Letanía
Esta era la letanía recitada por el gaviero mientras se
bañaba
las torrenteras del delta:
Agonía de los oscuros
recoge tus frutos.
Miedo de los mayores
disuelve la esperanza.
Ansia de los débiles
mitiga tus ramas.
Agua de los muertos
mide tu cauce.
Campana de las minas
modera tus voces.
Orgullo del deseo
olvida tus dones.
Herencia de los fuertes
rinde tus armas.
Llanto de las olvidadas
rescata tus frutos.
Y así seguía indefinidamente mientras el ruido de las
aguas
ahogaba su voz y la tarde refrescaba sus carnes
laceradas por
los oficios más variados y oscuros.
Ciudad
Un llanto
un llanto de mujer
interminable,
sosegado,
casi tranquilo.
En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.
Primero un ruido de cerradura,
después unos pies que vacilan
y luego, de pronto, el llanto.
Suspiros intermitentes
como caídos de un agua interior,
densa,
imperiosa,
inagotable,
como esclusa que acumula y libera sus aguas
o como hélice secreta
que detiene y reanuda su trabajo
trasegando el blanco tiempo de la noche.
Toda la ciudad se ha ido llenando de este llanto,
hasta los solares donde se amontonan las basuras,
bajo las cúpulas de los hospitales,
sobre las terrazas del verano,
en las discretas celdas de la prostitución,
en los papeles que se deslizan por solitarias avenidas,
con el tibio vaho de ciertas cocinas militares,
en las medallas que reposan en joyeros de teca,
un llanto de mujer que ha llorado largamente
en el cuarto vecino,
por todos los que cavan su tumba en el sueño,
por los que vigilan la mina del tiempo,
por mí que lo escucho
sin conocer otra cosa
que su frágil rodar por la intemperie
persiguiendo las calladas arenas del alba.
Sonata
Otra vez el tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros
como óxido en las armas de caza,
como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
cono tren en la noche de las páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que enjuta la fiebre de los ghettos
a la sombra del tiempo, amiga mía,
un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llegar hasta el fin de cada día.
Nocturno
La fiebre atrae el canto de un pájaro andrógino
y abre caminos a un placer insaciable
que se ramifica y cruza el cuerpo de la tierra.
¡Oh el infructuoso navegar alrededor de las islas
f donde las mujeres ofrecen al viajero
la fresca balanza de sus senos
y una extensión de terror en las caderas!
La piel pálida y tersa del día
cae como la cáscara de un fruto infame.
La fiebre atrae el canto de los resumideros
donde el agua atropella los desperdicios.
Tomado de:
https://www.zendalibros.com/5-poemas-de-alvaro-mutis/
Nocturno 2
Respira la noche,
bate sus claros espacios,
sus criaturas en menudos ruidos,
en el crujido leve de las maderas,
se traicionan.
Renueva la noche
cierta semilla oculta
en la mina feroz que nos sostiene.
Con su leche letal
nos alimenta
una vida que se prolonga
más allá de todo matinal despertar
en las orillas del mundo.
La noche que respira
nuestro pausado aliento de vencidos
nos preserva y protege
"para más altos destinos".
De "Los
trabajos perdidos"
Nocturno 3
Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y
vastísima
que crece las acequias y comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La lluvia sobre el zinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
salvada del ajeno trabajo de los años.
De "Los
trabajos perdidos"
Dos poemas
1. Si oyes correr el agua
Si oyes correr el agua en las acequias,
su manso sueño pasar entre penumbras y musgos,
con el apagado sonido de algo
que tiende a demorarse en la sombra vegetal.
Si tienes suerte y preservas ese instante
con el temblor de los helechos que no cesa,
con el atónito limo que se debate
en el cauce inmutable y siempre en viaje.
Si tienes la paciencia del guijarro,
su voz callada, su gris acento sin aristas,
y aguardas hasta que la luz haga su entrada,
es bueno que sepas que allí van a llamarte
con un nombre nunca antes pronunciado.
