lunes, 6 de diciembre de 2021

POEMAS DE DIEGO JESÚS JIMÉNEZ

 


(24 de diciembre de 1942 /13 de septiembre de 2009 Madrid, España)


El silencio

 

¿Dónde podré esconderme

si no es ahí, en estas

palabras de amor?

                                    Ante vosotras,

hijas del turbio hospicio

de mi alma -mis dóciles

doncellas-, llora mi desconsuelo.

Yo les escribo

a las pequeñas manchas de tinta

de tus manos, como si fuesen

                                                   cartas que debo

contestar en la noche. Toco el falso

disfraz, el picaporte

de tu oscuro colegio; en él

suena mi vida, discurre

como un río mi vida.

                                       Llega ya el príncipe

de tus libros azules, sobrevuelan las hadas

que te ocultan y encienden. En tu cuello alargado

se oscurecen mis sueños, tus caderas sin nadie

me preguntan; ya llegan

como calientes besos, como nubes lejanas

tus rodillas; me bendice tu sombra

clandestina. ¿Dónde

                                         están tus ojos,

que a todo respondían?

Entonces

eran tus pechos nidos, eran pequeños pájaros

sin vuelo; eran llanuras, pueblos

deshabitados, llaves

de pequeñas iglesias, de alacenas

vacías.

Hoy,

que el deseo se cumple, este

negro silencio de la noche nieva

en el alma, nieva

sobre la oscuridad;

                                       como la lumbre

de los romeros o de las aliagas, yo oigo

tus calladas respuestas.

 

De "Coro de ánimas" 1968

 

 

Espacio para un sueño

 

                                                                          Para Nena y Juan Kreisler

 

Escondido repite,

por cipreses y yedras, un pájaro su canto.

Celebra la mirada

una batalla con el tiempo esta tarde de otoño

incendiada de nieblas. Y pensando en la Historia

-una nube de polvo en el paisaje,

las piedras estañadas por los tonos azules

que ha dejado la lluvia en las almenas- ves derramarse el tiempo.

 

En la antigua arquería, los fragmentos

de una inscripción indescifrable, poco a poco, se han ido convirtiendo

en pequeños reptiles disecados: belleza aniquilada

que aún deslumbra a tus ojos. Es el tiempo

que, como los ríos, huye

-rehén de sus espejos-, al obsesivo espacio de cuanto no ha vivido.

 

Si debemos morir, ¿por qué la vida,

sobre cualquier lugar de la memoria, continúa esperándonos?

 

Aletargados por el sol, decoran el silencio

cuantos signos contemplas.

                                                           Tan sólo purifica

la calma vegetal que respiras, el canto del jilguero

que la enramada oculta. Así habitas su edad

llena de sufrimiento; la geometría invisible de su música eterna.

 

Los malvarreales, centinelas de acequias

y de ruinas, la claridad de humo

de esta tarde de octubre, edifican el reino que contemplas.

                                     No sabes ya si vives,

o si sueñas o has muerto y no te has dado cuenta. En sus altares

lo irremediable de la Historia es venerado. Nace de las orillas de un infinito océano

la luz cansada de cuanto te deslumbra. No otra cosa difunde

su corazón ahora, que no sea la muerte

que continúa latiendo.

 

De "Itinerario para naúfragos" 1997

 

 

 Fiesta en la oscuridad

 

     Arrodillado ante tu cuerpo. ¡Oh tú!, verdad hecha de flores, apacible paisaje

de reyes y criados dando caza

sobre el jarrón vacío del recuerdo a ciervos encantados

bajo un ciclo de nubes en jauría

y sin paz. Y así la imagen

del séquito encendiéndose

en el fondo del ojo del animal que ha muerto. Brillan las armaduras de los guerreros

que regresan; se oyen en su mirada

los cascos del caballo que cruza

y el frío del relincho. Rocío de la noche,

sueño que me ha olvidado, eres, imaginada por mi lengua, nacida en el inmenso

nublo de la memoria. Álzase en el concierto de los aires y en la luz hecha música.

Inventada apareces, ¡oh tú!, espejo de las sombras, oscuridad de invierno,

pájaro de las corrientes dibujado en el agua. Hace tiempo

matáronme. La imagen de la muerte

reposa hoy en tus ojos. Sueña

el laúd en la alfombra de la noche, olvidado.

