domingo, 1 de enero de 2017

POEMAS DE ANDREW MARVELL


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(31 de marzo de 1621, Winestead, Reino Unido - 16 de agosto de 1678, Londres, Reino Unido)



Sobre una gota de rocío

Mira cómo esa gota del Oriente,
caída desde el seno matinal
sobre la rosa en flor,
ignorando su nueva residencia,
aprisiona en su propia redondez
la diáfana región donde ha nacido;
y en la extensión de ese pequeño globo
su elemento natal guarda solícita.
Mira cómo desdeña el solo roce
de la purpúrea flor en la que yace;
volviendo su mirada hacia los cielos,
brilla con luz doliente,
lo mismo que una lágrima,
por alejarse tanto de su Esfera.
Rueda, inquieta y mudable,
y tiembla, por temor a hacerse impura,
hasta que el sol ardiente se conmueva
y a los cielos de nuevo la evapore.
Así el alma, esa gota y ese rayo
del claro manantial de eterno día,
pudiera contemplarse en flor humana.
Recordando su altura primigenia,
huye de verdes flores y hojas tiernas,
y acordándose de su propia luz
dice en puros, redondos pensamientos
el cielo superior en otro mínimo.
En qué figura esquiva y ovillada
gira por todas partes,
excluyendo así el mundo,
pero acogiendo el día.
Oscura por abajo, clara arriba,
altiva aquí y enamorada allá.
Qué libre y deseosa de partir,
qué preparada para la ascensión.
Vibra tan solo sobre un punto, abajo,
mientras lo curva todo hacia la altura.
Así cayó el maná, sacro rocío,
entero y blanco, frío y coagulado
sobre la tierra. Al disolverse, se une
a la gloria del sol omnipotente. ~


DEFINICIÓN DEL AMOR


Mi amor es de alcurnia tan rara
Como es su objeto extraño y elevado.
Fue engendrado por la desesperanza
Y lo Imposible.

Magnánima, la Desesperanza solamente
Pudo mostrarme cosa tan divina,
Allí donde jamás la débil esperanza había volado,
Mas sólo había batido sus alas de Oropel.

Y sin embargo, llegaría prestamente
Adonde mi extendida Alma está estacada,
Pero clava el Destino cuñas de Hierro,
Y siempre entre nosotros se interpone.

Pues ve el Destino con Ojo celoso
Dos amores perfectos; y unirse no los deja:
Sería esa unión su ruina
Y el fin de su Tiránico poder.

Por eso sus decretos de Acero
Como polos opuestos nos pusieron
(Aunque en nosotros gira el mundo del amor)
Para no ser por ellos abrazados;

A menos que el vertiginoso cielo caiga,
Y un nuevo Cataclismo a la Tierra desgarre,
Y, para unirnos, el Mundo
Se contraiga y sea un Planisferio.

Como líneas oblicuas, bien pueden los Amores
Saludarse en cada ángulo:
Mas son los nuestros tan exactamente paralelos
Que no habrán de encontrarse aunque infinitos.

Por eso el Amor que nos cautiva
Y que el Destino envidioso nos quita,
Es la conjunción de nuestra Mente
y la Oposición de las Estrellas.


A su tímida amada


Si tuviéramos bastante mundo y tiempo
tu timidez, señora, no seria delito.
Sentados pensaríamos hacia dónde marcharnos
para pasar nuestro largo día de amor.
Tú encontrarías rubíes en las riberas
del Ganges de la India: yo me lamentaría
con la marea del Humber. Te daría mi amor
desde diez años antes del Diluvio,
y tú, si quisieras, podrías decirme «no»
hasta después de la conversión de los judíos.
Mi amor vegetal crecería más lento
y sería más vasto que un imperio.
Al menos cien años se me irían en alabar 
tus ojos y en contemplar tu frente,
cuatrocientos en adorar tus senos 
y treinta mil en el resto del cuerpo.
En cada parte al menos una época,
para tu corazón la última de todas: 
porque tú te mereces este trato 
y yo por menos no te quiero.

Pero pasa que a mis espaldas siempre oigo
la alada carroza del tiempo que se acerca,
y que allí, ante nosotros, yacen por todas
partes desiertos de vasta eternidad.
Tu belleza ya nadie encontrará
ni resonará en el mármol de tu bóveda
el eco de mi canción. Y los gusanos robarán
esa virginidad por tanto tiempo resguardada.
Tu arcaico honor polvo se hará
y toda mi lujuria se tornará ceniza.

La tumba es lugar muy selecto y privado 
pero nadie, creo yo, hace allí el amor.
Por lo tanto, ahora que el color joven
se posa como el rocío sobre tu piel,
mientras transpire tu alma dispuesta
por todos los poros instantáneas llamas, 
pudiéndolo, hagamos lo que nos dé la gana
y como aves de rapiña enamoradas 
devoremos más bien nuestro tiempo
en vez de languidecer entre sus fauces. 
Comprimamos toda nuestra ternura
y toda nuestra fuerza en una bala
y a través de las rejas de hierro de la vida 
disparemos nuestro placer violentamente. 
Así haremos, al menos, que corra nuestro 
Sol, no pudiendo lograr que se detenga.