Toda la ardua armonía del mundo
es probable que entonces te sea revelada,
pero sólo por esta vez.
¿Sabrás, acaso, descifrarla en el rumor del agua
que se evade sin remedio y para siempre?
2. Como espadas en desorden
Mínimo Homenaje a Stéphane Mallarmé
Como espadas en desorden
la luz recorre los campos.
Islas de sombra se desvanecen
e intentan, en vano, sobrevivir más lejos.
Allí, de nuevo, las alcanza el fulgor
del mediodía que ordena sus huestes
y establece sus dominios.
El hombre nada sabe de estos callados combates.
Su vocación de penumbra, su costumbre de olvido,
sus hábitos, en fin, y sus lacerías,
le niegan el goce de esa fiesta imprevista
que sucede por caprichoso designio
de quienes, en lo alto, lanzan los mudos dados
cuya cifra jamás conoceremos.
Los sabios, entretanto, predican la conformidad.
Sólo los dioses saben que esta virtud incierta
es otro vano intento de abolir el azar.
De "Poemas
dispersos"
Sonata 2
Por los árboles quemados después de la tormenta.
Por las lodosas aguas del delta.
Por lo que hay de persistente en cada día.
Por el alba de las oraciones.
Por lo que tienen ciertas hojas
en sus venas color de agua
profunda y en sombra.
Por el recuerdo de esa breve felicidad
ya olvidada
y que fuera alimento de tantos años sin nombre.
Por tu voz de ronca madreperla.
Por tus noches por las que pasa la vida
en un galope de sangre y sueño
Por lo que eres ahora para mí.
Por lo que serás en el desorden de la muerte.
Por eso te guardo a mi lado
como la sombra de una ilusoria esperanza.
De "Los
trabajos perdidos"
Tomado de:
http://amediavoz.com/mutis.htm
Una calle de Córdoba
Para Leticia y Luis Feduchi
En una calle de Córdoba, una calle como tantas, con sus
tiendas de postales y artículos para turistas,
una heladería y dos bares con mesas en la acera y en el
interior chillones carteles de toros,
una calle con sus hondos zaguanes que desembocan en
floridos jardines con sus fuentes de azulejos
y sus jaulas de pájaros que callan abrumados por el bo-
chorno de la siesta,
uno que otro portón con su escudo de piedra y los bo-
rrosos signos de una abolida grandeza;
en una calle de Córdoba cuyo nombre no recuerdo o
quizá nunca supe,
a lentos sorbos tomo una copa de jerez en la precaria
sombra de la vereda.
Aquí y no en otra parte, mientras Carmen escoge en una
tienda vecina las hermosas chilabas que regresan
después de cinco siglos para perpetuar la fresca
delicia de
la medina en los tiempos de Al-Andalus,
en esta calle de Córdoba, tan parecida a tantas de Car-
tagena de Indias, de Antigua, de Santo Domingo o de la
de-
rruida Santa María del Darién,
aquí y no en otro lugar me esperaba la imposible, la
ebria
certeza de estar en España.
En España, a donde tantas veces he venido a buscar este
instante, esta devastadora epifanía,
sucede el milagro y me interno lentamente en la felici-
dad sin término
rodeado de aromas, recuerdos, batallas, lamentos,
pasio-
nes sin salida,
por todos esos rostros, voces, airados reclamos,
tiernos,
dolientes ensalmos;
no sé cómo decirlo, es tan difícil.
Es la España de Abu-la-Hassan Al-Husri, «El Ciego», la
del bachiller Sansón Carrasco,
la del príncipe Don Felipe, primogénito del César, que
desembarca en Inglaterra todo vestido de blanco,
para tomar en matrimonio a María Tudor, su tía, y des-
lumbrar con sus maneras y elegancia a la corte inglesa,
la del joven oficial de alto coleto que parece pedir
si-
lencio en Las lanzas de Velázquez;
la España, en fin, de mi imposible amor por la Infanta
Catalina Micaela, que con estrábico asombro
me mira desde su retrato en el Museo del Prado,
la España del chófer que hace poco nos decía: «El peli-
gro está donde está el cuerpo».
