lunes, 25 de agosto de 2025

POEMAS DE ÁLVARO MUTIS - RECORDAMOS SU NATALICIO -


Letanía

 

Esta era la letanía recitada por el gaviero mientras se bañaba

las torrenteras del delta:

 

Agonía de los oscuros

recoge tus frutos.

Miedo de los mayores

disuelve la esperanza.

Ansia de los débiles

mitiga tus ramas.

Agua de los muertos

mide tu cauce.

Campana de las minas

modera tus voces.

Orgullo del deseo

olvida tus dones.

Herencia de los fuertes

rinde tus armas.

Llanto de las olvidadas

rescata tus frutos.

Y así seguía indefinidamente mientras el ruido de las aguas

ahogaba su voz y la tarde refrescaba sus carnes laceradas por

los oficios más variados y oscuros.

 

 

Ciudad

 

Un llanto

un llanto de mujer

interminable,

sosegado,

casi tranquilo.

En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.

Primero un ruido de cerradura,

después unos pies que vacilan

y luego, de pronto, el llanto.

Suspiros intermitentes

como caídos de un agua interior,

densa,

imperiosa,

inagotable,

como esclusa que acumula y libera sus aguas

o como hélice secreta

que detiene y reanuda su trabajo

trasegando el blanco tiempo de la noche.

Toda la ciudad se ha ido llenando de este llanto,

hasta los solares donde se amontonan las basuras,

bajo las cúpulas de los hospitales,

sobre las terrazas del verano,

en las discretas celdas de la prostitución,

en los papeles que se deslizan por solitarias avenidas,

con el tibio vaho de ciertas cocinas militares,

en las medallas que reposan en joyeros de teca,

un llanto de mujer que ha llorado largamente

en el cuarto vecino,

por todos los que cavan su tumba en el sueño,

por los que vigilan la mina del tiempo,

por mí que lo escucho

sin conocer otra cosa

que su frágil rodar por la intemperie

persiguiendo las calladas arenas del alba.

 

 

Sonata

 

Otra vez el tiempo te ha traído

al cerco de mis sueños funerales.

Tu piel, cierta humedad salina,

tus ojos asombrados de otros días,

con tu voz han venido, con tu pelo.

El tiempo, muchacha, que trabaja

como loba que entierra a sus cachorros

como óxido en las armas de caza,

como alga en la quilla del navío,

como lengua que lame la sal de los dormidos,

como el aire que sube de las minas,

cono tren en la noche de las páramos.

De su opaco trabajo nos nutrimos

como pan de cristiano o rancia carne

que enjuta la fiebre de los ghettos

a la sombra del tiempo, amiga mía,

un agua mansa de acequia me devuelve

lo que guardo de ti para ayudarme

a llegar hasta el fin de cada día.

 

 

Nocturno

 

La fiebre atrae el canto de un pájaro andrógino

y abre caminos a un placer insaciable

que se ramifica y cruza el cuerpo de la tierra.

¡Oh el infructuoso navegar alrededor de las islas

f donde las mujeres ofrecen al viajero

la fresca balanza de sus senos

y una extensión de terror en las caderas!

La piel pálida y tersa del día

cae como la cáscara de un fruto infame.

La fiebre atrae el canto de los resumideros

donde el agua atropella los desperdicios.

Tomado de:

https://www.zendalibros.com/5-poemas-de-alvaro-mutis/

 

 

Nocturno 2

 

Respira la noche,

bate sus claros espacios,

sus criaturas en menudos ruidos,

en el crujido leve de las maderas,

se traicionan.

Renueva la noche

cierta semilla oculta

en la mina feroz que nos sostiene.

Con su leche letal

nos alimenta

una vida que se prolonga

más allá de todo matinal despertar

en las orillas del mundo.

La noche que respira

nuestro pausado aliento de vencidos

nos preserva y protege

"para más altos destinos". 

 

De "Los trabajos perdidos"

 

 

Nocturno 3

 

Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.

Sobre las hojas de plátano,

sobre las altas ramas de los cámbulos,

ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima

que crece las acequias y comienza a henchir los ríos

que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.

La lluvia sobre el zinc de los tejados

canta su presencia y me aleja del sueño

hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,

en la noche fresquísima que chorrea

por entre la bóveda de los cafetos

y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.