El jardín


Cuan en vano se enajenan los hombres
por alcanzar la palma, el roble o el laurel,
y así ver su incesante trabajo coronado
por un único árbol o un arbusto
cuya corta, estrecha y limitada sombra 
con discreción sus labores califica,
mientras aquí las flores y los árboles
entretejen las guirnaldas del reposo.

¡Aquí te he hallado, suavísima calma,
y a la Inocencia, tu querida hermana!
Equivocado, siempre te busqué
en la agitada compañía del hombre. 
Tus sacras plantas, al menos en la tierra,
prosperan sólo entre las plantas,
pues son casi rudas las personas 
con estas soledades deliciosas.

Jamás vio nadie un blanco, un rojo,
tan dulce como este verde seductor.
Tontos amantes, cual sus amadas crueles,
grabaron en los árboles sus nombres;
bien poco saben, ¡ay!, o se dan cuenta
de cuánto superan ellos su belleza.
Bellos árboles: si vuestros troncos llego a herir
sólo en ellos vuestros nombres se verían.

Agotada ya de la pasión la calentura
hace el amor aquí refugio sin igual. 
El dios que fue tras la mortal belleza 
también en árbol culminó la caza:
Apolo a Diana persiguió de tal manera 
para que sólo —ya laurel— medrar pudiera,
y en pos de Siringe se apresuró el dios Pan,
no tras la ninfa, sino por una flauta.

¡Qué mágica la vida que llevo aquí!
Rojas manzanas caen en torno a mí
y exquisitos rácimos de las viñas
exprimen ricos vinos en mi boca. 
Melocotones y escogidos duraznos
a mis manos llegan presurosos,
y caigo, al tropezar, con los melones,
en la hierba, burlado por las flores.

Entretanto la mente, de bajos placeres 
se aparta y se asila en su felicidad:
la mente, océano donde cada especie 
no tarda en hallar su propio doble,
para luego crear, trascendiéndolo,
mil otros mundos y diversos mares,
reduciendo todo lo que existe
a un verde pensar bajo una sombra verde.

Aquí, al pie resbaloso de una fuente 
o en mohosas raices de árboles frutales,
despojándose mi cuerpo de las ropas,
se desliza mi alma entre las ramas
y se posa como un ave, y canta,
y luego frota y peina sus plateadas alas
hasta que, presta para elevado vuelo,
sus plumas ondula la variada luz.

Así era aquel feliz jardín-estado
donde moraba el hombre solo: 
con ese sitio tan suave, tan puro, 
¿qué más ayuda podía necesitar?
Pero no fue su lote de mortal
el pasear solitario por sus sendas:
dos edenes —no uno— habrían sido
de vivir él a solas en el paraíso.

Qué bien trazó el hábil jardinero 
con flores y hierbas este nuevo reloj
donde el suavísimo sol en lo alto
corre a través del zodíaco oloroso,
y donde, al laborar la diligente abeja,
su tiempo, como nosotros, cuenta. 
¿Cómo, si no es con flores y con hierbas,
calcular tan dulces y tan sanas horas?.




Diálogo entre el cuerpo y el alma



El alma
¿Ah, quién sacará de esta celda 
a un alma, esclava en tanta forma, 
con cerrojos de huesos, de pie
entre grillos, las manos esposadas, 
enceguecida, con un ojo u sorda,
y este tamborear de los oídos,
un alma colgando, se diría, 
de cadenas de nervios, de arterias
y de venas, en toda parte torturada, 
con cabeza vana y doble corazón?


El cuerpo
¿Ah, quién me librará sano y salvo 
de las ataduras de esta alma tiránica
que, tensa hacia lo alto, me empala 
para que caiga en propio precipicio,
que calienta y mueve este esqueleto 
superfluo —lo mismo que la fiebre— 
y ansiosa por ensayar su rencor 
me ha hecho vivir para poder morir, 
un cuerpo siempre sin descanso 
desde que lo posee este malvado espíritu?


El alma
¿Qué magia así encerrarme pudo
para suspirar con la pena del otro,
donde cualquiera sea su queja,
lo percibo, no puedo sentir su dolor, 
y donde todos mis cuidados se van 
en conservar aquello que me mata, 
obligada a sufrir no solamente
males sino, lo que es peor, su cura, 
pues a punto de llegar a puerto
en la salud soy naúfraga de nuevo?


El cuerpo
Mas no hay médico que entienda 
las enfermedades que me enseñas: 
primero de la esperanza rasgas el calambre, 
y luego el temblor de la parálisis del miedo;
calientas la pestilencia del amor 
o roes la úlcera escondida del odio; 
confundes la grata locura de la alegría 
o inquietas la otra locura de la pena; 
conocimiento éste que me obliga a saber 
y a que nunca abandonen mi memoria. 
¿Y qué, si no el alma, tendría el ingenio 
de formarme para tan aptos pecados? 
Así es como desbasta y cuadra el arquitecto 
los verdes árboles que crecen en los bosques.



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