(México, 1926 - Israel, 1974)
Soneto del Emigrado
Cataluña hilandera y labradora,
viñedo y olivar, almendra pura,
Patria: rememorada arquitectura,
ciudad junto a la mar historiadora.
Ola de la pasión descubridora,
ola de la sirena y la aventura
-Mediterráneo- hirió tu singlatura
la nave del destierro con su proa.
Emigrado, la ceiba de los mayas
te dio su sombra grande y generosa
cuando buscaste arrimo ante sus playas.
Y al llegar a la Mesa del Consejo
nos diste el sabor noble de tu prosa
de sal latina y óleo y vino añejo.
Ser Río sin Peces
Ser de río sin peces, esto he sido.
Y revestida voy de espuma y hielo.
Ahogado y roto llevo todo el cielo
y el árbol se me entrega malherido.
A dos orillas del dolor uncido
va mi caudal a un mar de desconsuelo.
La garza de su estero es alto vuelo
y adiós y breve sol desvanecido.
Para morir sin canto, ciego, avanza
mordido de vacío y de añoranza.
Ay, pero a veces hondo y sosegado
se detiene bajo una sombra pura.
Se detiene y recibe la hermosura
con un leve temblor maravillado.
Parábola de la Inconstante
Antes cuando me hablaba de mí misma, decía:
Si yo soy lo que soy
Y dejo que en mi cuerpo, que en mis años
Suceda ese proceso
Que la semilla le permite al árbol
Y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
Y acaso era verdad. Una verdad.
Pero, ay, amanecía dócil como la hiedra
A asirme a una pared como el enamorado
Se ase del otro con sus juramentos.
Y luego yo esparcía a mi alrededor, erguida
En solidez de roble,
La rumorosa soledad, la sombra
Hospitalaria y daba al caminante
- a su cuchillo agudo de memoria -
el testimonio fiel de mi corteza.
Mi actitud era a veces el reposo
Y otras el arrebato,
La gracia o el furor, siempre los dos contrarios
Prontos a aniquilarse
Y a emerger de las ruinas del vencido.
Cada hora suplantaba a alguno; cada hora
Me iba de algún mesón desmantelado
En el que no encontré ni una mala bujía
Y en el que no me fue posible dejar nada.
Usurpaba los nombres, me coronaba de ellos
Para arrojar después, lejos de mi, el despojo.
Heme aquí, ya al final, y todavía
No sé qué cara le daré a la muerte.
Dos Meditaciones
Considera, alma mía, esta textura
Áspera al tacto, a la que llaman vida.
Repara en tantos hilos tan sabiamente unidos
Y en el color, sombrío pero noble,
Firme, y donde ha esparcido su resplandor el rojo.
Piensa en la tejedora; en su paciencia
Para recomenzar
Una tarea siempre inacabada.
Y odia después, si puedes.
II
Hombrecito, ¿qué quieres hacer con tu cabeza?
¿Atar al mundo, al loco, loco y furioso mundo?
¿Castrar al potro Dios?
Pero Dios rompe el freno y continua engendrando
Magníficas criaturas,
Seres salvajes cuyos alaridos
Rompen esta campana de cristal.
Falsa Elegía
Compartimos sólo un desastre lento
Me veo morir en ti, en otro, en todo
Y todavía bostezo o me distraigo
Como ante el espectáculo aburrido.
Se destejen los días,
Las noches se consumen antes de darnos cuenta;
Así nos acabamos.
Nada es. Nada está.
Entre el alzarse y el caer del párpado.
Pero si alguno va a nacer (su anuncio,
La posibilidad de su inminencia
Y su peso de sílaba en el aire),
Trastorna lo existente,
Puede más que lo real
Y desaloja el cuerpo de los vivos.
La Velada del Sapo
Sentadito en la sombra
-solemne con tu bocio exoftálmico; cruel
(en apariencia, al menos, debido a la hinchazón
de los párpados); frío,
frío de repulsiva sangre fría.
Sentadito en la sombra miras arder la lámpara
En torno de la luz hablamos y quizá
Uno dice tu nombre.
