viernes, 4 de julio de 2025

POEMAS DE LEOPOLDO «TEUCO» CASTILLA UN POETA PARA DISFRUTAR


NACIMIENTO DE LA SIMETRÍA

 

A Osvaldo Torasso

 

De esas dos mitades sólo una es real.

Hechizada por su aparición

y antes que la luz la disuelva

engendró la otra para verse.

 

Medio árbol es el que extiende sus ramas para tocarse,

medio hombre el que custodia su propia calavera

y sólo con un ala y un espejo

vuela la mariposa.

 

Una desesperada volandería de mitades llena de mañanas el mundo.

 

Siempre que la muerte, que es tuerta,

con su ojo demasiado solitario

no se atreva a mirar,

lo irreal semillará la tierra.

 

 

SUPLANTACIONES

 

El firmamento para esa mujer es el oro,

el oro para ese niño

un fueguito en el baldío,

el baldío para una anciana

su juventud en esa fotografía.

 

Las cosas están soldadas por la desesperación.

Entre ellas, el hombre que las junta,

mientras nada, sonámbulo, en el cardumen de sus antepasados,

y va, tenue de pensamiento,

a ese otro pensamiento

que es la muerte.

 

Entonces, le unen las manos

para que se toque y se recuerde.

Pero él ya no está,

ni puede reunir sus islas.

La anciana, la mujer, el niño

lo miran irse de la fotografía

hacia el firmamento baldío.

 

Alguien dice: “son cosas del destino”.

 

Y lejos, el destino gira,

fuera de sí,

sin porvenir,

como un loco atado

al árbol del fondo de la casa.

 

 

ÁFRICA

 

En la luz comienzan los animales

extenuada

expulsó a la cebra

que no tiene campo

sino en el espejismo

enfermó a la resolana para espesar al león

y dobló en un tulipán

a los flamencos.

 

Ella hizo

que las especies se reconocieran

para que el fin durara,

que no se cruce con el halcón

el leopardo

el buitre con el pez

pues nunca serán del todo

sólo formas del miedo que tuvo el universo

a perder la memoria.

 

La luz es eso que las bestias gritan

el bramido del elefante

amputado

del pulmón de la noche

el grito con que se alumbra el zorro

la risa

con que se desclava de sus huesos la hiena

y el rugido

de cada rotación del mundo en el león.

 

Los hombres, al borde del cráter, sonríen

con el voltaje justo

para no desaparecer,

quietos, igual que sombras azules bajo los árboles veloces,

separados

por el cuello

de la intemperie

atraídos

como jóvenes muertos

hacia la luna vacía del Ngorongoro.

 

Son el alguien del viento

los masais

van como lentos pájaros

detrás de su ganado

sin rumbo:

ellos son el confín. El ademán

de la planta

cuando iba a ser vagabunda,

el de la sombra cuando iba a ser persona,

hombre que sale por su propio pie de un sueño

y no acaba de ser

aunque se imante de colores

se perfore

o a duras penas toque tierra.

No le viene su animal ni bebiendo sangre

sólo el cloriti le devuelve el rugido

que, como el coraje, regresa desde muy remoto

y entonces sí

el león huele a masai

y se espanta de ese hombre

hendido

por una bestia transparente.

 

Recién entonces entran, solitarios,

a la luz que ondulan

y es ver

peces oscuros

en un campo de olfatos.

 

Los animales emanan sus distancias:

en la jirafa cunde

la visión de la hierba;

la alegría de un suicidio

en el azul

del pájaro,

que no ocupa nada

y ese color es más grande

que todos los espacios.

 

Estos invisibles son el campo

donde la cebra acaba

va a comenzar la lluvia,

el avestruz mira

por donde él ya se ha ido

y la garza

vuela siempre en otro lado.

 

Fuera, los masais, cercan

en círculos

sus animales, sus casas, sus mujeres.

Para seguir, borran el camino

en círculos

como el fuego

y los pájaros.

 

En la sabana tarda el primer día.

El último, el final,

un viento de eclipse borrará las llanuras

alentará

ya ingrávida en el polvo, la gacela,

en su imán

el rinoceronte

y en leves desiertos

la desnudez, sólo la desnudez

sin cuerpo de los hombres.