     Beso tu corta edad; subo la falda aquella de la infancia,

llora el deseo crecido en la niñez. Allá sobre el más hondo

dolor de haber vivido, yo te amo. Mientras, la luna entre los árboles

quema su sueño en libertad. Como un nido el deseo se sostiene en la cumbre

de un desnudo dichoso. Otros días

anduve entre las sábanas de la prostitución, donde se acepta nuestro beso

como negocio, no

como naufragio.

                                    Y cae la tarde, y en los ojos del ciervo

las estrellas se olvidan. Cuántos

cuerpos que me despreciaron, desde el tuyo me aman. ¡Oh!, cuántos

rostros y pechos y desnudos

nacen de ti, silenciosa y oculta, fiesta en la oscuridad, flor que ha crecido

sin juventud, y yace

sobre la tumba de su arena, como un dios inventado.

                                                                                                            Sobre el jardín

cae la lluvia incendiándose. Tras el disfraz de su linaje

monta el rey en las hembras

de los labriegos. Cruzan las águilas baldías

del corazón, la cumbre de la sangre. Rara es la complacencia de esta orgía

donde la servidumbre asciende, humillada entre risas

de licor medieval; movidos por los hilos del alcohol, amenazados

por la navaja del destino, bufones de este reino, donde tan sólo somos los residuos

de una hoguera apagada.

                                                   Mira nuestros desnudos, ese

reflejo de oro de nuestra pobreza, ardiendo en la mirada de cristal, tendido

                                                                                                        [en los profundos bosques

de los ojos del ciervo que, hace años, mataron. Tu cuerpo es residencia

y es hogar de otros cuerpos. Sobre tu espalda crecen los milagros, vienen

a beber de mi sed otras espaldas. ¡Oh! mira, ésa de hombros tranquilos, llena de soledad

y de humildad, o esa

que respira en asombro, derribada y gentil; o aquella de

vuelo moreno como el del halcón; o esa otra de ahí, amiga de la noche,

que no tiene nombre, sino precio; o la que se arrodilla cuando ama, esa

que nace del olvido y ya tiembla

de amor. En tu cuello indefenso aún vive

toda la adolescencia y la inocencia

de aquellos días. Cárcel

y hospital es la luz para los sentidos. La claridad destiñe a la materia; envilece el sonido

de las palabras, quema las sombras, desvanece el recinto de los sueños

y el lecho donde amaban.

     En qué perdido paraíso, sobre qué antiguas nubes

rezan por ti mis ángeles. Qué negras alas llevan

mi cerebro a tu cuerpo. En los altares de la carne cumplen

el dolor y la vida. Apaga tú esa noche, esa

que en la mentira crece, que fermenta en la nieve

del desdén y el olvido. Bajo las cumbres de la tarde

bajo esa luz que, por un momento, da color de azafrán

a la senda y al monte, la libertad nos mira

con sus ojos vacíos. Parece que no fuera

a cerrarlos jamás.

 

De "Fiesta en la oscuridad" 1976

 

 

 Júcar

 

                                                                                                     Para Rafael Conte

 

I. Su voz, fugaz cristalería de las sombras...

 

...las puertas de la noche,

del viento, del relámpago,

la de lo nunca visto.

.........................................

...que se vea muy bien

que es aquí, que está todo

queriendo recibirla.

                                Pedro Salinas

 

              Su voz,

fugaz cristalería de las sombras, recorre la ciudad incendiándola

de sombríos aromas y rumores de bosque.

                                                                                Palacio de la aurora,

remanso de la infancia

donde florece el tiempo en altísimos sueños.

 

¿Dónde perdí la llave

que me abría su cielo? ¡Ah, si alguna vez pudiera,

abrasado de sonidos celestes

y luces vegetales, diluirme en su cuerpo; ser la pura materia que atraviesa,

sin dañarlo,

como un reflejo de la tarde, su rostro!

 

                                                                                  Descender su memoria

coronada de juncos, ser su imagen herida por los amaneceres,

penetrar los espejos

en los que se repite el vuelo de las aves,

donde anida el espino en su cárcel de sombras. Saciar así la sed, como los días

en los atardeceres de sus valles la sacian. ¡Oh senda detenida

donde mi juventud te amó!

                                                         Habitan los recuerdos

en un tiempo distinto. Nada

profane su silencio ahora, ahora que están las puertas

de sus noches abriéndose, que baña

su inalcanzable imagen la memoria en sus aguas.

