aparece

y desaparece.

La que conmigo muere

y me desmuere.

La visible,

la invisible

Dulcinea.

 

 

Lágrimas que dejé tras la montaña...

 

Lágrimas que dejé tras la montaña.

Ojos que no veré sino en la muerte.

A través del adiós, ¿quién me acompaña

si mis ojos que ven no pueden verte?

Lágrimas y ojos que estarán mañana

tan atrás del ayer.

Aquí, donde no se abre la ventana:

aquí la tierra mana

lágrimas y ojos que no te han de ver.

 

 

Los que resplandecen en la noche

 

Están aquí en la noche

más jóvenes que nunca, albores de sus venas,

fulgores de sus ojos inviolados:

llamas que arden sin arder, pies y manos

sellados por el óleo:

esplendores que giran sin moverse

con el sol nocturno que corona sus cabezas:

interminables cuerpos

de fuego que se extingue y no se extingue;

transparentes de ser cuerpos

que nos tocan:

bocas gloriosas que desprenden estrellas:

están en todas partes y no están en todas partes,

y están sin espacio,

sin espacio sin espacio sin espacio

de nunca estar estando: ágiles

como todo el relámpago: purísimos

de ser siempre nuestra compañía: tiernos

cuando nos tocan en el sueño,

cuando nos besan y decimos que es la brisa.

 

Están aquí para que los miremos sin mirarlos,

los únicos que nos borran la tristeza de estar vivos,

los únicos que nos dicen que a la Casa no hemos regresado.

Están aquí más jóvenes que nunca

en sus radiantes cuerpos,

en sus perfectos cuerpos esta noche,

vestidos por el agua y por el fuego,

más jóvenes que siempre en la sustancia de la luz,

los Resplandecientes.

 

 

No hay tiempo si en el agua de diamante...

 

No hay tiempo si en el agua de diamante

que roza nuestros cuerpos

tú y yo nos sumergimos: el agua tuya con el agua mía

de tu boca, y apenas el hundir

de los secretos labios en el mar.

Sólo tu piel abierta

como la abierta noche de la noche

donde tus muslos amanecen.

Y el silencio en los olivos.

 

Noche perdurable

 

Apóyate, noche, sobre nuestros pechos: éntranos

en tu centelleante oscuridad.

 

Noche de los amantes que yacen sepultados,

noche de la serpiente que nos acecha siempre.

Solemne y alerta

apóyate para cantar en nuestros pechos. Apoya

tu cabeza en los muslos del solitario:

hazlo fulgir, haz que su llama brille un momento,

haz que su fuego se eleve a tu cabello estrellado.

Sobre las llamas de nuestras vidas desiertas,

tú, la gran errante, vienes sobre nosotros.

 

 

Primera madrugada

 

Escucha, susurrante, el tiempo de las estrellas,

la silabeante madrugada que se acerca.

Escúchate el cuerpo que tembloroso aguarda,

la llave desolada del abrazo, el trémulo contacto,

la mano que te cierra los ojos, la tierra que se abre

con ignorados frutos. ¡Levántate, dormida!

La noche final te atraviesa,

todo el mundo nos atraviesa, nos envuelve.

 

Mi cuerpo está en ti.

Nuestros cuerpos gimen a través de la tierra.

Muerdo el gozo del rocío y levantamos las banderas del amor

en lo alto de los edificios orgullosos.

Y en ti tomo la humedad de los bosques,

las solitarias fuentes escondidas.

Y liberto en tu sangre los ríos en esta hora de las colinas que se

             estremecen,

ahora que tú rasgas la noche que se aleja,

y yo surjo de ti, nutrido de tu amorosa profundidad.

 

 

 

Si no es a oscuras no te veo...

 

Si no es a oscuras no te veo.

Si no es a noche no te alcanzo.

Si no es en ay donde me tiemblo.

Si no es perdido cuando parto.

Si apenas agua sobre el fuego.

Si apenas fuego sin la mano.

Si apenas mano con el beso.

Si no es perdido cuando parto.

Si apenas siempre cuando encuentro.

Si nunca encuentro cuando espero.

Si toda muerte en el abrazo.

Si nunca llego cuando llego.

Si nunca muero cuando muero.

Si no es perdido cuando parto.