(En septiembre. Ha llovido)
Como por el resorte de la sorpresa, saltas
Y aquí estás ya, en medio de la conversación,
En el centro del grito.
¡Con qué miedo sentimos palpitar
el corazón desnudo
de la noche en el campo!
Lo Cotidiano
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
Este cabello triste que se cae
Cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
Que se atraviesan con jadeo y asfixia;
Las paredes sin ojos,
El hueco que resuena
De alguna voz oculta y sin sentido.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche
Se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
Y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
No por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
El sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
El recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
Presencia
Algún día lo sabré. Este cuerpo que ha sido
Mi albergue, mi prisión, mi hospital, es mi tumba.
Esto que uní alrededor de un ansia,
De un dolor, de un recuerdo,
Desertará buscando el agua, la hoja,
La espora original y aun lo inerte y la piedra.
Este nudo que fui (inextricable
De cóleras, traiciones, esperanzas,
Vislumbres repentinos, abandonos,
Hambres, gritos de miedo y desamparo
Y alegría fulgiendo en las tinieblas
Y palabras y amor y amor y amores)
Lo cortarán los años.
Nadie verá la destrucción. Ninguno
Recogerá la página inconclusa.
Entre el puñado de actos
Dispersos, aventados al azar, no habrá uno
Al que pongan aparte como a perla preciosa.
Y sin embargo, hermano, amante, hijo,
Amigo, antepasado,
No hay soledad, no hay muerte
Aunque yo olvide y aunque yo me acabe.
Hombre, donde tú estás, donde tú vides
Permaneceremos todos.
Ajedrez
Porque éramos amigos y a ratos, nos
amábamos;
quizá para añadir otro interés
a los muchos que ya nos obligaban
decidimos jugar juegos de inteligencia.
Pusimos un tablero enfrente
equitativo en piezas, en valores,
en posibilidad de movimientos.
Aprendimos las reglas, les juramos respeto
y empezó la partida.
Henos aquí hace un siglo, sentados,
meditando encarnizadamente
como dar el zarpazo último que aniquile
de modo inapelable y, para siempre, al otro.
Amor
Solo la voz, la piel, la superficie
pulida de las cosas.
Basta. No quiere más la oreja, que su cuenco
rebalsaría y la mano ya no alcanza
a tocar mas allá.
Distraída, resbala, acariciando
y lentamente sabe del contorno.
Se retira saciada,
sin advertir el ulular inútil
de la cautividad de las entrañas
ni el ímpetu del cuajo de la sangre
que embiste la compuerta del borbotón, ni el nudo
ya para siempre ciego del sollozo.
El que se va se lleva su memoria,
su modo de ser río, de ser aire,
de ser adiós y nunca.
Hasta que un día otro lo para, lo detiene
y lo reduce a voz, a piel, a superficie
ofrecida, entregada, mientras dentro de sí
la oculta soledad aguarda y tiembla.
Apelación al solitario
Es necesario, a veces, encontrar compañía.
Amigo, no es posible ni nacer ni morir
sino con otro. Es bueno
que la amistad le quite
al trabajo esa cara de castigo
y a la alegría ese aire ilícito de robo.
¿Cómo podrías estar solo a la hora
completa, en que las cosas y tú hablan y hablan,
hasta el amanecer?
Apuntes para una declaración de fe
El mundo gime estéril como un hongo.
Es la hoja caduca y sin viento en otoño,
la uva pisoteada en el lagar del tiempo
pródiga en zumos agrios y letales.
Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios,
esta nube exprimida y paralítica
y esta sangre blancuzca en un tubo de ensayo.
La soledad trazó su paisaje de escombros.
La desnudez hostil es su cifra ante el hombre.
Sin embargo, recuerdo...
En un día de amor yo bajé hasta la tierra:
vibraba como un pájaro crucificado en vuelo
y olía a hierba húmeda, a cabellera suelta,
a cuerpo traspasado de sol al mediodía.
Era como un durazno o como una mejilla
y encerraba la dicha
como los labios encierran cada beso.
