(5 de febrero de 1930, Ixelles, Bélgica - 28 de febrero de 2016, Gilly, Bélgica)
Para
vivir, hay que plantar un árbol,
tener un
hijo, construir una casa.
Yo
solamente he mirado el agua
que corre
diciéndonos que todo fluye.
Yo
solamente he buscado el fuego
que arde
diciéndonos que todo se extingue.
Yo solamente
he seguido el viento
que huye
diciéndonos que todo se pierde.
Yo no he
sembrado nada en la tierra
que
aguarda diciéndonos: yo los espero.
Testamento
Al niño que no tuve
y sin embargo recibí de
un hombre
setenta veces siete y
muchas más, al niño sabio
a cuyo aliento y rostro
yo di forma
siete y setenta veces,
en un vientre igual
al mío, en noches rojas
de sol,
en días cristalinos de
aurora boreal,
al niño cuyas iniciales
secretas llevo
en mí, igual que tu
nombre, Yahvé,
niño concebido,
inacabado siempre,
que me hacen, que yo
hago, cada vez que amo,
que se deshace en mí
para darme un poema,
al niño que no vendrá
para cerrar mis ojos,
escoger la última sábana,
caminar tras de mi
peso, los huesos, las cenizas,
mirarme descender hacia
la fosa,
a ese niño al que dejo
ante Dios, ante
ante los hombres y ante
mi perro, ante el día viviente
(que no es sino porque
yo soy y morirá
como yo muero) lego,
por cuanto se podrá,
por cuanto así es la
usanza ahí de donde vengo, en mi lugar
dejo a su padre y madre
como uno solo,
lego todos mis bienes
de la carne, del espíritu,
del tiempo contado
siempre y del espacio ilusorio:
la esquina del cielo
que en vano escudriñé,
el cordel de tierra en
que gastaba mi suelas,
los cuatro muros entre
los que me tuve,
los seis tabiques que
le serán por gemelos;
el dinero que se me
escapó entre los dedos
–por el placer de
tenerlo para derramarlo–,
el falso saber que me
endilgaron
–por la alegría de
también desaprender–;
los días pasados que no
viví,
y los días vividos por
los que pasé de cerca,
el tiempo mortal al que
sobreviví,
la hora eterna y por
tanto borrada,
el amor abandonado del
que ignoraba el precio,
el amor dado a quien no
supo darlo,
el amor ofrecido que
también yo recibí,
el amor perdido que
vemos esperar afuera.
al hijo que nunca tuve,
y que en mi carne yo
formé
de mi semilla, y cuya
existencia se perfeccionó con cada abrazo,
a ese niño le dejo, en
las buenas pero sobre todo
en las malas, lo que me
prestó el día:
el yo que me dio
crédito
ante los índices que
sobrepasaban mis miedos
sin que pudiera escoger
ni el rostro,
ni el sexo (hay que
tomar lo que nos llega):
un cerebro hueco en
para una cabeza repleta,
un cuerpo demasiado
blando recubriendo huesos demasiado poderosos
una sangre tan viva
para tan corto aliento
un corazón demasiado
dulce para una sangre tan furiosa,
pies que no levantaron
más que polvo,
brazos que con sorpresa
estrecharon el viento,
rodillas atrapadas en
oraciones
manos que se mantienen
vacías como debieron;
unos ojos cerrados al
lado de las cosas,
-esa mitad que es
defecto de todos-,
unos ojos abiertos
sobre papeles cerrados
y sobre el negro que se
mira hasta que nos hace falta.
Al hijo que no tuve
le dejo, en fin, para
que lo tenga
bien en cuenta, para
que recuerde
contumazmente, ya que
será deshilvanado
el borde de mi paso en
una tela antigua:
las quince cosas que
jamás pude hacer:
inclinar la frente ante
alguien más grande que yo,
andar sobre lo más
pequeño, mostrar el dedo,
gritar con una turba o
bien, quedarme callada,
reconocer el Negro
entre los Blancos,
escoger diez justos,
nombrar a un culpable,
encontrar esa actitud
conveniente,
leer a alguien más que
a mí misma en los espejos,
conjugar el amor con
muchas personas,
resistir la tentación,
lastimar voluntariamente,
seguir
indecisa, decir Cambronne[1]
en
vez de “merde”, porque es
mucho más francés.
Al final del amor está
el amor.
Al final del deseo está
la nada.
El amor no tiene
comienzo ni fin.
Él no nace, resucita.
Él no encuentra,
reconoce.
Él se despierta como
después de un sueño
donde la memoria ha
perdido las llaves.
Se despierta con los
ojos claros
y se dispone a vivir su
jornada.
Pero el deseo insomne
muere con el alba
después de haber
luchado toda la noche.
Algunas veces el amor y
el deseo duermen abrazados.
En esas noches se ven
la luna y el sol.
Morir habiendo vivido.
Es allí donde espero,
el instante de,
el momento en que.
Allí se trata de
respirar
profundo.
Hay que saber...
Hay que saber
perderlo todo, incluso a sí mismo,y aún el recuerdo de sí, hay que
quitarse del lugar, salir del tiempo,
arrancarse los andrajos,
mudar las seis membranas, aceptar
que la séptima se pudra con el grano,
que el agua del río todo lo recubra,
que el sol seque esa agua,
que el viento del desierto desdibuje
su huella sobre la arena.
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