 

 

Soliloquio de la enamorada de la noche

 

Pero ayer no fue tu tiempo. Tu tiempo comenzaba

detrás de la oscuridad, en las doradas

tumbas de algún otoño. Porque tu tiempo

no es el de ayer, ni siquiera será el que me arranques

el día de la mirada. Pasé yo junto a ti,

y te miraba. Y era el tiempo sobre los sellos del amor.

 

Las calles en que no estás se han tornado vacías:

la alegría furiosa estalla en el pavimento:

brotan las extrañas flores de los rostros

recibiendo la luz gloriosa: y en la tarde

la juventud es inmortal bajo la cólera de la vieja primavera.

Y tiemblo al recordarte: escucho siempre tus palabras:

temblaba cuando abandonaste tu mano sobre mi vientre,

porque me sentía herida: y eran tus palabras

las que me penetraban. Y era el óleo primero del amor.

 

Ay: el tiempo y las tinieblas del amor están perdidos,

y no tengo raíz que me haga renacer,

y no puedo despedirme entre estas cuatro paredes muertas.

Ay: el tiempo del amor derrotado, el minuto del viento que pregunta

fluyen en mí, manan de mi cuerpo como los ríos claustrales de la ausencia,

y estoy despierta en la noche mientras el cielo arde desde que amanece

y la gloria de abril se escucha afuera.

 

Todo era hermoso entonces. Estabas

siempre partiendo de ti mismo. Y yo partía

de ti para encontrarme. Si te inclinabas

el agua del amor me borraba los ojos. Si te inclinabas

era como si tu vientre se uniera con el mío dentro del vientre de tu madre,

y yo no hacía sino quemarme interminablemente,

y mirando todo el mundo pasar ante mis ojos, tú entrabas

                                                   en mi muerte, mudo, y la penetrabas,

cuando descendías sobre mi cuerpo, y cuando mi cuerpo era

 tu agricultura sedienta.

 

¿Es él el que regresa preguntando cuánto ha durado el tiempo y cuántos siglos espero?

Yace en otro país y otro tiempo late para él, otro tiempo distinto del mío:

duerme mientras yo camino y converso con otras personas:

y yo no puedo estar en ninguna de esas cosas,

y no es él el que vuelve sino la lluvia que amenaza a la capital desde el norte

y los millones de miradas estremecidas por el repentino otoño que ha llegado.   

¿Quién llama, amor mío, desde las torres de los edificios altivos?

¿Eres tú el que pregunta en el silencio de la noche?

Los pasos se alejan por la calle y los muros envejecidos:

y no eres tú el que regresa,

porque sólo se tienden sobre mi rostro todas las insignias del amor derrotado

y nada queda en mi corazón sino los ecos que repiten largamente

las campanas de la oscuridad.

 

 

Tierra ausente, no has de volver jamás

 

Por eso, cuando el vientre sinuoso del alcohol te rodea;

cuando las luces de las calles resbalan por tus ojos

como extrañas bocas planetarias;

cuando -con los puños ardientes-

preguntas por el pasado que escupe tus entrañas,

tú escuchas, bajo el eterno

y solitario corazón de la noche,

el respirar, la angustia, las historias anónimas

de millares de cuerpos ya desvanecidos

bajo embelesos negros, y el incansable

sueño del tiempo que hunde sus cinturas heladas.

 

 

Thomas Wolfe camina por Virginia

 

                                                                                 A Guillermo Trejo

 

A través de la noche vas dejando tu ausencia,

sin hojas que desde el bosque anuncien lo que has dejado,

sin puertas que penetren tus pasos oscurecidos.

Oh impalpable, oh músico de viejas y enterradas ciudades,

escucho, uno a uno, tus pasos bajo la noche

-la noche sobre Virginia- cuando llegaste a Richmond

mordiendo tu corazón, abandonado en vida

como una profunda ola en un mar lejano.

Pardas y tristes glorias cubrieron tus tristes ojos.

 

We shall not come again.

We never shall come back again.

 

No pasarán los aires sobre tu lento cuerpo.

Tú, el más extraño, el eco de un amor oscurecido,

el más lejano en tu aventura por la tierra,

ven a recibir la mano que no encontraste,

ven a abrir la puerta, ven

a recordar los nombres que en tu memoria huyeron,

ven a buscar el niño delicado y confuso,

perdido en la colina,

ausente porque el tiempo pasaba entre los arces.

