domingo, 21 de septiembre de 2025

POEMAS DE MANUEL SCORZA - DESDE PERÚ-


Epístola a los poetas que vendrán

 

Tal vez mañana los poetas pregunten

por qué no celebramos la gracia de las muchachas;

tal vez mañana los poetas pregunten

por qué nuestros poemas

eran largas avenidas

por donde venía la ardiente cólera.

 

Yo respondo:

por todas partes oíamos el llanto,

por todas partes nos sitiaba un muro de olas negras.

¿Iba a ser la Poesía

una solitaria columna de rocío?

Tenía que ser un relámpago perpetuo.

 

Mientras alguien padezca,

la rosa no podrá ser bella;

mientras alguien mire el pan con envidia,

el trigo no podrá dormir;

mientras llueva sobre el pecho de los mendigos,

mi corazón no sonreirá.

 

Matad la tristeza, poetas.

Matemos a la tristeza con un palo.

No digáis el romance de los lirios.

Hay cosas más altas

que llorar amores perdidos:

el rumor de un pueblo que despierta

¡es más bello que el rocío!

El metal resplandeciente de su cólera

¡es más bello que la espuma!

Un Hombre Libre

¡es más puro que el diamante!

 

El poeta libertará al fuego

de su cárcel de ceniza.

El poeta encenderá la hoguera

donde se queme este mundo sombrío.

 

 

Canto a los mineros de Bolivia

 

Hay que vivir ausente de uno mismo,

hay que envejecer en plena infancia,

hay que llorar de rodillas delante de un cadáver

para comprender qué noche

poblaba el corazón de los mineros.

 

Yo no conocía

la estatura melancólica del agua,

hasta que una tarde, en el otoño,

subí a El Alto, en La Paz,

y contemplé a los mineros ascendiendo al porvenir

por la escalera de sus balas fulgurantes.

¡Cómo olvidar a los obreros

luchando por la vida en los fusiles!

¡Cómo olvidar a los ausentes

combatiendo, de memoria, en los suburbios!

 

Miré sus casas

edificadas sobre el trueno,

entré a sus vidas como al carbón ardiendo,

toqué sus cuerpos

capaces de contener odio y relámpagos,

cuando era todavía la edad inclinada de sus frentes.

 

Yo fui a Bolivia en el otoño del tiempo.

Pregunté por la Felicidad.

No respondió nadie.

Pregunté por la Alegría.

No respondió nadie.

Pregunté por el Amor.

Un ave

cayó sobre mi pecho con las alas incendiadas.

Ardía todo en el silencio.

En las punas hasta el silencio es de nieve.

 

Comprendí que el estaño

era

una

larga

lágrima

petrificada

sobre el rostro espantado de Bolivia.

¡Nada valía el hombre!

¡A nadie le importaba si bajo su camisa

existía un cuerpo, un túnel o la muerte!

 

En vano cavaban los mineros

tratando de enterrar su gran fatiga;

durante siglos buscaron sus ojos ciegos en el metal,

sin saber que en la altura el llanto era neblina.

¡No haberlo sabido me avergüenza!

Porque en las ciudades los poetas

lloran la ausencia nostálgica del aire,

pero no saben lo que es vivir bajo la lluvia,

confundiendo el hambre con la sed,

y la sed con un pájaro pintado.

 

Yo fui uno de ellos.

Yo no sabía por qué los ríos

se secan en el sueño

y ciertos rostros en los Andes

son puras miradas melancólicas.

 

Hasta que los mineros,

cansados de tener una sola vida para tantas muertes,

domesticaron truenos,

nutriéronse de piedras,

bebiéronse las lluvias,

rompieron con sus manos la jaula de la vida.

 

En La Paz.

Era otoño.

Recordadlo.

Era otoño.

Velad por los muertos -recordadlos-.

 

La sangre derramada

-era otoño-

es el oído secreto de la tierra

-en el otoño-

y a través de su silencio

-era otoño-

descifra la raíz el idioma futuro de las flores

-en el otoño-

y el aire siente que su cuerpo

-era otoño-

acaba en verde campanada.