Pero no es sólo esto, hay mucho más que se me escapa.
Desde niño he estado pidiendo, soñando, anticipando,
esta certeza que ahora me invade como una repentina
temperatura, como un sordo golpe en la garganta,
aquí, en esta calle de Córdoba, recostado en la
precaria
mesa de latón mientras saboreo el jerez
que como un ser vivo expande en mi pecho su calor ge-
neroso, su suave vértigo estival.
Aquí, en es España, cómo explicarlo si depende de las
para-
labras y éstas no son bastantes para conseguirlo.
Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un ins-
tante de espléndido desorden,
que esto ocurra, que esto me suceda en una calle de
Córdoba,
quizá porque ayer oré en el Mihrab de la Mezquita, pi-
diendo una señal que me entregase, así, sin motivo ni
mérito
alguno,
la certidumbre de que en esta calle, en esta ciudad, en
los interminables olivares quemados al sol,
en las colinas, las serranías, los ríos, las ciudades,
los pue-
blos, los caminos, en España, en fin,
estaba el lugar, el único e insustituible lugar en
donde
todo se cumpliría para mí
con esta plenitud vencedora de la muerte y sus
astucias,
de olvido y del turbio comercio de los hombres.
Y ese don me ha sido otorgado en esta calle como tantas
otras, con sus tiendas para turistas, su heladería, sus
bares,
sus portalones historiados,
en esta calle de Córdoba, donde el milagro ocurre, así,
de
pronto, como cosa de todos los días,
como un trueque del azar que le pago gozoso con las más
negras horas de miedo y mentira,
de servil aceptación y de resignada desesperanza,
que han ido jalonando hasta hoy la apagada noticia de
mi vida.
Todo se ha salvado ahora, en esta calle de la capital
de
los Omeyas pavimentada por los romanos,
en donde el Duque de Rivas moró en su palacio de ca-
torce jardines y una alcoba regia para albergar a los
reyes
nuestros señores.
Concedo que los dioses han sido justos y que todo está,
al fin, en orden.
Al terminar este jerez continuaremos el camino en busca
de la pequeña sinagoga en donde meditó Maimónides
y seré, hasta el último día, otro hombre o, mejor, el
mismo pero rescatado y dueño, desde hoy, de un lugar
sobre
la tierra.
Cada poema
Cada poema un pájaro que huye
del sitio señalado por la plaga.
Cada poema un traje de la muerte
por las calles y plazas inundadas
en la cera letal de los vencidos.
Cada poema un paso hacia la muerte,
una falsa moneda de rescate,
un tiro al blanco en medio de la noche
horadando los puentes sobre el río,
cuyas dormidas aguas viajan
de la vieja ciudad hacia los campos
donde el día prepara sus hogueras.
Cada poema un tacto yerto
del que yace en la losa de las clínicas,
un ávido anzuelo que recorre
el limo blando de las sepulturas.
Cada poema un lento naufragio del deseo,
un crujir de los mástiles y jarcias
que sostienen el peso de la vida.
Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas
el albo aparejo del velamen.
Cada poema invadiendo y desgarrando
la amarga telaraña del hastío.
Cada poema nace de un ciego centinela
que grita al hondo hueco de la noche
el santo y seña de su desventura.
Agua de sueño, fuente de ceniza,
piedra porosa de los mataderos,
madera en sombra de las siemprevivas,
metal que dobla por los condenados,
aceite funeral de doble filo,
cotidiano sudario del poeta,
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía.
Tomado de:
https://www.revistaaltazor.cl/alvaro-mutis-2/
EXILIO
Voz del exilio, voz de pozo cegado,
voz huérfana, gran voz que se levanta
como hierba furiosa o pezuña de bestia,
voz sorda del exilio,
hoy ha brotado como una espesa sangre
reclamando mansamente su lugar
en algún sitio del mundo.