 

A ese final lo huele el ñu, sabe que sólo el que huye

es único

y muere sin cesar en la manada,

el cocodrilo que aguarda en el pasado,

el hipopótamo

que envejece, amniótico,

las aguas de su nacimiento.

 

Las bestias

sostenidas

por la música de su aparición

propagan, copulando, esta comarca de temblores,

de alumbramientos.

Y empieza la cacería, dentro del polvo

en Masai Mara,

dentro de la atmósfera

en Ngorongoro

y en un desmonte de la luna

en Taranguire.

 

El día no tiene tiempo.

El mismo instante

que aísla

el sueño de la jirafa

hechiza

el oído del elefante;

se templa en el búfalo

la hora

que martiriza al buitre

aquí

pesa más la sangre que la muerte.

 

Ya de noche, lo que se oye y brilla

son fiebres

el elefante grita como un árbol,

como un humillado

la hiena

y una ola lejos del mar

clama en los leones.

 

Todos deformándose

hasta desterrarse. Pero vuelve la luz

y con la luz

el tacto

y el esperma y la sed y la sombra y el hambre

entonces

cambian el color

y son el pasto

y la arena y la rama y la lluvia

y nada puede detener el mundo

mientras dure el quebranto

del primer día del mundo.

Tomado de:

https://www.revistaaltazor.cl/leopoldo-castilla-2/

 

 

Del libro Baniano (1995)

India

XIX

 

A Joaquín Giannuzzi y Libertad Demitrópulos

 

La brasa de la luz

y la carne

dilatando los hombres, afeminando el barro

hicieron Benarés.

 

¿Hay un sitio

donde se una lo sagrado y el cuerpo

que no sea en el asombro

de ir desapareciendo?

 

¿Quién sino el hombre que huye

de su propia distancia,

que se va quedando en lo que ya se ha ido

puede,

sin ver su llaga,

mirar un río?

 

No hay como su sensación

templo tan profundo

que deshunda el agua,

ni inmensidad

como la de seguir naciendo

para perder futuros.

Como el río.

 

Aquí viene a morir, en una casa azul espera

que se borren el día, sus hijos, el olfato y el tacto.

Junto a su mujer anciana

secreteándose

comen sus huecos,

intersticios de su historia

pedazos de un pan

que nunca podrá ser dividido.

 

Ella lo ayuda:

si ocupa todo el recuerdo

le vendrá el olvido. Le deja, eso sí, que tenga,

su jarro, su nombre, su sombrero

(todavía está imantado)

y lo lleva al Ganges

para que alce el agua y la aplauda

y la deje caer en la luz

 

pues para cruzar el infinito

hace falta una infancia.

 

Junto a él, otros, van perdiendo su alguien

(también su alguien pierde

el que pide salvarse)

 

Todos

lámparas

con el agua al pecho

entre la vida y la muerte

perplejos

en un fuego sin instantes

hicieron esta turbulencia, estas lenguas sin gravedad

que unge el río

y tiemblan

de tanto adiós sin salir de la carne.

 

¿Qué media entre ese adolescente que se zambulle

y el niño

que flota

sin luna, en el fondo?

No es la muerte

sino la forma

en que los abandonó el espacio.

 

¿Qué abisma al hijo con esas varas encendidas

que, antes de prenderle fuego,

da vueltas alrededor de su madre,

que no sea señalar un sitio

pues no hay sustentación

ni pierde distancia lo que cae?

 

Y entre la muerta

sin fondo, en su mortaja

y el esposo que se afeitó los cabellos

para despedirla

qué se rompe

sino un relámpago

y cada uno vuelve a su soledad

de no ser ni solo

pues a la muerte la une la asimetría.

 

Ese cadáver que pasa sobre la corriente

con un pájaro vivo

parado

sobre la profundidad de su cabeza

flor de agua

va como el río

de cuerpo presente

en su ausencia.

 

¿Dónde está Benarés

sino en todo lo lejos que estamos de nosotros?,

cruzando el día

como apagones, haciendo noche

en la fosforescencia,

buscando camino donde sólo hay señales,

cada uno en su espejo

para que el otro no se vea, llamando dios

a lo inestable

queriendo llenar la velocidad

con una piedra

 

hasta llegar a Benarés

y hundirse en el río

para acabar en alguna forma

y ser uno la salida

a la que nunca llega.