Recordadlo.

 

Ya lo veis desde la altura.

Aquí empieza

la dinastía sucesora del rocío.

A mi patria rota me voy.

Mas antes de partir, decidme, mineros:

¿Cuándo veré esta luz en los ojos de América?

¿Hasta cuándo jugarán a los dados

la túnica sangrienta de mi patria?

Oh, hermanos, ruiseñores verdaderos del metal,

¡prestadme vuestra muerte para edificar la vida!

 

 

América, no puedo escribir tu nombre sin morirme

 

América,

no puedo escribir tu nombre sin morirme.

Aunque aprendí de niño,

no me salen derechos los renglones;

a cada sílaba tropiezo con cadáveres,

detrás de cada letra encuentro un hombre ardiendo,

y no puedo ni cerrar la a

porque alguien grita como si se quedara dentro.

 

Vengo del Odio,

vengo del salto mortal de los balazos;

está mi corazón sudando pumas:

sólo oigo el zumbido de la pena.

 

Yo atravesé negras gargantas,

crucé calles de pobreza,

América, te conozco,

yo mismo tendí la cama

donde expiró mi vida vacía.

 

Yo tenía dieciocho años

yo vivía

en un pueblo pequeño,

oyendo el diálogo de musgo de las tardes,

pero pasó mi patria cojeando,

los ahogados empezaron a pedir más agua,

salían de mi boca escarabajos.

Sordo, oscuro, batracio, desterrado,

¡era yo quien humeaba en las cocinas!

 

¡Amargas tierras,

patrias de ceniza,

no me entra el corazón en traje de paloma!

¡Cuando veo la cara de este pueblo

hasta la vida me queda grande!

 

¡Pobre América!

En vano los poetas

deshojan ruiseñores.

No verán tu rostro mientras no se atrevan

a llamarte por tu nombre, ¡América mendiga,

América de los encarcelados,

América de los perseguidos,

América de los parientes pobres!

¡Nadie te verá si no deshacen

este nudo que tengo en la garganta!

Alta eres, América

 

 

Alta eres, América,

pero qué triste.

Yo estuve en las praderas,

viví con desdichados,

dormí entre huracanes,

sudé bajo la nieve.

¡En tu árbol

sólo he visto madurar gemidos!

 

Alta eres, América,

pero qué amarga,

qué noche,

qué sangre para nosotros.

Hay en mi corazón muchas lluvias,

muchas nieblas, mucha pena.

La pura verdad, en estas tierras

golpean a los hombres hasta sacarles chispas,

y uno, a veces,

con sólo mirar envenena el agua.

 

Alta, tierna, bella eres,

mas yo te digo:

¡no pueden ser bellos los ríos

si la vida es un río que no pasa!

¡Jamás serán tiernas las tardes,

mientras el hombre tenga que enterrar su sombra

para que no huya agarrándose la cabeza!

 

Entonces,

¿de dónde trajeron los poetas

la guitarra que tocaban?

Te conozco:

dormí bajo la luna sangrienta,

despintaron mis ojos las lluvias;

el cruel atardecer

me dio su enredadera de pájaros violentos;

en salvajes llanuras

destejí implacables tinieblas,

en las casas entré y en las vidas,

pero jamás miré sonrisas habitadas.

 

¡Ay, tu corazón al fondo de la noche!

Ya fui lo que seré y todo ha sido sangre.

Ya se quemó el pez en las sartenes.

Ya caímos en la trampa.

Por favor, ¡abran las ventanas!

Aquí el pájaro no es pájaro

sino pena con plumas.

 

 

Soy el desterrado

 

América,

a mí también debes oírme.

Yo soy el estudiante

que tiene un solo traje y muchas penas.

Yo soy el desterrado

que no encuentra la puerta en las pensiones.

Te digo que en las calles

y en las azoteas y en las cocinas,

y al fin de cada día y en mi pecho,

algo está muriendo.