 

II. Está ya amaneciendo...

 

...aunque sea en almohadas vacías

que no autorizan a esperarla aurora

tan confiadamente

como cuando se duerme

en la marea alta de algún pecho

                                               Pedro Salinas

 

     Está ya amaneciendo. Nacen arrepentidos

unos de otros los azules, y un malva claro

y a la vez oscuro, vaga como un aparecido

por sus profundas aguas. Reposa

la marea del tiempo sobre su corazón

donde crece un aroma que turba aún a mi alma.

Acaso sólo ruinas

de una música eterna las palabras que buscas.

 

     Luces y sombras líquidas

dibujan en las piedras

claridades ocultas del reino del crepúsculo, iluminan

un bello libro de horas

donde el olvido

reconoce en sus pétalos

una tarde distinta de la que ahora contemplas.

Sólo un silencio original, a través de una fronda

de imágenes calladas, filtra su inmóvil

claridad en el tiempo. Altas destilerías y púlpitos altísimos

atraviesan su luz. A veces el reflejo

de un día ya lejano ilumina las aguas, otras el tacto

halla la forma líquida de un sonido infinito.

 

                                                            En las riberas deja

sus alcobas abiertas el estío, ves tu ausencia moverse; y oyes

las voces del pasado en sus claustros nocturnos.

 

En el paisaje gótico

los desiguales chopos y los álamos, acercan

a tus ojos el cielo.

                                     Cuantos colores

recuerdas hoy, destiñen

con su luz la memoria.

 

III. Desciende entre pinares la quietud de la tarde...

 

...pulpas de mayo, azúcares de junio,

día a día sumados a fa almendra.

La frase más difícil, la penúltima,

la que lleva, derecho, hasta el acierto;

perfección vislumbrada, nunca nuestra.

                                                        Pedro Salinas

 

     Desciende entre pinares la quietud de la tarde.

En él fluyen los cielos y se desvela, como un tapiz, su música.

Suspendido en la imagen que reflejan las aguas, el universo sacia

la sed que no conoce límites. En mi sangre penetran

como luces dormidas los aromas, moradas

donde mi cuerpo habita, oculto, en sus remansos.

                                                                    Desnudos paraísos de frío

sus paisajes de nieve, donde aún la pureza

fuera de mí, herida por la infancia, florece en la memoria

como un dios extinguiéndose.

 

     Bajan de las Angustias,

todavía llevados por el sol de la tarde,

los pájaros que nacen de sus cánticos fúnebres.

Murallas desbordadas por arroyos y fuentes, palabras

que han vencido los siglos se diluyen en él; y yacen

sus voces invernales sobre un silencio herido.

 

                                                                        Dejadme aquí, bien en lo alto

de la ciudad, aquí, en Mangana, donde ilumina el jazmín blanco

de silencio a la noche, donde el rumor errante

de las aguas, entrega

su sepulcro a mi cuerpo

para que así, perdida la memoria, los sentidos

descalzos, siga siendo

milagrosa marea del crepúsculo;

invisible aposento en el que fluye, ¡oh música infinita!,

mi corazón en su quietud eterna.

 

IV. Abre sus ventanas el aire...

 

     Abre sus ventanas el aire. Ves descender los pájaros

iluminados por el sol. Un silencio de pórticos,

de sombras derramadas y de cristales líquidos

edifican el claustro

de su voz, turban con los más hondos

y fugaces inciensos la gloria

de un cortejo de cálices florecidos de júbilo.

Enciende su liturgia,

vegetal y sagrada, un resplandor oscuro.

                                                                        ¿En qué remotos sueños,

sobre qué frondas los más altivos reinos

de su abismo reposan? Se desnuda debajo

de los sauces su luz; y los laureles y las enredaderas

tiñen de vegetales cónclaves

su cauce.

              ¡Qué altares

de alucinadas geometrías, qué paraíso en vuelo

estremece a tus ojos! ¡En qué oficios, el agua,

abre sus puertas a los atrios del tiempo!

Enciende sus candiles de silencio la noche

y escuchas, de sí mismo apiadado, un murmullo de sombras

y encantados espejos.

                                             Huye hacia su corazón

la transparencia de los bosques.

¿Son mis manos las mismas

que rozaron sus aguas, las mismas que tocaron

en sus aguas los cielos? ¡Qué orfebrería de luces

su rumor en mis párpados! ¡En qué ruecas se teje

todavía su imagen! ¿Quién da forma infinita

a esta noche mortal?