Hoy ha llamado en mí
el griterío de las aves que pasan en verde algarabía
sobre los cafetales, sobre las ceremoniosas hojas del
banano,
sobre las heladas espumas que bajan de los páramos,
golpeando y sonando
y arrastrando consigo la pulpa del café
y las densas flores de los cámbulos.
Hoy, algo se ha detenido dentro de mí,
un espeso remanso hace girar,
de pronto, lenta, dulcemente,
rescatados en la superficie agitada de sus aguas,
ciertos días, ciertas horas del pasado,
a los que se aferra furiosamente
la materia más secreta y eficaz de mi vida.
Flotan ahora como troncos de tierno balso,
en serena evidencia de fieles testigos
y a ellos me acojo en este largo presente de exilado.
En el café, en casa de amigos, tornan con dolor
desteñido
Teruel, Jarama, Madrid, Irún, Somosierra, Valencia
y luego Persignan, Argelés, Dakar, Marsella.
A su rabia me uno a su miseria
y olvido así quién soy, de dónde vengo,
hasta cuando una noche
comienza el golpeteo de la lluvia
y corre el agua por las calles en silencio
y un olor húmedo y cierto
me regresa a las grandes noches del Tolima
en donde un vasto desorden de aguas
grita hasta el alba su vocerío vegetal;
su destronado poder, entre las ramas del sombrío,
chorrea aún en la mañana
acallando el borboteo espeso de la miel
en los pulidos calderos de cobre.
Y es entonces cuando peso mi exilio
y mido la irrescatable soledad de lo perdido
por lo que de anticipada muerte me corresponde
en cada hora, en cada día de ausencia
que lleno con asuntos y con seres
cuya extranjera condición me empuja
hacia la cal definitiva
de un sueño que roerá sus propias vestiduras,
hechas de una corteza de materias
desterradas por los años y el olvido.
GRIETA MATINAL
Cala tu miseria,
sondéala, conoce sus más escondidas cavernas.
Aceita los engranajes de tu miseria,
ponla en tu camino, ábrete paso con ella
y en cada puerta golpea
con los blancos cartílagos de tu miseria.
Compárala con la de otras gentes
y mide bien el asombro de sus diferencias,
la singular agudeza de sus bordes.
Ampárate en los suaves ángulos de tu miseria.
Ten presente a cada hora
que su materia es tu materia,
el único puerto del que conoces cada rada,
cada boya, cada señal desde la cálida tierra
a donde llegas a reinar como Crusoe
entre la muchedumbre de sombras
que te rozan y con las que tropiezas
sin entender su propósito ni su costumbre.
Cultiva tu miseria,
hazla perdurable,
aliméntate de su savia,
envuélvete en el manto tejido con sus más secretos
hilos.
Aprende a reconocerla entre todas,
no permitas que sea familiar a los otros
ni que la prolonguen abusivamente los tuyos.
Que te sea como agua bautismal
brotada de las grandes cloacas municipales,
como los arroyos que nacen en los mataderos.
Que se confunda con tus entrañas, tu miseria;
que contenga desde ahora los capítulos de tu muerte,
los elementos de tu más certero abandono.
Nunca dejes de lado tu miseria,
así descanses a su vera
como junto al blanco cuerpo
del que se ha retirado el deseo.
Ten siempre lista tu miseria
y no permitas que se evada por distracción o engaño.
Aprende a reconocerla hasta en sus más breves signos:
el encogerse de las finas hojas del carbonero,
el abrirse de las flores con la primera frescura de la
tarde,
la soledad de una jaula de circo
varada en el lodo del camino,
el hollín en los arrabales,
el vaso de latón que mide la sopa en los cuarteles,
la ropa desordenada de los ciegos,
las campanillas que agotan su llamado
en el solar sembrado de eucaliptos,
el yodo de las navegaciones.
No mezcles tu miseria en los asuntos de cada día.
Aprende a guardarla para las horas de tu solaz
y teje con ella la verdadera,
la sola materia perdurable
de tu episodio sobre la tierra.
