viernes, 6 de enero de 2017

POEMAS DE ROBERT FROST

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(26 de marzo de 1874, San Francisco, California, Estados Unidos - 29 de enero de 1963, Boston, Massachusetts, Estados Unidos)


Arrobamiento


La lluvia le dijo al viento:
-Empuja tú que yo azoto-
y tánto hirieron el soto
que de las flores altivas,
doblegadas pero vivas,
yo sentía el sufrimiento.

Versión de Agustí Bartra


 


El camino no elegido


Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo, 
Y apenado por no poder tomar los dos
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie 
Mirando uno de ellos tan lejos como pude, 
Hasta donde se perdía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente, 
Y habiendo tenido quizás la elección acertada, 
Pues era tupido y requería uso; 
Aunque en cuanto a lo que vi allí 
Hubiera elegido cualquiera de los dos. 

Y ambos esa mañana yacían igualmente, 
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día! 
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante, 
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos. 

Debo estar diciendo esto con un suspiro 
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo, 
Yo tomé el menos transitado, 
Y eso hizo toda la diferencia.

Versión de Agustí Bartra



El pastizal


Voy a limpiar el arroyo, en los pastos...
Sólo rastrillaré las hojas secas.
(Y quizás me detenga hasta ver clara el agua.)
No, no tardaré mucho. -Ven también.

Voy a buscar el lindo ternerillo
que se apoya en su madre. Es tan pequeño
que cuando ella lo lame se menea.
No tardaré mucho. -Ven también.

Versión de Agustí Bartra




El peligro de la esperanza


Es justo allí
a mitad de camino entre
el huerto desnudo
y el huerto verde,
cuando las ramas están a punto
de estallar en flor,
en rosa y blanco,
que tememos lo peor.

Pues no hay región
que a cualquier precio
no elija ese tiempo
para una noche de escarcha.

Versión de Carlos López Narváez




El potro desbocado


Tiempo ha, cuando la nieve empezaba a caer,
nos detuvimos junto, a unos pastos... ¿De quién será
aquel potro?", dijimos. El pequeño Morgan había
puesto una pata delantera sobre el muro de piedra
y la otra sobre el pecho, encogida. Agachando
la cabeza, nos contempló un instante y huyó.
Escuchamos el diminuto retumbo de su fuga,
y nos pareció verle, una sombra gris recortándose
contra el inmenso cortinaje de los copos de nieve.
"Ese pequeño está asustado de la nieve que cae.
No conoce el invierno. Para ese pequeñuelo
no es cosa baladí. Y huye trotando.
Ni su madre podría decirle: «¡Quieto! ¡Es sólo el tiempo!»
El pensaría que ella sólo habla por hablar.
¿Dónde estará su madre? ¿Por qué no va con él?"

El potro ya regresa con su pétreo repiqueteo,
salta de nuevo el muro con ojos blanquecinos
y erguida la cola sin pelo.
Hace temblar su piel como si sacudiera moscas.
"Quienquiera que deja ese potro afuera tan tarde,
cuando los demás animales están en el establo,
hay que avisarle para que salga y lo haga entrar."

Versión de Agustí Bartra

 El teléfono


"Cuando hoy me hallaba yo lejos de aquí,
paseando sola,
quieta y tranquila
era la tarde.
Sobre una flor incliné mi cabeza
y oí tu voz.
¡Oh, no digas que no, porque entendí...!
Me hablaste desde aquella flor que está en la ventana. 
¿Has olvidado lo que me dijiste?"

Pero dime antes qué creiste oir."

"Esquivando una abeja de la flor,
incliné mi cabeza
y, cogiéndola luego por el tallo,
escuché y oí, clara, la palabra...
¿Pronunciaste mi nombre? ¿O bien dijiste...?
Sí, alguien dijo: «¡Ven!», mientras yo me inclinaba."

"Si acaso lo pensaba, no lo dije en voz alta."