 

De "Itinerario para naúfragos" 1997

 

 

La música serena

 

La música serena,

más callada, se enciende con la tarde;

sobre la verde vena

del agua, brilla y arde

junto al silencio de armonía plena.

 

Con ritmo lento huye

por transparentes luces alumbrada.

Oh, claridad que fluye

y en sombras agostada

contempla su pureza y se destruye.

 

 

 Oficio de verano

 

                                                                        A Francisco Fernández

 

Al borde del estanque se apresura

por derramar un pájaro su idioma;

roza a las flores, sufre con su aroma

la levedad de ser substancia pura.

 

Inclínase la flor en la amargura

de ser sólo el reflejo al que se asoma;

agua, por fin, que del estanque toma

sólo la soledad de su agua obscura.

 

En negras transparencias y humedades

por sonidos y sombras dibujadas

brilla fa luz de un pájaro en su vuelo;

 

luz que en la tarde rompe las verdades

de la flor en el agua reflejadas

al deshacer su imagen y su cielo.

 

De "Itinerario para naúfragos" 1997

 

 

Poética

 

                                                                           A Luis García Jambrina

 

I. Las gotas de rocío...

 

     Las gotas de rocío

caían por los pétalos de la flor del acanto; con ellas resbalaba

la imagen de los cielos. Penetrar el palacio

cerrado de las cosas; contemplarnos a solas

en sus rotos espejos; seguir con la mirada el curso de los astros

en el fondo, infinito, de las aguas de un río.

                              Vivir el movimiento que habita las palabras,

conocer la apariencia, amar la soledad

de los frutos caídos y que, ahora,

con la luz de la tarde

desvelan el pasado en las ruinas del tiempo.

 

Las mañanas nevadas congelan con su música el viento del invierno.

                                               Las gotas de rocío

la hierba del jardín. Oyes a tu memoria

las cosas, entregarte palabras encendidas

que la muerte construye. Nunca edificarás

un poema con ellas.

                                        Sólo esperas, vencido,

a que la noche incendie los helados colores de la tarde

con sus llamas de sombra.

 

II. La niebla que contemplas en los ojos del corzo...

 

La niebla que contemplas en los ojos del corzo

que acaba de morir; la sangre de la ortiga

que habita los aromas que descienden del monte; la imagen de la alondra,

su trino, blanco y seco, reflejado en la nieve que enciende tu recuerdo;

la fragancia del prado dibujada sin límite.

                                                 Has de mezclarlo todo, de tal forma

que cuando el gallo de la amanecida cante

macere con su grito incendiado de luces

tal locura de amor.

 

                                    Hallarás junto al valle de tu cansado reino

los más frondosos bosques: descabalga y penetra su castillo de sombras.

Junto al foso en que crece el clamor del enebro

se empaña la mirada que presienten tus ojos

y jamás han de ver.

                                        Debes cortar los pétalos, no de la flor

sino de su reflejo, al rubor de la orquídea que habita los arroyos

y obtener la fragancia de la flor de la escarcha

que sueña en el silencio recóndito del bosque.

Has llegado al lugar

donde crecen las flores, mas la flor invisible que en la brisa germina

huirá con tu presencia.

Debes, con todo, construir un altar y encender su perfume; pues su luz es la única

que hará hervir las imágenes que componen el séquito

del filtro que te ofrezco.

Da a respirar sus brumas. Más no sufras si adviertes

que has perdido tu vida; que has cortado

del recinto de sombras que te habitan -sin obtener amor-

sus flores más hermosas. Piensa

que los sueños no ofrecen

mayor utilidad a su belleza efímera.

 

III. Y le llamas poema...

 

Y le llamas poema

al placer de la mente de obtener de las cosas

un lenguaje preciso que destruya,

con el fermento de sus signos, las leyes

que edifica la muerte.

Mas al dar forma a tu espíritu, le ofreces

una mayor zozobra a tu existencia.

                                                                           Y le llamas poema

a cuanto, sin pasión, representa el deseo

sobre los límites de la incertidumbre.

 

IV. Entornar la mirada...

 

Entornar la mirada

hasta ver lo impensable, es crear.

 

De "Itinerario para naúfragos" 1997

 

 

Río Escabas

 

                                                                                            A Mari y Antonio Merchante

 

     Roza la palidez vencida de los sauces sus aguas;

baja lleno de sombras

que mi alma conoce. Yo lo recuerdo ahora, lento,

por las umbrías; en el atardecer: cuando deja

el olor inundado de las sábanas húmedas por entre los olivos.