Ese día de amor yo fui como la tierra:
sus jugos me sitiaban tumultuosos y dulces
y la raíz bebía con mis poros el aire
y un rumor galopaba desde siempre
para encontrar los cauces de mi oreja.
Al través de mi piel corrían las edades:
se hacía la luz, se desgarraba el cielo
y se extasiaba -eterno- frente al mar.
El mundo era la forma perpetua del asombro
renovada en el ir y venir de la ola,
consubstancial al giro de la espuma
y el silencio, una simple condición de las cosas.
Pero alguien (ya no acierto
con la estructura inmensa de su nombre)
dijo entonces: «No es bueno
que la belleza esté desamparada»
y electrizó una célula.
En el principio -dice
esta capa geológica que toco-
era sólo la danza:
cintura de la gracia que congrega
juventudes y música en su torno.
En el principio era el movimiento.
Cada especie quería constatarse, saberse
y ensayaba las notas de su esencia:
la jirafa alargaba la garganta
para abrevar en nubes de limón.
Punzaba el aire en las avispas múltiples
y vertía chorritos de miel en cada herida
para que el equilibrio permaneciera invicto.
El ciervo competía con la brisa
y el hombre daba vueltas alrededor de un árbol
trenzado de manzanas y serpientes.
Nadie lo confesaba, pero todos
estaban orgullosos de ser como juguetes
en las manos de un niño.
Redondeaban su sombra los planetas
y rebotaban locos de alegría
en las altas paredes del espacio
teñidas de antemano en un risueño azul.
No me explico por qué
fue indispensable que alguien inventara el reloj
y desde entonces todo se atrasa o se adelanta,
la vida se fracciona en horas y en minutos
o se quiebra o se para.
La manzana cayó; pero no sobre un Newton
de fácil digestión,
sino sobre el atónito apetito de Adán.
(Se atragantó con ella como era natural.)
¡Qué implacable fue Dios -ojo que atisba
a través de una hoja de parra ineficaz!
¡Cómo bajó el arcángel relumbrando
con una decidida espada de latón!
Tal vez no debería yo hablar de la serpiente
pero desde esa vez es un escalofrío
en la columna vertebral del universo.
Tal vez yo no debiera descubrirlo
pero fue el primer círculo vicioso
mordiéndose la cola.
Porque esto, en realidad, sólo tendría importancia
si ella lo supiera.
Pero lo ignora todo reptando por el suelo,
dormitando en la siesta.
Ah, si se levantara
sin el auxilio de fakires indios
a contemplar su obra.
Aquí estaríamos todos:
la horda devastando la pradera,
dejando siempre a un lado el horizonte,
tratando de tachar la mañana remota,
de arrasar con la sal de nuestras lágrimas
el campo en que se alzaba el Paraíso.
Gritamos ¡adelante! por no mirar atrás.
El camino se queda señalado
-estatua tras estatua- por la mujer de Lot.
Queremos olvidar la leche que sorbimos
en las ubres de Dios.
Dios nos amamantaba en figura de loba
como a Rómulo y Remo, abandonados.
Abandonados siempre.
¿De qué? ¿De quién? ¿De dónde?
No importa. Nada más abandonados.
Cantamos porque sí, porque tenemos miedo,
un miedo atroz, bestial, insobornable
y nos emborrachamos de palabras
o de risa o de angustia.
¡Qué cuidadosamente nos mentimos!
¡Qué cotidianamente planchamos nuestras máscaras
para hormiguear un rato bajo el sol!
No, yo no quiero hablar de nuestras noches
cuando nos retorcemos como papel al fuego.
Los espejos se inundan y rebasan de espanto
mirando estupefactos nuestros rostros.
Entonces queda limpio el esqueleto.
Nuestro cráneo reluce igual que una moneda
y nuestros ojos se hunden interminablemente.
Una caricia galvaniza los cadáveres:
sube y baja los dedos de sonido metálico
contando y recontando las costillas.
Encuentra siempre con que falta una
y vuelve a comenzar y a comenzar.