Escúchame:

Yo soy el desterrado,

yo vagué por las calles

hasta que los perros

lamieron mi amor desesperados.

¡Acuérdate de mí!

Hay días que no tengo ganas

de ponerme los ojos,

días en que hasta los pájaros

se pudren a la mitad del vuelo.

 

¡Amor, amor,

tú no has dormido

en cuartos inmundos;

tú no sabes lo que es vivir

con una mujer que zurce su ropa llorando!

Ay, durante siglos los poetas callaron

y en el silencio sólo se escuchaba

un susurro de abejas que sonaba,

hasta que ya no pudimos más,

y el dolor empezó a mancharlo todo:

la mañana,

el amor,

el papel donde cantábamos.

Un día el dolor

empezó a gotear desde abajo,

daban los muros gritos desgarradores,

una mano amarguísima volcó mi pecho.

Ahora vengo a ti gimiendo,

aquí está mi voz encarcelada,

aquí estoy yo, debajo de esta frente, derrumbado.

 

 

Los poetas

 

Ustedes, poetas,

¿qué creían?

Cantaban

bellísimas canciones;

en vuestra tarde hermosa

sólo sonaba

el murmullo amarillo de la fuente;

los poetas tejían

enredaderas de espuma

alrededor de las muchachas;

los poetas decían:

las aguas son transparentes

como si debajo agitaran candelabros encendidos.

Aquí algo humeaba;

no era nada,

era gente desconocida;

el humo salía de los ojos del mundo,

quemaba cisnes, mataba flores,

y ustedes, poetas, cantaban.

¡Era difícil interrumpir la melodía!

Cómo iban los poetas a decir:

«No hay papas»,

«Está sucia mi camisa»,

«La niña llora por su pan descalabrado»,

«No tengo para el alquiler»,

«No puedo, vuelva a fin de mes».

Ay, poetas,

ahora el beso

en los labios se nos pudre;

muertos estamos

de comer barbudas aves.

 

En verdad, os digo:

antes de que cante el gallo,

lloraréis mil veces.

 

 

Antes del canto

 

Antes de la primera letra,

antes aún de la primera página,

yo escribí este libro.

Cuando era tan pequeño

que todo mi dolor cabía en un verso;

después, temblando entre los años,

cuando ya no bastaban

todas las tardes de muchas vidas.

Tal vez cuando comprendí

que la dicha era un remoto recuerdo de familia,

o cuando lavando el rostro padre

se me mojó la mano de tiniebla,

o cuando la patria empezó a salírseme a borbotones,

ardió en mí la primera cólera.

 

Lentamente,

ruina a ruina,

muerte a muerte,

mi corazón se pobló de herrumbre

y cuando llegó el día

me bastó abrir el pecho

para que salieran mis muertos queridos:

Alejo, interminable amigo,

Adela, tan dulce,

Pedro Marca, hoy sin boca,

Mariano, creciendo solo en su celda,

Ramiro y su corazón azul de tanto golpe,

gentes que amé desde la infancia,

¿dónde estaban?

Rotos,

llovidos,

hasta la última hilacha desgastados.

Ay, todos navegaban por la muerte,

yo estaba encallado entre los vivos.

 

Entonces

comprendí

que yo también moriría

si no alzaba en mis versos

la vida que demolía el incendio,

y escribí estas canciones

para que en otras vidas ellos fueran inmortales

y en alguna parte

volviera a crecer el tallo de sus risas rotas.

 

 

Voy a las batallas

 

América,

aquí te dejo.

Me voy a las batallas.

Luchar es más hermoso que cantar.

Yo te digo,

a pesar del dolor,

a pesar de las patrias derrumbadas,

ama a los gorriones.

Yo sé que es difícil

hallar entre las tumbas un lugar para la risa.

Yo mismo, a veces, caigo,

y el viento

levanta mi cara como una alfombra rota,

pero aun en las celdas,

bajo la lluvia,

yo no perdí la fe.

