NACIMIENTO DE LA SIMETRÍA
A Osvaldo Torasso
De esas dos mitades sólo una es real.
Hechizada por su aparición
y antes que la luz la disuelva
engendró la otra para verse.
Medio árbol es el que extiende sus ramas para tocarse,
medio hombre el que custodia su propia calavera
y sólo con un ala y un espejo
vuela la mariposa.
Una desesperada volandería de mitades llena de mañanas
el mundo.
Siempre que la muerte, que es tuerta,
con su ojo demasiado solitario
no se atreva a mirar,
lo irreal semillará la tierra.
SUPLANTACIONES
El firmamento para esa mujer es el oro,
el oro para ese niño
un fueguito en el baldío,
el baldío para una anciana
su juventud en esa fotografía.
Las cosas están soldadas por la desesperación.
Entre ellas, el hombre que las junta,
mientras nada, sonámbulo, en el cardumen de sus
antepasados,
y va, tenue de pensamiento,
a ese otro pensamiento
que es la muerte.
Entonces, le unen las manos
para que se toque y se recuerde.
Pero él ya no está,
ni puede reunir sus islas.
La anciana, la mujer, el niño
lo miran irse de la fotografía
hacia el firmamento baldío.
Alguien dice: “son cosas del destino”.
Y lejos, el destino gira,
fuera de sí,
sin porvenir,
como un loco atado
al árbol del fondo de la casa.
ÁFRICA
En la luz comienzan los animales
extenuada
expulsó a la cebra
que no tiene campo
sino en el espejismo
enfermó a la resolana para espesar al león
y dobló en un tulipán
a los flamencos.
Ella hizo
que las especies se reconocieran
para que el fin durara,
que no se cruce con el halcón
el leopardo
el buitre con el pez
pues nunca serán del todo
sólo formas del miedo que tuvo el universo
a perder la memoria.
La luz es eso que las bestias gritan
el bramido del elefante
amputado
del pulmón de la noche
el grito con que se alumbra el zorro
la risa
con que se desclava de sus huesos la hiena
y el rugido
de cada rotación del mundo en el león.
Los hombres, al borde del cráter, sonríen
con el voltaje justo
para no desaparecer,
quietos, igual que sombras azules bajo los árboles
veloces,
separados
por el cuello
de la intemperie
atraídos
como jóvenes muertos
hacia la luna vacía del Ngorongoro.
Son el alguien del viento
los masais
van como lentos pájaros
detrás de su ganado
sin rumbo:
ellos son el confín. El ademán
de la planta
cuando iba a ser vagabunda,
el de la sombra cuando iba a ser persona,
hombre que sale por su propio pie de un sueño
y no acaba de ser
aunque se imante de colores
se perfore
o a duras penas toque tierra.
No le viene su animal ni bebiendo sangre
sólo el cloriti le devuelve el rugido
que, como el coraje, regresa desde muy remoto
y entonces sí
el león huele a masai
y se espanta de ese hombre
hendido
por una bestia transparente.
Recién entonces entran, solitarios,
a la luz que ondulan
y es ver
peces oscuros
en un campo de olfatos.
Los animales emanan sus distancias:
en la jirafa cunde
la visión de la hierba;
la alegría de un suicidio
en el azul
del pájaro,
que no ocupa nada
y ese color es más grande
que todos los espacios.
Estos invisibles son el campo
donde la cebra acaba
va a comenzar la lluvia,
el avestruz mira
por donde él ya se ha ido
y la garza
vuela siempre en otro lado.
Fuera, los masais, cercan
en círculos
sus animales, sus casas, sus mujeres.
Para seguir, borran el camino
en círculos
como el fuego
y los pájaros.
En la sabana tarda el primer día.
El último, el final,
un viento de eclipse borrará las llanuras
alentará
ya ingrávida en el polvo, la gacela,
en su imán
el rinoceronte
y en leves desiertos
la desnudez, sólo la desnudez
sin cuerpo de los hombres.