RAZÓN DEL EXTRAVIADO
Para Alastair Reid
Vengo del norte,
donde forjan el hierro, trabajan las rejas,
hacen las cerraduras, los arados,
las armas incansables,
donde las grandes pieles de oso
cubren paredes y lechos,
donde la leche espera la señal de los astros,
del norte donde toda voz es una orden,
donde los trineos se detienen
bajo el cielo sin sombra de tormenta.
Voy hacia el este,
hacia los más tibios cauces
de la arcilla y el limo
hacia el insomnio vegetal y paciente
que alimentan las lluvias sin medida;
hacia los esteros voy, hacia el delta
donde la luz descansa absorta
en las magnolias de la muerte
y el calor inaugura vastas regiones
donde los frutos se descomponen
en una densa siesta
mecida por los élitros
de insectos incansables.
Y, sin embargo, aún me inclinaría
por las tiendas de piel, la parca arena,
por el frío reptando entre las dunas
donde canta el cristal
su atónita agonía
que arrastra el viento
entre túmulos y signos
y desvía el rumbo de las caravanas.
Vine del norte,
el hielo canceló los laberintos
donde el acero cumple
la señal de su aventura.
Hablo del viaje, no de sus etapas.
En el este la luna vela
sobre el clima que mis llagas
solicitan como alivio
de un espanto tenaz y sin remedio.
Tomado de:
https://circulodepoesia.com/2013/09/poemas-de-alvaro-mutis/
Poema de lástimas a la muerte de Marcel
¿En qué rincón de tu alcoba, ante qué espejo,
tras qué olvidado frasco de jarabe,
hiciste tu pacto?
Cumplida la tregua de años, de meses,
de semanas de asfixia,
de interminables días del verano
vividos entre gruesos edredones,
buscando, llamando, rescatando,
la semilla intacta del tiempo,
construyendo un laberinto perdurable
donde el hábito pierde su especial energía,
su voraz exterminio;
la muerte acecha a los pies de tu cama,
labrando en tu rostro milenario
la máscara letal de tu agonía.
Se pega a tu oscuro pelo de rabino,
cava el pozo febril de tus ojeras
y algo de seca flor, de tenue ceniza volcánica,
de lavado vendaje de mendigo,
extiende por tu cuerpo
como un leve sudario de otro mundo
o un borroso sello que perdura.
Ahora la ves erguirse, venir hacia ti,
herirte en pleno pecho malamente
y pides a Celeste que abra las ventanas
donde el otoño golpea como una bestia herida.
Pero ella no te oye ya, no te comprende,
e inútilmente acude con presurosos dedos de hilandera
para abrir aún más las llaves del oxígeno
y pasarte un poco del aire que te esquiva
y aliviar tu estertor de supliciado.
Monsieur Marcel ne se rend compte de rien,
explica a tus amigos
que escépticos preguntan por tus males
y la llamas con el ronco ahogo del que inhala
el último aliento de su vida.
Tiendes tus manos al seco vacío del mundo,
rasgas la piel de tu garganta,
saltan tus dulces ojos de otros días
y por última vez tu pecho se alza
en un violento esfuerzo por librarse
del peso de la losa que te espera.
El silencio se hace en tus dominios,
mientras te precipitas vertiginosamente
hacia el nostálgico limbo donde habitan,
a la orilla del tiempo, tus criaturas.
Vagas sombras cruzan por tu rostro
a medida que ganas a la muerte
una nueva porción de tus asuntos
y, borrando el desorden de una larga agonía,
surgen tus facciones de astuto cazador babilónico,
emergen del fondo de las aguas funerales
para mostrar al mundo
la fértil permanencia de tu sueño,
la ruina del tiempo y las costumbres
en la frágil materia de los años.
De Los trabajos
perdidos
Pregón de los hospitales
¡Miren
ustedes cómo es de admirar la situación
privilegiada de esta gran casa de enfermos!
¡Observen el
dombo de los altos árboles cuyas
oscuras hojas, siempre húmedas, protegidas por un halo
de plateada pelusa, dan sombra a las avenidas
por donde se pasean los dolientes!