"Por eso regresé."
Versión de Agustí Bartra

 


Fuego y hielo


El mundo acabará, dicen, presa del fuego;
otros afirman que vencerá el hielo.
Por lo que yo sé acerca del deseo,
doy la razón a los que hablan de fuego.
Mas si el mundo tuviera que sucumbir dos veces,
pienso que sé bastante sobre el odio
para afirmar que la ruina sería
quizás tan grande,
y bastaría.

Versión de Agustí Bartra


Lo más próximo


Pensó que a solas podía captar el universo entero; 
Pero la única voz que obtuvo por respuesta 
Fue el falso eco de sí mismo 
Que procedía del precipicio, 
al otro lado del lago. 

Una mañana, desde una roca de la playa, 
Clamó que lo que él quería en la vida 
No era una mera copia hablada de su propio amor 
Sino un amor correspondido, y con voz propia. 
Y la única respuesta encarnada 
Capaz de dar respuesta a su queja matinal 
Comenzó a descender, en la otra orilla, 
por el talud del acantilado hasta el lago 
para zambullirse después en las distantes aguas.

Pero cuando tras nadar un buen trecho se aproximó a su orilla 
En lugar de poseer forma humana 
Y de ser quien él tanto había anhelado 
Resultó ser un gran macho cabrío, que aparecía poderoso 
apartando las encrespadas aguas con su enorme pecho. 
Y al llegar a tierra 
Desprendiendo agua como una cascada, 
Comenzó a tambalearse a través de las rocas con su cornamenta, 
Hasta que se perdió en la maleza -y eso fue todo-.

Versión de Sergio Trigán 
 




 Noche invernal de un anciano


Más allá de las puertas, a través de la helada
que cubre la ventana formando unas estrellas
dispersas-, en la sombra, el mundo esta mirando 
su cara: está vacía la habitación. Y duerme.
La lámpara inclinada muy cerca de su rostro
le impide ver el mundo. Ya no recuerda nada.
Y la vejez le impide recordar en qué tiempo
llegó hasta estos lugares, y por qué está aquí solo.
Rodeado de toneles se encuentra aquí perdido.
Sus pasos temblorosos hacen temblar el sótano:
lo asusta con sus pasos temblorosos: y asusta
otra vez a la noche (la noche de sonidos
familiares ). Los árboles aúllan allá afuera;
todas las ramas crujen. Una luz hay tan sólo
para su rostro, quieta, una luz en la noche.
A la Luna confía -en esa Luna rota
que por ahora vale más que el sol- el cuidado
de velar por la nieve que yace sobre el techo,
de velar los carámbanos que cuelgan desde el muro.
Sigue durmiendo. Un leño se derrumba en la estufa.
Despierta con el ruido. Sobresaltado cambia
de lugar. Es la noche. Respira suavemente.
No puede un viejo solo llenar toda una casa,
un rincón de los campos, una granja. No puede.
Así un anciano guarda la casa solitaria,
en la noche de invierno. Y está solo. Está solo.

Versión de Miguel Arteche

 Siega


En la linde del bosque no había más sonido
que el leve cuchicheo de una larga guadaña
hablando con la tierra. No sé qué le diría.
Quizás le contaba algo sobre el calor del sol,
o quizás algo acerca de aquel vasto silencio,
y por esto su voz no era más que susurro.
No le hablaba de un sueño nacido de los ocios,
ni de oro regalado por algún hada o duende:
fuera de la verdad, todo parece frágil
para el ferviente amor que alineó gavillas,
no sin dejar algunas flores (blancas orquídeas) ,
y asustó a una serpiente de un verde coruscante.
El sueño más hermoso que el trabajo conoce
son los hechos. Mi larga guadaña susurró,
y 0lvidóse del heno.

Versión de Agustí Bartra



Un alto en el bosque mientras nieva        (otra versión)


De quién es este bosque, saber creo
-en el poblado su morada veo-
no habrá de sorprenderme contemplando
cubrir su bosque el invernal blanqueo.