 

     Tiene la vieja luz de los nogales,

el resplandor descalzo de los suelos sagrados

donde oscuros aromas de maderas mojadas

habitan su penumbra. Entre el olor amargo

de los mimbres aún verdes y la lluvia, teje la claridad áspera

de la higuera su perfume dormido.

 

     Lo ha estado haciendo el tiempo. En lo más hondo

de mi vida lo veo, deja

sobre mi soledad el sabor agridulce

de los viejos metales, un profundo silencio

de vegetal cortado. ¡Qué noches encendidas de música

han desvelado a mi alma! ¡Qué paraíso de sonidos la incendian!

 

                                                   En sus riberas silba

la luz fría del alba en la serpiente, y habitan sus palacios venenosos las víboras.

Lo recuerdo en los huertos

de la hoz, levantando

sus gozosos altares; o en sus púlpitos verdes

donde los lirios, solos, sobre los zopeteros, se incendian en las aguas

rodeados de espadas vegetales y sombras.

En él arden la zarza y el espino, mañanas con las flores

que de niños pisábamos. Nos dejaban sus aguas

el húmedo silencio de las alfarerías

y las fuentes; lo subían al pueblo nuestros ojos mojados. ¡Oh,

río que al recordarlo se detiene

en aquella mañana cuando, junio, radiante, desnudaba

los cuerpos más hermosos y, a escondidas, olíamos sus ropas

pues en ellas quedaban, todavía, los cuerpos,

tibiamente encendidos por secretos aromas!

Anduve toda la tarde solo, como ahora estas calles

donde el tiempo se adhiere a sus cenizas lívidas.

Quiero ir a su lado; habitar su silencio de nave abandonada.

Hasta mi alma sola, llega su olor a invierno en los membrillos.

Llévate tú mi noche entre las aguas;

la solitaria noche por la que oigo mis pasos

que no saben hallarte, ¡oh río donde el cielo se hunde,

reflejado y altísimo,

como un oscuro pájaro al que llaman las sombras!

 

De "Itinerario para naúfragos" 1997

 

 

Sepulcros de la luz

 

                                                                           Para Juan Manuel Medina Damiani

 

El temblor del silencio

 

I. En el jardín del claustro

vence el tiempo a la luz. Dos leones alados

a los que nace entre sus fauces musgo, mantienen

con sus formas de piedra

una pelea acuática: batalla de reflejos

cuyas llamas inundan de belleza el estanque.

 

                                                                                  Un lejano esplendor

ilumina el recinto que la mirada crea, sirve para decoración

de la memoria. Hay en las rejas sangre y, entre la fronda del bosquecillo próximo,

guerreros que se ocultan asediando a la nada.

Nunca coincidiremos con la muerte. Nuestros ojos se pueblan

de imágenes que, al mezclarse, destruyen

los diferentes ángulos de visión de su puesta en escena.

Cualquier espectador, al habitar el nombre de la muerte, asiste

al opaco sonido de un espacio que es único: un paisaje desierto,

sin perspectiva alguna, donde la luz proyecta su reflejo sin vida.

 

Brilla en su infierno verde el corazón del bosque

y en la fronda podrida de la alberca

posa sus sedas de calor el verano.

 

                                                                      Ves el temblor

del tiempo. Las flores que se abren

en el jardín, iluminan la ausencia de cuantos defendieron

este lugar que te convierte en sombra.

 

 

II. Contemplas

los despojos de un siglo que murió entre placeres. Todavía

el hedor de sus sótanos y el rumor de sus fiestas

incendian las ciudades.

Ved el espacio en llamas, la combustión del aire: los edificios

de los cuarteles y de las catedrales; el fulgor del dinero

y su oleaje sobre el horizonte; ved

el corazón de piedra

de la ciudad, sus inmensas fortunas

trasladas de una página a otra de la Historia por los mismos esclavos.

Todavía se adoran en los templos sus dioses, y las leyes

-incluso las que nos ofrecieron libertad-, conocedoras

de que nuestras costumbres seguirían haciéndonos cautivos, son las mismas.

 

Nos disfraza el pasado con sus más bellos trajes

y el tiempo, que convierte en leyenda la sangre de los héroes,

nos miente. Imprecisas imágenes, ambigüedad de formas

giran en la memoria. Las flores

hierven movidas por el aire, y un agreste paisaje

se remansa en los prados. Como música antigua,

la luz gastada por la arquitectura

se desliza en los muros. Los pálidos colores

con que oculta el pasado su derrota

iluminan el templo.