Engaño en este ciego desnudarse,
terror del ataúd escondido en el lecho,
del sudario extendido
y la marmórea lápida cayendo sobre el pecho.
¡No poder escapar del sueño que hace muecas
obscenas columpiándose en las lámparas!
Es así como nacen nuestros hijos.
Parimos con dolor y con vergüenza,
cortamos el cordón umbilical aprisa
como quien se desprende de un fardo o de un castigo.
Es así como amamos y gozamos
y aún de este festín de gusanos hacemos
novelas pornográficas
o películas sólo para adultos.
Y nos regocijamos de estar en el secreto,
de guiñarnos los ojos a espaldas de la muerte.
La serpiente debía tener manos
para frotarlas, una contra otra,
como un burgués rechoncho y satisfecho.
Tal vez para lavárselas lo mismo que Pilatos
o bien para aplaudir o simplemente
para tener bastón y puro
y sombrero de paja como un dandy.
La serpiente debía tener manos
para decirle: estamos en tus manos.
Porque si un día cansados de este morir a plazos
queremos suicidarnos abriéndonos las venas
como cualquier romano,
nos sorprende saber que no tenemos sangre
ni tinta enrojecida:
que nos circula un aire tan gratis como el agua.
Nos sorprende palpar un corazón en huelga
y unos sesos sin tapa saltarina
y un estómago inmune a los venenos.
El suicidio también pasó de moda
y no conviene dar un paso en falso
cuando mejor podemos deslizarnos.
¡Qué gracia de patines sobre el hielo!
¡Qué tobogán más fino! ¡Qué pista lubricada!
¡Qué maquinaria exacta y aceitada!
Así nos deslizamos pulcramente
en los tés de las cinco -no en punto- de la tarde,
en el cocktail o el pic-nic o en cualquiera
costumbre traducida del inglés.
Padecemos alergia por las rosas,
por los claros de luna, por los valses
y las declaraciones amorosas por carta.
A nadie se le ocurre morir tuberculoso
ni escalar los balcones ni suspirar en vano.
Ya no somos románticos.
Es la generación moderna y problemática
que toma coca-cola y que habla por teléfono
y que escribe poemas en el dorso de un cheque.
Somos la raza estrangulada por la inteligencia,
«La insuperable,
mundialmente famosa trapecista
que ejecuta sin mácula
triple salto mortal en el vacío.»
(La inteligencia es una prostituta
que se vende por un poco de brillo
y que no sabe ya ruborizarse.)
Puede ser que algún día
invitemos a un habitante de Marte
para un fin de semana en nuestra casa.
Visitaría en Europa lo típico:
alguna ruina humeante
o algún pueblo afilando las garras y los dientes.
Alguna catedral mal ventilada,
invadida de moho y oro inútil
y en el fondo un cartel: «Negocio en quiebra» .
Fotografiaría como experto turista
los vientres abultados de los niños enfermos,
las mujeres violadas en la guerra,
los viejos arrastrando en una carretilla
un ropero sin lunas y una cuna maltrecha.
Al Papa bendiciendo un cañón y un soldado,
y las familias reales sordomudas e idiotas,
al hombre que trabaja rebosante de odio
y al que vende el horno de sus abuelos
o a la heredera del millón de dólares.
Y luego le diríamos:
Esto es solo la Europa de pandereta.
Detrás está la verdadera Europa:
la rica en frigoríficos -almacenes de estatuas
donde la luz de un cuadro se congela,
donde el verbo no puede hacerse carne.
Allí la vida yace entre algodones
y mira tristemente tras el cristal opaco
que la protege de corrientes de aire.
En estas vastas galerías de muertos,
de fantasmas reumáticos y polvo,
nos hinchamos de orgullo y de soberbia.
Los rascacielos ya los ha visto de lejos:
los colmenares rubios donde los hombres nacen,
trabajan, se enriquecen y se pudren
sin preguntarse nunca para qué todo esto,
sin indagar jamás cómo se viste el lirio
y sin arrepentirse de su contento estúpido.
Abandonemos ya tanto cansancio.