¡Escuchen el
amortiguado paso de los ruidos lejanos, que dicen de la presencia de un mundo
que viaja ordenadamente al desastre de los años,
al olvido, al
asombro desnudo del tiempo!
¡Abran bien
los ojos y miren cómo la pulida uña del síntoma marca a cada uno con su signo
de especial desesperanza!;
sin herirlo
casi, sin perturbarlo, sin moverlo de su doméstica órbita de recuerdos y penas
y seres queridos,
para él tan
lejanos ya y tan extranjeros en su territorio de duelo.
¡Entren
todos a vestir el ojoso manto de la fiebre y conocer el temblor seráfico de la
anemia
o la
transparencia cerosa del cáncer que guarda su materia muchas noches,
hasta
desparramarse en la blanca mesa iluminada por un alto sol voltaico que zumba
dulcemente!
¡Adelante
señores!
Aquí terminan
los deseos imposibles:
el amor por
la hermana,
los senos de
la monja,
los juegos en
los sótanos,
la soledad de
las construcciones,
las piernas
de las comulgantes,
todo termina
aquí, señores.
¡Entren,
entren!
Obedientes a
la pestilencia que consuela y da olvido, que purifica y concede la gracia.
¡Adelante!
Prueben
la manzana
podrida del cloroformo,
el blando
paso del éter,
la montera
niquelada que ciñe la faz de los moribundos,
la ola
granulada de los febrífugos,
la engañosa
delicia vegetal de los jarabes,
la sólida
lanceta que libera el último coágulo, negro y ya poblado por los primeros
signos de la transformación.
¡Admiren la
terraza donde ventilan algunos sus males
como banderas
en rehén!
¡Vengan todos
feligreses de
las másaltas dolencias!
¡Vengan a
hacer el noviciado de la muerte, tan útil a muchos, tan sabio en dones que
infestan la tierra y la preparan!
Morada
Se internaba
por entre altos acantilados cuyas lisas paredes verticales penetraban
mansamente en un agua dormida.
Navegaba en
silencio. Una palabra, el golpe de los remos, el ruido de una cadena en el
fondo de la embarcación, retumbaban largamente e inquietaban la fresca sombra
que iba espesándose a medida que penetraba en la isla.
En el
atracadero, una escalinata ascendía suavemente hasta el promontorio más alto
sobre el que flotaba un amplio cielo en
desorden.
Pero antes
de llegar allí y a tiempo que subía las escaleras, fue descubriendo, a distinta
altura y en orientación diferente, amplias terrazas que debieron servir antaño
para reunir la asamblea de oficios o ritos de una fe ya olvidada. No las
protegía techo alguno y el suelo de piedra rocosa devolvía durante la noche el
calor almacenado en el día, cuando el sol daba de lleno sobre la pulida
superficie.
Eran
seisterrazas en total. En la primera se detuvo a descansar y olvidó el viaje,
sus incidentes y miserias.
En la segunda
olvidó la razón que lo moviera a venir y sintió en su cuerpo la mina secreta de
los años.
En la tercera
recordó esa mujer alta, de grandes ojos oscuros y piel grave, que se le ofreció
a cambio de un delicado teorema de afectos y sacrificios.
Sobre la
cuarta rodaba el viento sin descanso y barría hasta la última huella del
pasado.
En la quinta
unos lienzos tendidos a secar le dificultaron el paso. Parecían esconder algo
que, al final, se disolvió en una vaga inquietud semejante a la de ciertos días
de la infancia.
En la sexta
terraza creyó reconocer el lugar y cuando se percató que era el mismo sitio
frecuentado años antes con el ruido de otros días, rodó por las anchas losas
con los estertores de la asfixia…
A la mañana
siguiente el practicante de turno lo encontró aferrado a los barrotes de la
cama, las ropas en desorden y manando aún por la boca atónita la fatigada y
oscura sangre de los muertos.
Tomado de:

No hay comentarios.:
Publicar un comentario