Mi caballito se dirá extrañado
que, sin granja cercana, hemos parado
de este año en la tarde más oscura,
entre el bosque y el lago congelado.

Sacudiéndose, agita su cencerro
preguntando quizá: -¿será algún yerro?
Sólo el cierzo y los copos rumorean
blandamente del bosque en el encierro.

Yo, el bosque hondo y fusco veo risueño...
Mas, en cumplir promesas tengo empeño,
y millas debo andar antes del sueño,
un largo andar para llegar al sueño.

Versión de Agustí Bartra



Una vez, junto al pacífico


Las aguas agitadas con gran fragor rompían.
Y las olas cimeras, al ver las que venían,
hacer algo querían a la costa cercana
que el mar jamás ha hecho a la tierra su hermana.
Bajas e hirsutas eran las nubes en el cielo,
como guedejas sobre unos ojos de anhelo.
Diríase, en verdad, sin poder dar razones,
que agradaba a la costa tener sus farallones,
y a éstos ser sostenidos por todo un continente.
Se acercaba una noche de tiniebla evidente,
y no sólo una noche, sino una época horrible.
Habría que aprestarse contra un furor posible,
pues vendría algo más que olas en algazara
cuando su último ¡Apáguese la luz! Dios decretara.

Versión de Agustí Bartra



Abedules


Cuando veo abedules oscilar a derecha
y a izquiercla, ante una hilera de árboles más oscuros,
me complace pensar que un muchacho los mece.
Pero no es un muchacho quien los deja curvados,
sino las tempestades. A menudo hemos visto
los árboles cargados de hielo, en claros días
invernales, después de un aguacero.
Cuando sopla la brisa se les oye crujir,
se vuelven irisados cuando se resquebraja
su esmaltada corteza. Pronto el sol les arranca
sus conchas cristalinas, que mezcla con la nieve...
Esas pilas de conchas esparcidas diríase
que son la rota cúpula interior de los cielos.
La carga los doblega hacia los mustios
matorrales cercanos, pero nunca se quiebran,
aunque jamás podrán enderezarse solos:
durante muchos años las ramas de sus troncos
curvadas barrerán con sus hojas el suelo,
igual que arrodilladas doncellas con los sueltos
cabellos hacia atrás y secándose al sol.
Mas cuando la Verdad se me interpuso
en la forma de un hecho como la tempestad,
iba a decir que quizás un muchacho,
yendo a buscar las vacas, inclinaba los árboles...
Un muchacho que por vivir lejos del pueblo
sólo sabe jugar, en invierno o en verano,
a juegos que ha inventado para jugar él solo.
Ha domado los árboles de su padre uno a uno
pasando por encima de ellos tan a menudo
que nada les dejó de su tiesura.
A todos doblegó; no dejó ni uno solo               
sin conquistar. Aprendió la manera
de no saltar de un árbol sin haber conseguido
doblarlo contra el suelo. Conservó el equilibrio
hasta llegar arriba, trepando con cuidado,
con la misma destreza que uno emplea al llenar
la copa hasta el borde, y aun arriba del borde.
Entonces, de un envión, disparaba los pies
hacia afuera y saltaba del aire hasta la tierra.
              
Yo fui también, antaño, un columpiador de árboles;
muy a menudo sueño en que volveré a serlo,
cuando me hallo cansado de mis meditaciones,
y la vida parece un bosque sin caminos
donde, al vagar por él, sentirnos en la cara
ardiente el cosquilleo de rotas telarañas,
y un ojo lagrimea a causa de una brizna,
y quisiera alejarme de la tierra algún tiempo,
para luego volver y empezar otra vez.
Que jamás el destino, comprendiéndome mal,
me otorgue la mitad de lo que anhelo
y me niegue el regreso. Nada hay, para el amor,
como la tierra; ignoro si existe mejor sitio.
Quisiera encaramarme a un abedul, trepar,
por las ramas oscuras del blanquecino tronco
y subir               hacia el cielo, hasta que el abedul, 
doblándose vencido, me volviese a la tierra.
Subir y regresar sería muy hermoso.
Pues hay cosas peores en la vida que ser
un columpiador de árboles.