Dejemos que los muertos entierren a sus muertos
y busquemos la aurora
apasionadamente atentos a su signo.
Porque hay aún un continente verde
que imanta nuestras brújulas.
Un ancho acabamiento de pirámides
en cuyas cumbres bailan doncellas vegetales
con ritmos milenarios y recientes
de quien lleva en los pies la sabia y el misterio.
Un cielo que las flechas desconocen
custodiado de mitos y piedras fulgurantes.
Hay enmarañamientos de raíces
y contorsión de troncos y confusión de ramas.
Hay elásticos pasos de jaguares
proyectados - silencio y terciopelo -
hacia el vuelo inasible de la garra.
Aquí parece que empezara el tiempo
en solo un remolino de animales y nubes,
de gigantescas hojas y relámpagos,
de bilingües entrañas desangradas.
Corren ríos de sangres sobre la tierra ávida
corren vivificando las más altas orquídeas,
las más esclarecidas amapolas.
Se evaporan rugientes en los templos
ante la impenetrable pupila de obsidiana,
brotan como una fuente repentina
al chasquido de un látigo,
crecen en el abrazo enorme y doloroso
del cántaro de barro con el licor latino.
Río de sangre eterno y derramado
que deposita limos fecundos en la tierra.
Su caudal se nos pierde a veces en el mapa
y luego lo encontramos
-ocre y azul- rigiendo nuestro pulso.
Río de sangre, cinturón de fuego.
En las tierras que tiñe, en la selva multípara,
en el litoral bravo de mestiza
mellado de ciclones y tormentas,
en este continente que agoniza
bien podemos plantar una esperanza.
EN EL FILO DEL GOZO
I
Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo:
que estrelle en ti sus olas funestas sin tocarme
y resbale en espuma deshecha y humillada.
Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta,
palabras que los vientos dispersan como pétalos,
campanas delirantes al crepúsculo.
Todo lo que la tierra echa a volar en pájaros,
todo lo que los lagos atesoran de cielo
más el bosque y la piedra y las colmenas.
(Cuajada de cosechas bailo sobre las eras
mientras el tiempo llora por sus guadañas rotas.)
Venturosa ciudad amurrallada,
ceñida de milagros, descanso en el recinto
de este cuerpo que empieza donde termina el mío.
II
Convulsa entre tus brazos como mar entre rocas,
rompiéndome en el filo del gozo o mansamente
lamiendo las arenas asoleadas.
(Bajo tu tacto tiemblo
como un arco en tensión palpitante de flechas
y de agudos silbidos inminentes.
Mi sangre se enardece igual que una jauría
olfateando la presa y el estrago.
Pero bajo tu voz mi corazón se rinde
en palomas devotas y sumisas.)
III
Tu sabor se anticipa entre las uvas
que lentamente ceden a la lengua
comunicando azúcares íntimos y selectos.
Tu presencia es el júbilo.
Cuando partes, arrasas jardines y transformas
la feliz somnolencia de la tórtola
en una fiera expectación de galgos.
Y, amor, cuando regresas
el ánimo turbado te presiente
como los ciervos jóvenes la vecindad del agua.
LA ANUNCIACIÓN
I
Porque desde el principio me estabas destinado.
Antes de las edades del trigo y de la alondra
y aun antes de los peces.
Cuando Dios no tenía más que horizontes
de ilimitado azul y el universo
era una voluntad no pronunciada.
Cuando todo yacía en el regazo
divino, entremezclado y confundido,
yacíamos tú y yo totales, juntos.
Pero vino el castigo de la arcilla.
Me tomó entre sus dedos, desgarrándome
de la absoluta plenitud antigua.
Modeló mis caderas y mis hombros,
me encendió de vigilias sin sosiego
y me negó el olvido.
Yo sabía que estabas dormido entre las cosas
y respiraba el aire para ver si te hallaba
y bebía de las fuentes como para beberte.
Huérfana de tu peso dulce sobre mi pecho,
sin nombre mientras tú no descendieras
languidecía, triste, en el destierro.
un cántaro vacío semejaba
nostálgico de vinos generosos
y de sonoras e inefables aguas.