 

Desde entonces, desde ahora

entras sobre la mano rugosa de nuestra América,

Thomas, Tomás, apellidado angustia,

Thomas, Tomás, apellidado furia,

Thomas, Tomás, apellidado muerte;

vienes sobre los hombros del caballista duro,

caes sobre los pasos cansinos del solitario,

cantas en los fogones tu extraña vidalita;

Thomas, Tomás, tu cuerpo se ha extendido

y en la noche profunda tú has mordido el relámpago

y has muerto de la última muerte que deseaste.

 

We shall not come again.

We never shall come back again.

 

En el océano lechoso de una antártica niebla

un día atravesaste los caminos de Francia.

Fuiste sucesivamente rompiendo tu vida,

fuiste destrozando callado el aire que te rodeaba:

eras demasiado amor para el estrecho círculo

de Asheville, de Park Avenue, de París o de Londres,

eras demasiada angustia para Esther desolada:

Mrs. Jack, su mundo planetario,

la joya derrotada de su amor en la noche.

Oh corazón: pregunta en nuestra América oculta

si tu efímero sonido de hombre destrozado

encontré, por fin, un eco que se volviera piedra,

un canto hecho de furia, un canto hecho de viento.

 

Virginia, los pinos de Virginia, las playas con secretos,

la estación neblinosa,

el mar como mujer dormida:

todo pasa a tu lado, pero tu amor persiste;

cada paso tuyo es un paso hacia la muerte,

así como los tristes fantasmas de las hojas

tras tu espalda cansada, así como esperan

al llegar a tu casa la muerte de tu hermano.

Y alguien entona al tiempo de morir solitario

una antigua canción de angustia y de nostalgia.

 

We shall not come again.

We never shall come back again.

 

Vuelve, vuelve ahora, reposa, hermano,

para que desde lejos, de todas partes vengan

a recibir tu cuerpo que traspasan las sales,

para que pongan calma en tu cuerpo dormido,

para que llenen de música tu nombre,

para que cubran de silencio tu angustia.

 

 

Última primavera

 

La luz bajaba desde la colina.

El sonido de un tren, un paso que he perdido.

Juventud, herida de otro tiempo,

te alejas soñolienta

como una verde lámpara sepultada en la noche...

 

Algo silencioso

estaba junto a mí. La lluvia

penetraba los techos perfumados.

Juventud, perdiste tu campana antigua,

tu yelmo mágico,

tu vara transparente.

 

Ésta es mi habitación. Ésta tu llama.

Éste el vestido. Ésta tu cintura.

«Tu nombre», dijiste, «se ha perdido en la sombra.

Búscalo más allá, detrás de las colinas».

 

Era yo el que cantaba.

Nadie ha de saciar nuestro encuentro perdido.

Me perdí en el bosque. Partiste a los canales.

La luz bajaba desde la colina.

Tomado de:

http://amediavoz.com/arteche.htm

 

LA BICICLETA

 

En rueda está el silencio detenido,

y en freno congelado la distancia.

Qué lejano está el pie, cómo se ha ido

la infancia del pedal sobre la infancia.

 

El reino del volante sometido

se borra con la sed que hay en la llanta.

La mano que no está tiene un sonido

de tanta ausencia y cercanía tanta.

 

Cuán remota la edad que en ti palpita

con las velocidades de tu cita,

y qué rápida estás con ser tan quieta,

 

tan inmóvil pedal dormido ahora

por la lluvia de ayer que te evapora

tu perdida niñez de bicicleta.

Tomado de:

http://camararodante.blogspot.com/2009/08/la-bicicleta-un-poema-de-miguel-arteche.html

 

Arpa rota en la lluvia

Cuando la lluvia tenue detiene los recuerdos

sobre el mar solitario; cuando el tren ha pasado

dejando en los durmientes sus metálicas furias;

cuando tiembla el almendro tocado por los muertos;

cuando la breve música te borra las distancias

y silencioso escuchas que tu cuerpo ha partido,

que sólo estás en otro cuerpo que te recuerda,

vibra tu mano rota mordida por la lluvia.

Murmullos de la muerte, que ascienden lentamente

por tu cuerpo deshecho, hace brotar la lluvia,

cuando alguien pisotea tu cabello extendido

y tu ramaje yerto poblado por el viento.

Tomado de:

https://ciudadseva.com/texto/arpa-rota-en-la-lluvia/

 

 

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