Y el hombre le dice al dios:

esta es mi carne

la única que te queda.

 

Desde el río se ve el humo

sólo hay una orilla

donde el muerto comienza.

 

Esa nube es él. Ahora se ve cómo

se sentía

y cuál era la forma que se desorientaba

en la forma que él era.

 

Ahora no importa dónde arde.

Tampoco en la vida

tuvo dentro ni fuera

ni lo retuvo un sitio.

 

Lleva una luz que la luz no toca.

No se detiene

porque todo lo atraviesa.

 

Lo dan al río. Se lleva

el agua sus cenizas.

 

Agua sin agua sentirán que llueve

cuando nunca vuelva.

 

Del libro El Amanecido (2005)

La mesa de mis dioses

A Pedro González

 

Bebo con mis dioses,

con Xangó, dios del trueno, protector

del ebrio y del amante,

a quien he visto desimantar a las bahianas

marearlas

como si dentro les copulara una bandera,

que descendió en mí en Santiago de Cuba

por obra y gracia de Orula y de un babalao

cenizo

de cruzar la suerte de los hombres.

Bebo con Vishnú a quien no pude despertar

de su lento absoluto, cuando ascendiendo

una escalera enorme

lo vi yacer, sin mundo,

como una luna esperando el regreso del cielo.

Fue en Bali esa visión. La tierra

desaparecía

devorada por sus delicadezas.

Ofrendo y bebo con la Pachamama, porque le pertenezco

arbolito que yo soy y nunca alcanzo

río que me llamo y nunca vuelvo,

y con el Señor del Milagro,

que brillaba como un fruto

en el terror

en el luto

y el espejismo del alma de mis abuelos.

 

En la mesa, desnumerando, como suelen,

está el duende, con su mano de lana

y su mano de hierro

cicatrizando sus ojos debajo de la higuera.

Y el diablo, pobre hombre, aparecido en otra dimensión,

tahúr,

que sólo como música puede entrar a este mundo.

De pie, a mis espaldas, está mi muerto. Lo desconozco.

Me dijeron “es alto y tiene el pelo blanco. Lo cuida.”

Un extraño condenado a mi suerte,

un plenilunio de mi cuerpo. Y es que otras formas duran

para sostener tu forma

y están vacíos todos los nacimientos.

 

Y estoy yo, ateo, sin iglesias,

milagroso.

Y en otro rincón, también yo, con siete años,

mirándome mirar

los sentires de mi madre

y a mi padre ardiendo,

maravillado,

herido

entre cantores difuntos.

 

Unos recién naciendo,

otros, en la muerte,

maldormidos,

nos amanecemos

aunque nunca llegue el día.

 

Estamos todos ocupando todo.

 

No falta nadie.

Y, sin embargo, la mesa está vacía.

 

Oscuridad

Toco el espejo a oscuras. Una planicie indefensa

donde pierdo mi frontera

y mis huesos pierdo

como si el espacio me hubiera envenenado.

 

Si cruzo esta noche, si amanece

pínteme la vida

porque nunca es el mismo

el resucitado,

de madre, en el mirar eternamente,

y, de tanto morir,

padre.

 

Soy yo la oscuridad.

Yo, las inclemencias del que no se ve

 

y,

porque he visto,

soy el que mendiga.

 

Del libro Manada (2009)

VI

Éramos la misma criatura

cautiva

de formas esperanzadas.

 

Un nido de temporales en la energía

y dentro el árbol entero

descendiendo hacia el planeta

como una lámpara.

 

No son, todavía no son las hojas, la rama y la semilla

pero levita, se balancea

de felicidad, baja

como los copos de nieve

con los párpados cerrados sobre su geometría.

 

Y con él todos los latidos

que ofuscarán la rosa, los instantes

que caen del jazmín, el sigilo del liquen,

el pavor de la hiedra, el silbo del bambú

y el musgo sordomudo.

 

Flotan altísimos los pastizales lloradores,

unánime el cardón, la santabárbara de oro del maíz;

exacta la música de la brizna

y en el algarrobo

la salamanca del rayo.