Ahora, de repente, en mitad de la noche

ha regresado la lluvia sobre los cafetales

y entre el vocerío vegetal de las aguas

me llega la intacta materia de otros días

salvada del ajeno trabajo de los años.

 

De "Los trabajos perdidos"

 

 

Dos poemas

 

1. Si oyes correr el agua

 

Si oyes correr el agua en las acequias,

su manso sueño pasar entre penumbras y musgos,

con el apagado sonido de algo

que tiende a demorarse en la sombra vegetal.

Si tienes suerte y preservas ese instante

con el temblor de los helechos que no cesa,

con el atónito limo que se debate

en el cauce inmutable y siempre en viaje.

Si tienes la paciencia del guijarro,

su voz callada, su gris acento sin aristas,

y aguardas hasta que la luz haga su entrada,

es bueno que sepas que allí van a llamarte

con un nombre nunca antes pronunciado.

Toda la ardua armonía del mundo

es probable que entonces te sea revelada,

pero sólo por esta vez.

¿Sabrás, acaso, descifrarla en el rumor del agua

que se evade sin remedio y para siempre?

 

2. Como espadas en desorden

 

                                                              Mínimo Homenaje a Stéphane Mallarmé

 

Como espadas en desorden

la luz recorre los campos.

Islas de sombra se desvanecen

e intentan, en vano, sobrevivir más lejos.

Allí, de nuevo, las alcanza el fulgor

del mediodía que ordena sus huestes

y establece sus dominios.

El hombre nada sabe de estos callados combates.

Su vocación de penumbra, su costumbre de olvido,

sus hábitos, en fin, y sus lacerías,

le niegan el goce de esa fiesta imprevista

que sucede por caprichoso designio

de quienes, en lo alto, lanzan los mudos dados

cuya cifra jamás conoceremos.

Los sabios, entretanto, predican la conformidad.

Sólo los dioses saben que esta virtud incierta

es otro vano intento de abolir el azar.

 

De "Poemas dispersos"

 

 

Sonata 2

 

Por los árboles quemados después de la tormenta.

Por las lodosas aguas del delta.

Por lo que hay de persistente en cada día.

Por el alba de las oraciones.

Por lo que tienen ciertas hojas

en sus venas color de agua

profunda y en sombra.

Por el recuerdo de esa breve felicidad

ya olvidada

y que fuera alimento de tantos años sin nombre.

Por tu voz de ronca madreperla.

Por tus noches por las que pasa la vida

en un galope de sangre y sueño

Por lo que eres ahora para mí.

Por lo que serás en el desorden de la muerte.

Por eso te guardo a mi lado

como la sombra de una ilusoria esperanza.

 

De "Los trabajos perdidos"

Tomado de:

http://amediavoz.com/mutis.htm

 

 

Una calle de Córdoba

 

Para Leticia y Luis Feduchi

 

En una calle de Córdoba, una calle como tantas, con sus

tiendas de postales y artículos para turistas,

una heladería y dos bares con mesas en la acera y en el

interior chillones carteles de toros,

una calle con sus hondos zaguanes que desembocan en

floridos jardines con sus fuentes de azulejos

y sus jaulas de pájaros que callan abrumados por el bo-

chorno de la siesta,

uno que otro portón con su escudo de piedra y los bo-

rrosos signos de una abolida grandeza;

en una calle de Córdoba cuyo nombre no recuerdo o

quizá nunca supe,

a lentos sorbos tomo una copa de jerez en la precaria

sombra de la vereda.

Aquí y no en otra parte, mientras Carmen escoge en una

tienda vecina las hermosas chilabas que regresan

después de cinco siglos para perpetuar la fresca delicia de

la medina en los tiempos de Al-Andalus,

en esta calle de Córdoba, tan parecida a tantas de Car-

tagena de Indias, de Antigua, de Santo Domingo o de la de-

rruida Santa María del Darién,

aquí y no en otro lugar me esperaba la imposible, la ebria

certeza de estar en España.

En España, a donde tantas veces he venido a buscar este

instante, esta devastadora epifanía,

sucede el milagro y me interno lentamente en la felici-

dad sin término

rodeado de aromas, recuerdos, batallas, lamentos, pasio-

nes sin salida,

por todos esos rostros, voces, airados reclamos, tiernos,

dolientes ensalmos;

no sé cómo decirlo, es tan difícil.