Una cítara muda parecía.
No podía siquiera morir como el que cae
aflojando los músculos en una
brusca renunciación. Me flagelaba
la feroz certidumbre de tu ausencia,
adelante, buscando tu huella o tus señales.
No podía morir porque aguardaba.
Porque desde el principio me estabas destinado
era mi soledad un tránsito sombrío
y un ímpetu de fiebre inconsolable.
II
Porque habías de venir a quebrantar mis huesos
y cuando Dios les daba consistencia pensaba
en hacerlos menores que tu fuerza.
Dócil a tu ademán redondo mi cintura
y a tus orejas vírgenes mi voz, disciplinada
en intangibles sílabas de espuma.
Multiplicó el latido de mis sienes,
organizó las redes de mis venas
y ensanchó las planicies de mi espalda.
Y yo medí mis pasos por la tierra
para no hacerte daño.
Porque ante ti que estás hecho de nieve
y de vellones cándidos y pétalos
debo ser como un arca y como un templo:
ungida y fervorosa,
elevada en incienso y en campanas.
Porque habías de venir a quebrantar mi shuesos,
mis huesos, a tu anuncio, se quebrantan.
III
Para que tú lo habites quisiera depararte
un mundo esclarecido de céfiros, laureles,
fosforescentes algas, litorales sin término,
grutas de fino musgo y cielos de palomas.
IV
He aquí que te anuncias.
Entre contradictorios ángeles te aproximas.,
como una suave música te viertes,
como un vaso de aromas y de bálsamos.
Por humilde me exaltas, Tu mirada,
benévola, transforma
mis llagas en ardientes esplendores.
He aquí que te acercas y me encuentras
rodeada de plegarias como de hogueras altas.
DE LA VIGILIA ESTÉRIL
I
No voy a repetir las antiguas palabras
de la desolación y la amargura
ni a derretir mi pecho en el pomo del llanto.
El pudor es la cima más alta de la angustia
y el silencio la estrella más fúlgida en la noche.
Diré una vez, sin lágrimas, como si fuera ajeno
el tema exasperado de mi sangre.
Todos los muertos viajan en sus ondas.
Ágiles y gozosos giran, bailan,
suben hasta mis ojos para violar el mundo,
se embriagan de mi boca, respiran por mis poros,
juegan en mi cerebro.
Todos los muertos me alzan, alzándose, hacia el cielo.
Hormiguean en mis plantas vagabundas.
Solicitan la dádiva frutal del mediodía.
Todos los muertos yacen en mi vientre.
Montones de cadáveres ahogan el indefenso
embrión que mis entrañas niegan y desamparan.
No quiero dar la vida.
No quiero que los labios nutridos en mi seno
inventen maldiciones y blasfemias.
No quiero a Dios quebrado entre las manos
inocentes y cárdenas de un niño.
No quiero sus espaldas doblegadas
bajo el látigo múltiple y fuerte de los días
ni sus sienes sudando la sangre del martirio.
No quiero su gemido como un remordimiento.
Seguid muertos girando dichosos y tranquilos.
La espiga está segada, el círculo cerrado.
Sólo vuestros espectros recorrerán mis venas.
Sólo vuestros espectros y este lamento sordo
de mi cuerpo, que pide eternidad.
II
A ratos, fugitiva del sollozo
que paulatinamente me estrangula,
vuelvo hacia las praderas fértiles y lo invoco
con las voces más tiernas y el nombre más secreto.
¡Hijo mío, tangible en el delirio,
encarnado en el sueño!
Y es como si de pronto la tierra se entregara
haciéndose pequeña, pueril como un juguete
para caber, ceñida, entre los brazos.
Es como renacer en otros ámbitos
limpios, transfigurados y perfectos.
III
Pero mirad mis brazos crispados y vacíos
como redes tiradas inútilmente al mar.
Nada debo implorar para mí en los caminos
porque mi lengua acaba exactamente allí,
en las fronteras simples de sí misma
y su grito se apaga entre los límites
de mi propio silencio.