 

Cuando los vegetales llegaron a la tierra

el agua no conocía a nadie.

 

Hace mucho que hablan entre ellos, con miedo

en las raíces,

hablan de irse.

Volverán a la luz

encelados

suntuosos

como el viaje nupcial de las abejas

 

a la misma luz

que entenebra el planeta.

 

VII

El hombre se ve entero en el ojo del animal

dentro de una gota

cayendo todavía en el aluvión de los astros.

Y ve el tigre tatuado por las llamas del sol

el tigre

clandestino

pisando apenas para no incendiar los campos.

 

Mira la víbora, guante del rayo,

la astronomía de la araña,

los nervios del relámpago en la cebra,

los meteoritos de los escarabajos,

la noche insepulta del toro

y la lujuria constelada del saurio.

Todo el cosmos preso en la manada.

 

Menos el colibrí que tiembla, fijo en el aire.

 

Ese

recién está llegando.

 

XXIII

En el patio, ahí, en el calor,

soy transparente.

Todavía no soy nadie en los espejos

pero sí el único que jamás va a volver

cuando se interne como un león

en los yuyarales del baldío.

 

Tengo tres secretos:

todas las noches, despierto,

veo descender la muerte por la escalera

y, dormido,

llegar

la lluvia de fuego del fin del mundo.

Y el tercero:

de día en el mercado, por una moneda,

un viborero me cuelga dos serpientes en el cuello.

 

A mis padres no les digo nada. Hay que ser hombre.

No saben tampoco que sé volar. Y desaparecer.

Porque todo está lleno de lo que no existe.

Que lo diga mi abuela Lola que no ve

y recuerda a los ángeles

o mi abuela Candelaria que apaga relámpagos

con una cruz de ceniza.

 

“Dónde andará ese chico” se preguntan, sin darse cuenta

que estoy en todas partes.

 

Un día me suicido para verme,

para acordarme de mí cuando sea grande.

 

Sé cuántos gallos asesina el alba

y que las tardes son una sola tarde. Aún no

terminé de contar las estrellas.

Por eso aquí no se muere nadie.

 

Yo los salvo.

Tengo una espada

y camino por el aire.

 

Del libro Tiempos de Europa (2014)

Balada de Auschwitz

En la valija de Jacobo caben

una camisa, una fotografía

y el polvo del camino

que adelgazó cuando lo enterraron.

 

Estos son los anteojos de Issac.

Los de ver irse el mundo

por una grieta de un vagón del tren.

Los limpiaba con su aliento. No podía

respirar si miraba,

si respiraba se quedaba ciego.

 

Este es el pelo de Esther

encaneciendo solo. Esos

los zapatos de Samuel y la muleta de Aarón

y la pierna de madera de Raquel.

 

En esta mancha del jergón de paja

se disolvió el niño

al mamar la tiniebla de su madre.

Esa es la tela que tejieron con sus cabellos

(y es que lo frágil

hila el espanto.)

 

Este es el sobretodo de Josué

donde se encerró. Su casa oscura.

No lo pudieron hallar

cuando lo asesinaron.

 

Detrás de las barracas

los hambrientos alambrados

el ojo demente de los reflectores

 

y un patíbulo.

 

Fuera de Auschwitz todo es nieve

y silencio.

 

Hombres y mujeres por la tierra.

Por toda la tierra

sombras

de blanco.

 

Del libro Poesón (al universo) (2016)

Mundos paralelos

En los mundos paralelos

el mismo acto,

con iguales protagonistas,

modifica los hechos,

cambia el final,

trastorna el argumento.

 

No hay un único destino,

cada opción se cumple

(esa lección está en los sueños).

 

Si en la suma de todas las combinaciones

está el tiempo abolido,

la eternidad, entonces, no tendría extensión

y podría permanecer

en una inminencia absoluta

el universo.

 

El busca esa potestad.

Y apuesta.

 

Pero el azar no descansa.

 

Si el Todo para cada designio crea un mundo

el azar

para cada mundo

crea un espejismo.

Tomado de:

https://www.poesiabogota.org/leopoldo-teuco/

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