Es la España de Abu-la-Hassan Al-Husri, «El Ciego», la

del bachiller Sansón Carrasco,

la del príncipe Don Felipe, primogénito del César, que

desembarca en Inglaterra todo vestido de blanco,

para tomar en matrimonio a María Tudor, su tía, y des-

lumbrar con sus maneras y elegancia a la corte inglesa,

la del joven oficial de alto coleto que parece pedir si-

lencio en Las lanzas de Velázquez;

la España, en fin, de mi imposible amor por la Infanta

Catalina Micaela, que con estrábico asombro

me mira desde su retrato en el Museo del Prado,

la España del chófer que hace poco nos decía: «El peli-

gro está donde está el cuerpo».

Pero no es sólo esto, hay mucho más que se me escapa.

Desde niño he estado pidiendo, soñando, anticipando,

esta certeza que ahora me invade como una repentina

temperatura, como un sordo golpe en la garganta,

aquí, en esta calle de Córdoba, recostado en la precaria

mesa de latón mientras saboreo el jerez

que como un ser vivo expande en mi pecho su calor ge-

neroso, su suave vértigo estival.

Aquí, en es España, cómo explicarlo si depende de las para-

labras y éstas no son bastantes para conseguirlo.

Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un ins-

tante de espléndido desorden,

que esto ocurra, que esto me suceda en una calle de Córdoba,

quizá porque ayer oré en el Mihrab de la Mezquita, pi-

diendo una señal que me entregase, así, sin motivo ni mérito

alguno,

la certidumbre de que en esta calle, en esta ciudad, en

los interminables olivares quemados al sol,

en las colinas, las serranías, los ríos, las ciudades, los pue-

blos, los caminos, en España, en fin,

estaba el lugar, el único e insustituible lugar en donde

todo se cumpliría para mí

con esta plenitud vencedora de la muerte y sus astucias,

de olvido y del turbio comercio de los hombres.

Y ese don me ha sido otorgado en esta calle como tantas

otras, con sus tiendas para turistas, su heladería, sus bares,

sus portalones historiados,

en esta calle de Córdoba, donde el milagro ocurre, así, de

pronto, como cosa de todos los días,

como un trueque del azar que le pago gozoso con las más

negras horas de miedo y mentira,

de servil aceptación y de resignada desesperanza,

que han ido jalonando hasta hoy la apagada noticia de

mi vida.

Todo se ha salvado ahora, en esta calle de la capital de

los Omeyas pavimentada por los romanos,

en donde el Duque de Rivas moró en su palacio de ca-

torce jardines y una alcoba regia para albergar a los reyes

nuestros señores.

Concedo que los dioses han sido justos y que todo está,

al fin, en orden.

Al terminar este jerez continuaremos el camino en busca

de la pequeña sinagoga en donde meditó Maimónides

y seré, hasta el último día, otro hombre o, mejor, el

mismo pero rescatado y dueño, desde hoy, de un lugar sobre

la tierra.

 

 

Cada poema

 

Cada poema un pájaro que huye

del sitio señalado por la plaga.

Cada poema un traje de la muerte

por las calles y plazas inundadas

en la cera letal de los vencidos.

Cada poema un paso hacia la muerte,

una falsa moneda de rescate,

un tiro al blanco en medio de la noche

horadando los puentes sobre el río,

cuyas dormidas aguas viajan

de la vieja ciudad hacia los campos

donde el día prepara sus hogueras.

Cada poema un tacto yerto

del que yace en la losa de las clínicas,

un ávido anzuelo que recorre

el limo blando de las sepulturas.

Cada poema un lento naufragio del deseo,

un crujir de los mástiles y jarcias

que sostienen el peso de la vida.

Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban

sobre el rugir helado de las aguas

el albo aparejo del velamen.

Cada poema invadiendo y desgarrando

la amarga telaraña del hastío.

Cada poema nace de un ciego centinela

que grita al hondo hueco de la noche

el santo y seña de su desventura.

Agua de sueño, fuente de ceniza,

piedra porosa de los mataderos,

madera en sombra de las siemprevivas,

metal que dobla por los condenados,

aceite funeral de doble filo,

cotidiano sudario del poeta,

cada poema esparce sobre el mundo

el agrio cereal de la agonía.