A ese final lo huele el ñu, sabe que sólo el que huye
es único
y muere sin cesar en la manada,
el cocodrilo que aguarda en el pasado,
el hipopótamo
que envejece, amniótico,
las aguas de su nacimiento.
Las bestias
sostenidas
por la música de su aparición
propagan, copulando, esta comarca de temblores,
de alumbramientos.
Y empieza la cacería, dentro del polvo
en Masai Mara,
dentro de la atmósfera
en Ngorongoro
y en un desmonte de la luna
en Taranguire.
El día no tiene tiempo.
El mismo instante
que aísla
el sueño de la jirafa
hechiza
el oído del elefante;
se templa en el búfalo
la hora
que martiriza al buitre
aquí
pesa más la sangre que la muerte.
Ya de noche, lo que se oye y brilla
son fiebres
el elefante grita como un árbol,
como un humillado
la hiena
y una ola lejos del mar
clama en los leones.
Todos deformándose
hasta desterrarse. Pero vuelve la luz
y con la luz
el tacto
y el esperma y la sed y la sombra y el hambre
entonces
cambian el color
y son el pasto
y la arena y la rama y la lluvia
y nada puede detener el mundo
mientras dure el quebranto
del primer día del mundo.
Tomado de:
https://www.revistaaltazor.cl/leopoldo-castilla-2/
Del libro Baniano (1995)
India
XIX
A Joaquín Giannuzzi y Libertad Demitrópulos
La brasa de la luz
y la carne
dilatando los hombres, afeminando el barro
hicieron Benarés.
¿Hay un sitio
donde se una lo sagrado y el cuerpo
que no sea en el asombro
de ir desapareciendo?
¿Quién sino el hombre que huye
de su propia distancia,
que se va quedando en lo que ya se ha ido
puede,
sin ver su llaga,
mirar un río?
No hay como su sensación
templo tan profundo
que deshunda el agua,
ni inmensidad
como la de seguir naciendo
para perder futuros.
Como el río.
Aquí viene a morir, en una casa azul espera
que se borren el día, sus hijos, el olfato y el tacto.
Junto a su mujer anciana
secreteándose
comen sus huecos,
intersticios de su historia
pedazos de un pan
que nunca podrá ser dividido.
Ella lo ayuda:
si ocupa todo el recuerdo
le vendrá el olvido. Le deja, eso sí, que tenga,
su jarro, su nombre, su sombrero
(todavía está imantado)
y lo lleva al Ganges
para que alce el agua y la aplauda
y la deje caer en la luz
pues para cruzar el infinito
hace falta una infancia.
Junto a él, otros, van perdiendo su alguien
(también su alguien pierde
el que pide salvarse)
Todos
lámparas
con el agua al pecho
entre la vida y la muerte
perplejos
en un fuego sin instantes
hicieron esta turbulencia, estas lenguas sin gravedad
que unge el río
y tiemblan
de tanto adiós sin salir de la carne.
¿Qué media entre ese adolescente que se zambulle
y el niño
que flota
sin luna, en el fondo?
No es la muerte
sino la forma
en que los abandonó el espacio.
¿Qué abisma al hijo con esas varas encendidas
que, antes de prenderle fuego,
da vueltas alrededor de su madre,
que no sea señalar un sitio
pues no hay sustentación
ni pierde distancia lo que cae?
Y entre la muerta
sin fondo, en su mortaja
y el esposo que se afeitó los cabellos
para despedirla
qué se rompe
sino un relámpago
y cada uno vuelve a su soledad
de no ser ni solo
pues a la muerte la une la asimetría.
Ese cadáver que pasa sobre la corriente
con un pájaro vivo
parado
sobre la profundidad de su cabeza
flor de agua
va como el río
de cuerpo presente
en su ausencia.
¿Dónde está Benarés
sino en todo lo lejos que estamos de nosotros?,
cruzando el día
como apagones, haciendo noche
en la fosforescencia,
buscando camino donde sólo hay señales,
cada uno en su espejo
para que el otro no se vea, llamando dios
a lo inestable
queriendo llenar la velocidad
con una piedra
hasta llegar a Benarés
y hundirse en el río
para acabar en alguna forma
y ser uno la salida
a la que nunca llega.