              
Versión de Agustí      Bartra


PARADA EN EL BOSQUE EN UNA NOCHE NEVADA

De quién son estos bosques creo saber.
Su casa está en el pueblo, sin embargo.
Él no me verá parado aquí
para mirar sus bosques colmados de nieve.
Mi potrillo debe pensar que es raro
parar sin una alquería cerca
entre el bosque y el lago congelado
en la noche más oscura del año.
El potrillo sacude las campanas de su arnés
para preguntar si hay algún error.
El único otro sonido es el barrido
del viento fácil y los suaves copos.
Los bosques son preciosos, oscuros y hondos,
pero tengo promesas que cumplir,
y millas que andar antes de dormir,
y millas que andar antes de dormir.

 REPARAR EL MURO


Algo hay que no es amigo de los muros,
que hincha la tierra helada y los socava,
que arroja al sol las piedras desde el borde
y abre brechas por donde caben dos.
Los cazadores ya son otra cosa:
ha seguido sus pasos, reparando
donde no han dejado piedra sobre piedra
persiguiendo el conejo en su guarida
por alegrar la jauría. Las otras brechas
nadie las ve formar, ni hay rumor de ellas,
pero ahí están cuando hay que repararlas.
Se lo anuncio al vecino tras la cuesta;
un día, en la línea divisora,
nos encontramos a rehacer el muro.
Lo formamos entre ambos, paso a paso.
A cada cual las piedras que le tocan,
las ovaladas, las bolas tan redondas
que cuesta hechizos fijarlas en su puesto:
“¡No se muevan hasta vernos las espaldas!”
Se destrozan los dedos con asirlas.
Cierto, es juego campestre, como tantos,
uno contra uno. A más no viene:
donde vivimos no hace falta muro:
lo suyo es pino, lo mío manzanares.
Mis manzanos, le digo, no amenazan
comerse las piñas de sus pinos.
Sólo responde, “Buen muro, buen vecino.”
La primavera me azuza, y me pregunto
Si quizás le penetro el pensamiento:
“¿Por qué hace buen vecino? ¿No se trata
de donde hay vacas? Pero aquí no hay vacas.
Antes de levantarlo, yo quisiera
saber a quién incluyo, a quién excluyo,
a quién,  quizás, ofendo con el muro.
Algo hay que no es amigo de los muros,
que quiere derrumbarlos”. Pienso “duendes”
pero no hay tales duendes, y quisiera
que él le pusiera nombre. Allá lo veo,
con una piedra empuñada en cada mano,
como un salvaje troglodita armado.
La sombra en que se mueve me parece
más que sombra de selvas o de ramas.
No indaga el estribillo de su padre,
y tanto le place haberlo recordado
que repite, “Buen muro, buen vecino.”




AL DETENERSE ANTE UN BOSQUE DURANTE UNA NOCHE NEVOSA


Este bosque, creo saber de quién será.
Su casa está en la aldea, no me verá
detenerme ante su bosque silencioso,
viendo la nieve que al fin lo colmará.

Sin duda mi potrillo está curioso,
tan lejos de la granja, al verse ocioso
entre este bosque y ese lago helado
en el nadir del año tenebroso.

Se sacude; el arreo cascabelado
tintinea, como un decir  –Amo, ¿has errado?–
y no hay otro sonido que el pequeño
silbar de viento suave y copo alado.

El bosque es bello, oscuro, hondo, halagüeño,
pero di mi palabra y tengo empeño,
y hay millas por viajar antes del sueño,
y hay millas por viajar antes del sueño.


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