Mirad mi rostro blanco de exangües rebeldías,
mis labios que no saben de los himnos del parto,
mis rodillas hincadas sobre el polvo.
Mirad y despreciadme. Descargad vuestras manos
de las piedras que colman su hueco justiciero.
Herid, No alcanzaréis la frente inerme
(vellón inmaterial y delicado)
a quien mi soledad sirve de escudo.
IV
Antes, para exaltarme, bastaba decir madre.
Antes dije esperanza. Ahora digo pecado.
Antes había un golfo donde el río se liberta.
Ahora sólo hay un muro que detiene las aguas.
DOS POEMAS
1
Aquí vine a saberlo. Después de andar golpeándome
como agua entre las piedras y de alzar roncos gritos
de agua que cae despedazada y rota
he venido a quedarme aquí ya sin lamento.
Hablo no por la boca de mis heridas. Hablo
con mis primeros labios. Las palabras
ya no se disuelven como hiel en la lengua.
Vine a saberlo aquí: el amor no es la hoguera
para arrojar en ella nuestros días
a que ardan como leños resecos u hojarasca.
Mientras escribo escucho
cómo crepita en mí la última chispa
de un extinguido infierno.
Ya no tengo más fuego que el de esta ciega lámpara
que camina tanteando, pegada a la pared
y tiembla a la amenaza del aire más ligero.
Si muriera esta noche
sería sólo como abrir la mano,
como cuando los niños la abren ante su madre
para mostrarla limpia, limpia de tan vacía.
Nada me llevo. Tuve sólo un hueco
que no se colmó nunca. Tuve arena
resbalando en mis dedos. Tuve un gesto
crispado y tenso. Todo lo he perdido.
Todo se queda aquí: la tierra, las pezuñas
que la huellan, los belfos que la triscan,
los pájaros llamándose de una enramada a otra,
ese cielo quebrado que es el mar, las gaviotas
con sus alas en viaje,
las cartas que volaban también y que murieron
estranguladas con listones viejos.
Todo se queda aquí: he venido a saber
que no era mío nada: ni el trigo, ni la estrella,
ni su voz, ni su cuerpo, ni mi cuerpo.
Que mi cuerpo era un árbol y el dueño de los árboles
no es su sombra, es el viento.
2
En mi casa, colmena donde la única abeja
volando es el silencio,
la soledad ocupa los sillones
y revuelve las sábanas del lecho
y abre el libro en la página
donde está escrito el nombre de mi duelo.
La soledad me pide, para saciarse, lágrimas
y me espera en el fondo de todos los espejos
y cierra con cuidado las ventanas
par que no entre el cielo.
Soledad, mi enemiga. Se levanta
como una espada a herirme, como soga
a ceñir mi garganta.
Yo no soy la que toma
en su inocencia el agua;
no soy la que amanece con las nubes
ni la hiedra subiendo por las bardas.
Estoy sola: rodeada de paredes
y puertas clausuradas;
sola para partir el pan sobre la mesa,
sola en la hora de encender las lámparas,
sola para decir la oración de la noche
y para recibir la visita del diablo.
A veces mi enemiga se abalanza
con los puños cerrados
y pregunta y pregunta hasta quedarse ronca
y me ata con los garfios de un obstinado diálogo.
Yo callaré algún día; pero antes habré dicho
que el hombre que camina por la calle es mi hermano,
que estoy en donde está
la mujer de atributos vegetales.
Nadie, con mi enemiga, me condene
como a una isla inerte entre los mares.
Nadie mienta diciendo que no luché contra ella
hasta la última gota de mi sangre.
Más allá de mi piel y más adentro
de mis huesos, he amado.
Más allá de mi boca y sus palabras,
del nudo de mi sexo atormentado.
Yo no voy a morir de enfermedad
ni de vejez, de angustia o de cansancio.
Voy a morir de amor, voy a entregarme
al más hondo regazo.
Yo no tendré vergüenza de estas manos vacías
ni de esta celda hermética que se llama Rosario.
En los labios del viento he de llamarme
árbol de muchos pájaros.
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