Tomado de:

https://www.revistaaltazor.cl/alvaro-mutis-2/

 

 

EXILIO

 

Voz del exilio, voz de pozo cegado,

voz huérfana, gran voz que se levanta

como hierba furiosa o pezuña de bestia,

voz sorda del exilio,

hoy ha brotado como una espesa sangre

reclamando mansamente su lugar

en algún sitio del mundo.

Hoy ha llamado en mí

el griterío de las aves que pasan en verde algarabía

sobre los cafetales, sobre las ceremoniosas hojas del banano,

sobre las heladas espumas que bajan de los páramos,

golpeando y sonando

y arrastrando consigo la pulpa del café

y las densas flores de los cámbulos.

 

Hoy, algo se ha detenido dentro de mí,

un espeso remanso hace girar,

de pronto, lenta, dulcemente,

rescatados en la superficie agitada de sus aguas,

ciertos días, ciertas horas del pasado,

a los que se aferra furiosamente

la materia más secreta y eficaz de mi vida.

Flotan ahora como troncos de tierno balso,

en serena evidencia de fieles testigos

y a ellos me acojo en este largo presente de exilado.

En el café, en casa de amigos, tornan con dolor desteñido

Teruel, Jarama, Madrid, Irún, Somosierra, Valencia

y luego Persignan, Argelés, Dakar, Marsella.

A su rabia me uno a su miseria

y olvido así quién soy, de dónde vengo,

hasta cuando una noche

comienza el golpeteo de la lluvia

y corre el agua por las calles en silencio

y un olor húmedo y cierto

me regresa a las grandes noches del Tolima

en donde un vasto desorden de aguas

grita hasta el alba su vocerío vegetal;

su destronado poder, entre las ramas del sombrío,

chorrea aún en la mañana

acallando el borboteo espeso de la miel

en los pulidos calderos de cobre.

 

Y es entonces cuando peso mi exilio

y mido la irrescatable soledad de lo perdido

por lo que de anticipada muerte me corresponde

en cada hora, en cada día de ausencia

que lleno con asuntos y con seres

cuya extranjera condición me empuja

hacia la cal definitiva

de un sueño que roerá sus propias vestiduras,

hechas de una corteza de materias

desterradas por los años y el olvido.

 

 

GRIETA MATINAL

 

 

Cala tu miseria,

sondéala, conoce sus más escondidas cavernas.

Aceita los engranajes de tu miseria,

ponla en tu camino, ábrete paso con ella

y en cada puerta golpea

con los blancos cartílagos de tu miseria.

Compárala con la de otras gentes

y mide bien el asombro de sus diferencias,

la singular agudeza de sus bordes.

Ampárate en los suaves ángulos de tu miseria.

Ten presente a cada hora

que su materia es tu materia,

el único puerto del que conoces cada rada,

cada boya, cada señal desde la cálida tierra

a donde llegas a reinar como Crusoe

entre la muchedumbre de sombras

que te rozan y con las que tropiezas

sin entender su propósito ni su costumbre.

Cultiva tu miseria,

hazla perdurable,

aliméntate de su savia,

envuélvete en el manto tejido con sus más secretos hilos.

Aprende a reconocerla entre todas,

no permitas que sea familiar a los otros

ni que la prolonguen abusivamente los tuyos.

Que te sea como agua bautismal

brotada de las grandes cloacas municipales,

como los arroyos que nacen en los mataderos.

Que se confunda con tus entrañas, tu miseria;

que contenga desde ahora los capítulos de tu muerte,

los elementos de tu más certero abandono.

Nunca dejes de lado tu miseria,

así descanses a su vera

como junto al blanco cuerpo

del que se ha retirado el deseo.

Ten siempre lista tu miseria

y no permitas que se evada por distracción o engaño.

Aprende a reconocerla hasta en sus más breves signos:

el encogerse de las finas hojas del carbonero,

el abrirse de las flores con la primera frescura de la tarde,

la soledad de una jaula de circo

varada en el lodo del camino,

el hollín en los arrabales,

el vaso de latón que mide la sopa en los cuarteles,

la ropa desordenada de los ciegos,

las campanillas que agotan su llamado

en el solar sembrado de eucaliptos,

el yodo de las navegaciones.