 

                                           En las ruinas,

queda una claridad de yeso mordida por la muerte; caen del tiempo los copos

de una ceniza enferma. Y en tus ojos, que celebran lo efímero,

arde la soledad de toda gloria.

 

III. Cuantos llegaron a las orillas de estos ríos y

no supieron volver, edificaron la ciudad. Todavía conservan

un silencio de cima las almenas. Brilla en el horizonte

la lejanía de los siglos; y abandonas

la mirada en sus reinos hacia los que, alguna vez, partiste

en busca de una patria que no has hallado nunca.

 

Ves arrasados por el oro o el fuego los campos

que, desde aquí, contemplas; calles atravesadas

por procesiones y desfiles; plazas

convertidas en foros donde, los más pícaros, esgrimen

un discurso moral, donde la corrupción

denuncia a lo corrupto, la podredumbre

a lo podrido.

 

                          Se adora a la apariencia

y en los mercados, como el amor, busca

la penumbra el dinero. Te parece que escuchas, todavía, el murmullo

de los grandes festejos. Hace ya muchos años, llegaron a la

                                                                                                                   ciudad

echadoras de cartas y mendigos, encantadores de serpientes y músicos

que transportaban instrumentos con cuyos sonidos construían ciudades.

Mercaderes de telas, comerciantes de insólitos remedios

cuyas plantas dejaban a su paso, en el aire, perfumes

de paisajes lejanos. Celebraban subastas

en las que, lo mismo que trofeos, se exhibían desnudos,

bellos adolescentes a los que rodeaban

mensajeros y artistas ambulantes, confesores

y jueces.

 

¿Cómo no ver a la belleza herida

donde la esclavitud edificó su reino? «Prefiero

la injusticia al desorden», aseveraba Goethe, ignorando que el orden

no puede ser injusto. Quien no tiene memoria

nada espera. Como no espera nada,

ni es más dulce su rostro, el busto que contemplas: materia

no atravesada nunca por la luz o el sonido

que aún parece asomarse -oxidadas las sombras de su frente, sus ojos entregados

para siempre a otro tiempo- a esta ciudad donde sembró el espanto.

 

                                                 Los murciélagos forman,

en el silencio de las bóvedas, lámparas

de oscuridad, un tiempo

todavía pudriéndose; y navegan

en sus cuerpos de sombra, como paraguas destrozados, la noche.

Tus pisadas deshacen en los charcos su imagen, como cuando, de muchacho, atrojabas

piedras a los estanques y en los remansos de los ríos para

ver cómo se deshacía y tornaba a su imagen tu rostro. Tienes

la vaga sensación de haber vivido, alguna vez, un tiempo

que no te pertenece. En las umbrías de los muros, como trompetas de la muerte,

abren su flor los lirios. Queda entre los olivares

una luz de bazar, de bengala inflamándose:

el resplandor blanco de la ciudad en fiestas.

 

                                                                                   Lo mismo

es que emprender un viaje y olvidar el camino de regreso

el poema que escribes. Has ido recogiendo,

como si se tratara de un espejo roto,

cuantos fragmentos de la tarde, y de tu corazón,

componen tu presente.

                                       Desde donde contemples

a la ciudad, la verás siempre llena

de villanos y de héroes.

 

 

IV. Coronada de mártires, seguida

de notarios y astrónomos, dueña de navegantes

y teólogos. La comitiva de la Historia

cruzó por estas lomas transportando sus jaulas

con exóticos pájaros, construyendo prisiones y murallas, patíbulos

y altares, plena

de venenos y joyas.

                                          La recuerdas

en los primeros libros de la infancia, ilustrados

con las mayores aberraciones y crímenes, vestida de serpiente,

disecados sus labios lo mismo que en los mapas los nombres

de las ciudades y los ríos.

 

La memoria repite una retórica sucesión

de desiertas imágenes, un confuso cortejo

de lejanías plateadas y nieblas.

       La Historia es un lugar estéril, donde los hechos suelen

ser razón del error, donde son perseguidos por la muerte

los sueños, y en el que todas las ciudades tomadas

son infieles.

 

Ves regresar el tiempo, lamer

como un reptil cansado con su cuerpo los muros

donde el escudo de armas, todavía con savia,

envejece en su gloria. Las ruinas tienen algo

de distancia que arde, un resplandor de luces desterradas.