Y el hombre le dice al dios:
esta es mi carne
la única que te queda.
Desde el río se ve el humo
sólo hay una orilla
donde el muerto comienza.
Esa nube es él. Ahora se ve cómo
se sentía
y cuál era la forma que se desorientaba
en la forma que él era.
Ahora no importa dónde arde.
Tampoco en la vida
tuvo dentro ni fuera
ni lo retuvo un sitio.
Lleva una luz que la luz no toca.
No se detiene
porque todo lo atraviesa.
Lo dan al río. Se lleva
el agua sus cenizas.
Agua sin agua sentirán que llueve
cuando nunca vuelva.
Del libro El Amanecido (2005)
La mesa de mis dioses
A Pedro González
Bebo con mis dioses,
con Xangó, dios del trueno, protector
del ebrio y del amante,
a quien he visto desimantar a las bahianas
marearlas
como si dentro les copulara una bandera,
que descendió en mí en Santiago de Cuba
por obra y gracia de Orula y de un babalao
cenizo
de cruzar la suerte de los hombres.
Bebo con Vishnú a quien no pude despertar
de su lento absoluto, cuando ascendiendo
una escalera enorme
lo vi yacer, sin mundo,
como una luna esperando el regreso del cielo.
Fue en Bali esa visión. La tierra
desaparecía
devorada por sus delicadezas.
Ofrendo y bebo con la Pachamama, porque le pertenezco
arbolito que yo soy y nunca alcanzo
río que me llamo y nunca vuelvo,
y con el Señor del Milagro,
que brillaba como un fruto
en el terror
en el luto
y el espejismo del alma de mis abuelos.
En la mesa, desnumerando, como suelen,
está el duende, con su mano de lana
y su mano de hierro
cicatrizando sus ojos debajo de la higuera.
Y el diablo, pobre hombre, aparecido en otra dimensión,
tahúr,
que sólo como música puede entrar a este mundo.
De pie, a mis espaldas, está mi muerto. Lo desconozco.
Me dijeron “es alto y tiene el pelo blanco. Lo cuida.”
Un extraño condenado a mi suerte,
un plenilunio de mi cuerpo. Y es que otras formas duran
para sostener tu forma
y están vacíos todos los nacimientos.
Y estoy yo, ateo, sin iglesias,
milagroso.
Y en otro rincón, también yo, con siete años,
mirándome mirar
los sentires de mi madre
y a mi padre ardiendo,
maravillado,
herido
entre cantores difuntos.
Unos recién naciendo,
otros, en la muerte,
maldormidos,
nos amanecemos
aunque nunca llegue el día.
Estamos todos ocupando todo.
No falta nadie.
Y, sin embargo, la mesa está vacía.
Oscuridad
Toco el espejo a oscuras. Una planicie indefensa
donde pierdo mi frontera
y mis huesos pierdo
como si el espacio me hubiera envenenado.
Si cruzo esta noche, si amanece
pínteme la vida
porque nunca es el mismo
el resucitado,
de madre, en el mirar eternamente,
y, de tanto morir,
padre.
Soy yo la oscuridad.
Yo, las inclemencias del que no se ve
y,
porque he visto,
soy el que mendiga.
Del libro Manada (2009)
VI
Éramos la misma criatura
cautiva
de formas esperanzadas.
Un nido de temporales en la energía
y dentro el árbol entero
descendiendo hacia el planeta
como una lámpara.
No son, todavía no son las hojas, la rama y la semilla
pero levita, se balancea
de felicidad, baja
como los copos de nieve
con los párpados cerrados sobre su geometría.
Y con él todos los latidos
que ofuscarán la rosa, los instantes
que caen del jazmín, el sigilo del liquen,
el pavor de la hiedra, el silbo del bambú
y el musgo sordomudo.