No mezcles tu miseria en los asuntos de cada día.

Aprende a guardarla para las horas de tu solaz

y teje con ella la verdadera,

la sola materia perdurable

de tu episodio sobre la tierra.

 

 

RAZÓN DEL EXTRAVIADO

 

Para Alastair Reid

 

Vengo del norte,

donde forjan el hierro, trabajan las rejas,

hacen las cerraduras, los arados,

las armas incansables,

donde las grandes pieles de oso

cubren paredes y lechos,

donde la leche espera la señal de los astros,

del norte donde toda voz es una orden,

donde los trineos se detienen

bajo el cielo sin sombra de tormenta.

Voy hacia el este,

hacia los más tibios cauces

de la arcilla y el limo

hacia el insomnio vegetal y paciente

que alimentan las lluvias sin medida;

hacia los esteros voy, hacia el delta

donde la luz descansa absorta

en las magnolias de la muerte

y el calor inaugura vastas regiones

donde los frutos se descomponen

en una densa siesta

mecida por los élitros

de insectos incansables.

Y, sin embargo, aún me inclinaría

por las tiendas de piel, la parca arena,

por el frío reptando entre las dunas

donde canta el cristal

su atónita agonía

que arrastra el viento

entre túmulos y signos

y desvía el rumbo de las caravanas.

Vine del norte,

el hielo canceló los laberintos

donde el acero cumple

la señal de su aventura.

Hablo del viaje, no de sus etapas.

En el este la luna vela

sobre el clima que mis llagas

solicitan como alivio

de un espanto tenaz y sin remedio.

Tomado de:

https://circulodepoesia.com/2013/09/poemas-de-alvaro-mutis/

 

 

Poema de lástimas a la muerte de Marcel

 

¿En qué rincón de tu alcoba, ante qué espejo,

tras qué olvidado frasco de jarabe,

hiciste tu pacto?

Cumplida la tregua de años, de meses,

de semanas de asfixia,

de interminables días del verano

vividos entre gruesos edredones,

buscando, llamando, rescatando,

la semilla intacta del tiempo,

construyendo un laberinto perdurable

donde el hábito pierde su especial energía,

su voraz exterminio;

la muerte acecha a los pies de tu cama,

labrando en tu rostro milenario

la máscara letal de tu agonía.

Se pega a tu oscuro pelo de rabino,

cava el pozo febril de tus ojeras

y algo de seca flor, de tenue ceniza volcánica,

de lavado vendaje de mendigo,

extiende por tu cuerpo

como un leve sudario de otro mundo

o un borroso sello que perdura.

Ahora la ves erguirse, venir hacia ti,

herirte en pleno pecho malamente

y pides a Celeste que abra las ventanas

donde el otoño golpea como una bestia herida.

Pero ella no te oye ya, no te comprende,

e inútilmente acude con presurosos dedos de hilandera

para abrir aún más las llaves del oxígeno

y pasarte un poco del aire que te esquiva

y aliviar tu estertor de supliciado.

Monsieur Marcel ne se rend compte de rien,

explica a tus amigos

que escépticos preguntan por tus males

y la llamas con el ronco ahogo del que inhala

el último aliento de su vida.

Tiendes tus manos al seco vacío del mundo,

rasgas la piel de tu garganta,

saltan tus dulces ojos de otros días

y por última vez tu pecho se alza

en un violento esfuerzo por librarse

del peso de la losa que te espera.

El silencio se hace en tus dominios,

mientras te precipitas vertiginosamente

hacia el nostálgico limbo donde habitan,

a la orilla del tiempo, tus criaturas.

Vagas sombras cruzan por tu rostro

a medida que ganas a la muerte

una nueva porción de tus asuntos

y, borrando el desorden de una larga agonía,

surgen tus facciones de astuto cazador babilónico,

emergen del fondo de las aguas funerales

para mostrar al mundo

la fértil permanencia de tu sueño,

la ruina del tiempo y las costumbres

en la frágil materia de los años.

 

De Los trabajos perdidos

 

 

Pregón de los hospitales

 

    ¡Miren ustedes cómo es de admirar la situación

privilegiada de esta gran casa de enfermos!