 

Cruzan, las figuras sin sombra de la Historia, la tarde; y ves crecer las flores

que nacen siempre en las edades muertas.

 

V. Tu infancia,

tantas veces cautiva, capitán de bandidos

en busca de tesoros y cámaras ocultas

en las que imaginaste, rodeada de ungüentos prodigiosos

y bálsamos, la imagen -en todo su esplendor-

de una reina dormida. Huiste con sus joyas

después de deshacerte de su cuerpo de guardia y sortear las trampas

que esperaban tu carne.

 

                                                    Otras tardes

buscaba tu niñez en los alrededores de este lugar princesas

todavía encantadas, y componías filtros

para romper su hechizo, las palabras exactas

que devolvieran la verdad de su vida a tus ojos. Y veías así,

en la serpiente, el caracol, la hormiga, un cuerpo

como el tuyo condenado a estar solo; y pájaros bellísimos

cuyo canto de dolor, lo mismo que tu canto, era inmenso.

 

                                                                     Desde entonces recorres

el universo en busca de sonidos capaces

de hallar la realidad, y sabes que el poema

es lo que nos equivoca con su verdad profunda.

Y así en el fondo de las cosas escuchas

cierto fervor vacío, como el silencio desvelado

de lo muerto que asciende, traslúcido, tras las grandes batallas.

Tengo, condenado en su cárcel, en mis manos

un saltamontes -equivocado vegetal, huido de su reino- como aquellos

que perseguía de niño. Parece que llegara

del futuro a posarse sobre un tiempo

que sólo es apariencia del tiempo que lo habita.

 

Un sol amurallado del color de la sangre

da a la tarde la imagen de los largos asedios; y como

si desde la lejanía, a través de tus ojos, mirara

un ser distinto al tuyo, te sientes

el precipicio de la historia, tiempo

que continúa despeñándose, lo mismo que sobre el horizonte de las cosas

 

En el breve museo que visitas

la luz, que es azulada y pálida, descansa

como un remoto príncipe, sobre las armaduras y los códices.

De las bodegas y los sótanos asciende

la llamarada de un silencio húmedo, el aliento podrido de los siglos,

t hasta el pequeño páramo de mármol en el que, como entonces,

todavía imaginas un paisaje nevado

al que hubiera acudido, para saciar toda su sed, el tiempo.

Tomado de:

http://amediavoz.com/jimenezDiego.htm

 

 

Sé que hago mal…

«… Sólo los aires

pasan sin vanidad, sin testamento, sin molduras

posibles…»

 

«Sé que hago mal…»

Sé que hago mal

quedándome, que llegué en mala hora, en un momento extraño

de la luz.

 

Rocas eternas

me comprenden, me han ayudado

hasta llegar, hasta poner el coro

de mi paso en la tierra.

 

Mala vigilia

me ha traído. Mañana pasará

y estaré solo y lejos,

pero dejadme hoy, aquí, sobre este San Ginés,

sobre la vida misma

de las hoces en vuelo. Dejadme aquí. Mañana

qué pájaros, qué calvijar

elevará las alas, dará altura

al hocino, a la piedra más viva

que recuerdo.

 

Quién

elevará el silencio en tanto ruido,

en tanta avena loca

como crece.

 

Qué acarreo me sigue,

qué sementera

alza por dentro de este mar

su calma.

 

Nunca los aires

que nos niegan su tiempo

y sus colinas nos han dado buen pasto,

buen sacrificio, buena sombra

diaria. He venido a quedarme.

Hace buen cierzo, buena

contemplación. Junto a estos aires cruzan

blancas piedras, fantasmas, duendes

equilibristas, brujas

de altas escobas, de altas posturas

en la noche. Almas tempranas, ecos

de buen cántaro acuden;

pienso qué dura ruina se levanta,

qué maleficio rompe

el único quehacer de nuestra sangre.

Hace buen cierzo, se ha ensanchado este caz, pasan

aguas verdes, tranquilas.

 

Dejadme solo, quiero

sobrevivir, bañar mi cuerpo

en este JÚcar, dentro

de su oración, deL aire que ahora pasa,

que hoy podría ser fiel a tanta claridad

y a tanto cielo.

Tomado de:

https://trianarts.com/diego-jesus-jimenez-se-que-hago-mal/#sthash.UqfjdGD3.dpbs

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