Flotan altísimos los pastizales lloradores,
unánime el cardón, la santabárbara de oro del maíz;
exacta la música de la brizna
y en el algarrobo
la salamanca del rayo.
Cuando los vegetales llegaron a la tierra
el agua no conocía a nadie.
Hace mucho que hablan entre ellos, con miedo
en las raíces,
hablan de irse.
Volverán a la luz
encelados
suntuosos
como el viaje nupcial de las abejas
a la misma luz
que entenebra el planeta.
VII
El hombre se ve entero en el ojo del animal
dentro de una gota
cayendo todavía en el aluvión de los astros.
Y ve el tigre tatuado por las llamas del sol
el tigre
clandestino
pisando apenas para no incendiar los campos.
Mira la víbora, guante del rayo,
la astronomía de la araña,
los nervios del relámpago en la cebra,
los meteoritos de los escarabajos,
la noche insepulta del toro
y la lujuria constelada del saurio.
Todo el cosmos preso en la manada.
Menos el colibrí que tiembla, fijo en el aire.
Ese
recién está llegando.
XXIII
En el patio, ahí, en el calor,
soy transparente.
Todavía no soy nadie en los espejos
pero sí el único que jamás va a volver
cuando se interne como un león
en los yuyarales del baldío.
Tengo tres secretos:
todas las noches, despierto,
veo descender la muerte por la escalera
y, dormido,
llegar
la lluvia de fuego del fin del mundo.
Y el tercero:
de día en el mercado, por una moneda,
un viborero me cuelga dos serpientes en el cuello.
A mis padres no les digo nada. Hay que ser hombre.
No saben tampoco que sé volar. Y desaparecer.
Porque todo está lleno de lo que no existe.
Que lo diga mi abuela Lola que no ve
y recuerda a los ángeles
o mi abuela Candelaria que apaga relámpagos
con una cruz de ceniza.
“Dónde andará ese chico” se preguntan, sin darse cuenta
que estoy en todas partes.
Un día me suicido para verme,
para acordarme de mí cuando sea grande.
Sé cuántos gallos asesina el alba
y que las tardes son una sola tarde. Aún no
terminé de contar las estrellas.
Por eso aquí no se muere nadie.
Yo los salvo.
Tengo una espada
y camino por el aire.
Del libro Tiempos de Europa (2014)
Balada de Auschwitz
En la valija de Jacobo caben
una camisa, una fotografía
y el polvo del camino
que adelgazó cuando lo enterraron.
Estos son los anteojos de Issac.
Los de ver irse el mundo
por una grieta de un vagón del tren.
Los limpiaba con su aliento. No podía
respirar si miraba,
si respiraba se quedaba ciego.
Este es el pelo de Esther
encaneciendo solo. Esos
los zapatos de Samuel y la muleta de Aarón
y la pierna de madera de Raquel.
En esta mancha del jergón de paja
se disolvió el niño
al mamar la tiniebla de su madre.
Esa es la tela que tejieron con sus cabellos
(y es que lo frágil
hila el espanto.)
Este es el sobretodo de Josué
donde se encerró. Su casa oscura.
No lo pudieron hallar
cuando lo asesinaron.
Detrás de las barracas
los hambrientos alambrados
el ojo demente de los reflectores
y un patíbulo.
Fuera de Auschwitz todo es nieve
y silencio.
Hombres y mujeres por la tierra.
Por toda la tierra
sombras
de blanco.
Del libro Poesón (al universo) (2016)
Mundos paralelos
En los mundos paralelos
el mismo acto,
con iguales protagonistas,
modifica los hechos,
cambia el final,
trastorna el argumento.
No hay un único destino,
cada opción se cumple
(esa lección está en los sueños).
Si en la suma de todas las combinaciones
está el tiempo abolido,
la eternidad, entonces, no tendría extensión
y podría permanecer
en una inminencia absoluta
el universo.
El busca esa potestad.
Y apuesta.
Pero el azar no descansa.
Si el Todo para cada designio crea un mundo
el azar
para cada mundo
crea un espejismo.
Tomado de:

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