     ¡Observen el dombo de los altos árboles cuyas

oscuras hojas, siempre húmedas, protegidas por un halo de plateada pelusa, dan sombra a las avenidas

por donde se pasean los dolientes!

   ¡Escuchen el amortiguado paso de los ruidos lejanos, que dicen de la presencia de un mundo que viaja ordenadamente al desastre de los años,

    al olvido, al asombro desnudo del tiempo!

   ¡Abran bien los ojos y miren cómo la pulida uña del síntoma marca a cada uno con su signo de especial desesperanza!;

    sin herirlo casi, sin perturbarlo, sin moverlo de su doméstica órbita de recuerdos y penas y seres queridos,

    para él tan lejanos ya y tan extranjeros en su territorio de duelo.

     ¡Entren todos a vestir el ojoso manto de la fiebre y conocer el temblor seráfico de la anemia

    o la transparencia cerosa del cáncer que guarda su materia muchas noches,

     hasta desparramarse en la blanca mesa iluminada por un alto sol voltaico que zumba dulcemente!

    ¡Adelante señores!

    Aquí terminan los deseos imposibles:

    el amor por la hermana,

    los senos de la monja,

    los juegos en los sótanos,

    la soledad de las construcciones,

     las piernas de las comulgantes,

     todo termina aquí, señores.

 

     ¡Entren, entren!

   Obedientes a la pestilencia que consuela y da olvido, que purifica y concede la gracia.

    ¡Adelante!

     Prueben

     la manzana podrida del cloroformo,

     el blando paso del éter,

     la montera niquelada que ciñe la faz de los moribundos,

     la ola granulada de los febrífugos,

     la engañosa delicia vegetal de los jarabes,

   la sólida lanceta que libera el último coágulo, negro y ya poblado por los primeros signos de la transformación.

    ¡Admiren la terraza donde ventilan algunos sus males

    como banderas en rehén!

    ¡Vengan todos

    feligreses de las másaltas dolencias!

    ¡Vengan a hacer el noviciado de la muerte, tan útil a muchos, tan sabio en dones que infestan la tierra y la preparan!

 

 

Morada

 

    Se internaba por entre altos acantilados cuyas lisas paredes verticales penetraban mansamente en un agua dormida.

    Navegaba en silencio. Una palabra, el golpe de los remos, el ruido de una cadena en el fondo de la embarcación, retumbaban largamente e inquietaban la fresca sombra que iba espesándose a medida que penetraba en la isla.

     En el atracadero, una escalinata ascendía suavemente hasta el promontorio más alto sobre el que flotaba un amplio cielo en

desorden.

     Pero antes de llegar allí y a tiempo que subía las escaleras, fue descubriendo, a distinta altura y en orientación diferente, amplias terrazas que debieron servir antaño para reunir la asamblea de oficios o ritos de una fe ya olvidada. No las protegía techo alguno y el suelo de piedra rocosa devolvía durante la noche el calor almacenado en el día, cuando el sol daba de lleno sobre la pulida superficie.

   Eran seisterrazas en total. En la primera se detuvo a descansar y olvidó el viaje, sus incidentes y miserias.

   En la segunda olvidó la razón que lo moviera a venir y sintió en su cuerpo la mina secreta de los años.

    En la tercera recordó esa mujer alta, de grandes ojos oscuros y piel grave, que se le ofreció a cambio de un delicado teorema de afectos y sacrificios.

    Sobre la cuarta rodaba el viento sin descanso y barría hasta la última huella del pasado.

   En la quinta unos lienzos tendidos a secar le dificultaron el paso. Parecían esconder algo que, al final, se disolvió en una vaga inquietud semejante a la de ciertos días de la infancia.

   En la sexta terraza creyó reconocer el lugar y cuando se percató que era el mismo sitio frecuentado años antes con el ruido de otros días, rodó por las anchas losas con los estertores de la asfixia…

   A la mañana siguiente el practicante de turno lo encontró aferrado a los barrotes de la cama, las ropas en desorden y manando aún por la boca atónita la fatigada y oscura sangre de los muertos.

Tomado de:

https://materialdelectura.unam.mx/index.php/poesia-moderna/16-poesia-moderna-cat/60-024-alvaro-mutis?start=14

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