 

Amigos,

aunque os golpeen,

jamás perdáis la fe;

aunque vengan días sucios,

jamás perdáis la fe,

aunque yo mismo os niegue de rodillas,

no me creáis,

amad la vida,

¡guardad rocío

para que las flores

no padezcan las noches canallas que vendrán!

Sed felices, os ruego,

salid de los cuartos sombríos,

sed felices para que yo no muera.

Yo no escribí estos cantos

para dar espuma a las muchachas.

Yo canté porque los dolores

ya no cabían en mi boca:

yo siempre estuve aquí

peleando con mastines de pavorosa nieve;

conozco todas las caras,

he visto a los deudores tratando

de meterse en sus zapatos cada amanecer.

¿Dónde no estuve?,

¿en qué pantano no bebí?,

¿a qué pozo malo no rodé?

 

Ay, a mi alma caían las cáscaras

que amargas cocineras, pelaban.

Amigos: en mi corazón jamás reinó silencio,

yo oí todas las voces,

escuché a las sábanas quejarse,

supe cuando las criadas escribían cartas de tristeza,

y cuando no llegó a tiempo el único pie del cojo,

y canté, América, los dolores,

y recliné en ti mi cabeza.

Mas ahora digo:

degollad la tristeza,

cantad frente al mar.

Dadme la mano, amigos.

Amo la tierra flaca

que me siguió cojeando a los destierros.

No quise confesarlo antes.

Era difícil,

me ahogaba el esqueleto,

el aire me dolía,

la voz me llagaba

pero ahora te amo.

No soy nada,

no soy herrero,

ni jinete, ni sembrador.

Yo sólo sé cantar, pero te amo;

¡también la aurora se construye con canciones!

 

¡Amigos,

os encargo reír!

Amad a las muchachas,

cuidad a los jazmines,

preservad al gorrión.

No me busquen amargos en la noche:

yo espero cantando la mañana.

 

Un gran viento se levanta.

Hay demasiado dolor.

Un gran viento se levanta.

He visto arder extraños ríos.

Un gran viento se levanta,

preparad la hoguera,

preparaos.

 

Aquí dejo mi poesía

para que los desdichados se laven la cara.

Buscadme cuando amanezca.

Entre la hierba estoy cantando.

Tomado de:

https://www.isliada.org/poetas/manuel-scorza/

 

 

Serenata

 

Íbamos a vivir toda la vida juntos.

Íbamos a morir toda la muerte juntos.

Adiós.

 

No sé si sabes lo que quiere decir adiós.

Adiós quiere decir ya no mirarse nunca,

vivir entre otras gentes,

reírse de otras cosas,

morirse de otras penas.

Adiós es separarse, ¿entiendes?, separarse,

olvidando, como traje inútil, la juventud.

 

¡Íbamos a hacer tantas cosas juntos!

Ahora tenemos otras citas.

Estrellas diferentes nos alumbran en noches diferentes.

La lluvia que te moja me deja seco a mí.

Está bien: adiós.

Contra el viento el poeta nada puede.

 

A la hora en que parten los adioses,

el poeta sólo puede pedirle a las golondrinas

que vuelen sin cesar sobre tu sueño.

 

 

El rey

 

No eres nada,

vives oscuro,

en una ciudad perdida.

Pero, de pronto, un día,

al despertar, eres Rey.

 

Arden musicales

remotos países

avasallados por tu valentía.

Poderoso monarca:

todo lo que tocas es resplandor,

y en tu honor cambian los arcos iris de plumaje.

 

Y cuando Ella sonríe,

brota agua

en la remota infancia

adonde se asoma,

tu pequeña vida ansiosa,

rapaz distante de todo.

 

Mas viene el Viento

y lo derriba todo:

cristal roto es tu monarquía;

vives en una ciudad malvada;

el tiempo sólo significa

que tus zapatos ya no resisten otro invierno.

 

Eras Rey pero ya no te sonríe Esa Mujer.

Tomado de:

https://limenaintrovertida.blogspot.com/2018/11/poesia-peruana-poemas-scorza.html

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