lunes, 17 de junio de 2024

POEMAS DE ALEXÁNDER OBANDO


Ducha y adiós

 

a Yehudi Ramírez

 

 

 

La brisa entra por esta ventana.

 

Sobre la mesa

 

el trago de ron

 

que no pudiste acabar

 

mientras decís,

 

                            apresuradamente,

 

que debés trabajar el turno de las ocho.

 

 

 

Me he pasado la tarde

 

pensando en tu espalda como

 

en la cuenca más llena de atunes,

 

porque siempre me han gustado

 

las bocas azules que saltan y muerden

 

a la menor insinuación del tacto.

 

Me he gustado siempre el intenso oleaje

 

que producen tus piernas / en la bañera.

 

 

 

La brisa entra por la ventana

 

y son ya casi las siete y cuarto.

 

Me decís que te vas a bañar

 

                                          y a vestir.

 

 

 

Pienso que debo acompañarte

 

pero te vas al baño

 

y yo aún no me levanto de la cama.

 

 

 

El agua suena como venida desde

 

adentro de nosotros

 

y pienso que deben ser

 

esos peces que te cubren el cuerpo

 

cuando te salta el agua encima.

 

 

 

La llave da vuelta con un chirrido

 

y no se oye más el

 

eco subterráneo en la bañera.

 

(Si acaso,

 

una gota o dos

 

                           desde el tobillo,

 

por el aire,

 

hasta la tina).

 

 

 

Te vestís adentro / y al salir,

 

precipitadamente,

 

decís adiós con un gesto de la mano.

 

 

 

Veo que llevás el pelo casi seco.

 

 

 

Antes,

 

solías llegar tarde.

 

 

Belye nochi

 

 

¡Dios mío! ¡Todo un momento de felicidad! ¡Sí!

 

¿No es eso bastante para colmar una vida?

 

Dostoievski,

 

Las noches blancas

 

 

 

Y un hombre

 

—quizá joven—

 

                             me llevará a su estancia

 

esta noche blanca.

 

 

 

Sus brazos y sus labios

 

atraparán la oscuridad

 

como anguilas sinuosas

 

              en el fondo de un estanque.

 

 

 

Sus gestos serán primero azules y desconfiados

 

pero conforme avancen las horas

 

irán hacia el turquesa coralino

 

             y el índigo mantarraya,

 

hasta que al amanecer, finalmente,

 

                            solo queden nuestras aguas.

 

 

 

Y luego,

 

perdidos en esas cales marmóreas

 

que solo un mar de Luna puede dar,

 

me dirá

 

              —de nuevo en turquesa—

 

“por cierto, amor,

 

mi nombre es mensajero,

 

sombra de toda blancura”

 

 

 

Y yo me iré navegando con él,

 

las velas    quizás desplegadas

 

como el fantasma

 

             de un pterodáctilo en llamas

 

 

 

                          y todavía

 

 

 

                                        —aun entonces—

 

 

 

                                        tendré la cara

 

                                        de un tonto enamorado.

 

 

Vivir solo 

 

El supremo hastío, aquel al que la propia

 

muerte rehúsa su último humo, se retira

 

disfrazado de señor

 

René Char

 

 

 

a Rodolfo Álvarez y Manfred Werther

 

 

 

Eso que llamamos vivir solo

 

es transitar en un silencioso dirigible

 

por las ventosas noches de esta ciudad.

 

Es no tener quien se ventile con tus cartas

 

esperando impaciente

 

a que llegués para abrirlas.

 

Vivir solo es llamar a Manfred

 

o a Rodolfo

 

para ofrecerles una noche de juerga

 

a costas tuyas,

 

pero sonriente, acompañado,

 

feliz de ver una mesa servida para dos.

 

 

 

Vivir solo es comer en restaurantes

 

cuando tenés plata,

 

y distraerte haciendo la comida

 

cuando no tenés plata.

 

 

 

Es tratar de convencer a las amigas

 

de que aún es muy temprano

 

                                        para tomar el bus,

 

y llegar a la torpeza de mentirles

 

                                        respecto a la hora.

 

Es mordisquear los hombros

 

de todos tus amigos y amantes

 

para delimitar el terreno de tu ternura

 

y para decir hasta aquí, o a veces,

 

                                          a partir de aquí.

 

 

 

Vivir solo

 

es no masturbarse de puro cansancio

 

                                                        de masturbarse.

 

Es encender la tele para oír bulla

 

y creer ingenuamente

 

que te están llamando;

 

sin embargo, este autoengaño

 

jamás te da resultado.

 

Terminás pagando más en insomnio

 

y al final de cuentas

 

te volvés a encontrar a oscuras.

 

 

 

Vivir solo

 

es añorar durante nueve meses las vacaciones

 

para luego no tener con quien compartirlas.

 

Alguien ya se ha ido para la playa

 

y otros se irán con sus otros amigos.

 

Vos solo sos el alter ego urbano,

 

aquel con quien se comparte una que otra

 

noche de bohemia libresca;

 

pero los amigos, la verdadera diversión,

 

no es miope ni tampoco

 

se la pasa hablando de Tomasso Albinoni.

 

 

 

Vivir solo es, pues,

 

pasarse las noches

 

miserablemente agarrado a las barras

 

de este zepelín silencioso,

 

esperando distinguir algún conocido

 

entre esa masa que ya no se acuerda

 

de vos.

 

Que te desnombra

 

desde que vos olvidaste

 

los ojos de aquella única hembra

 

que alguna vez te vio con ternura.

 

 

 

Vivir solo es,

 

a fin de cuentas,

 

el trauma

 

de haberla perdido.

 

 

La poesía 

 

La esperanza,

 

esa cosa con plumas

 

Emily Dickinson

 

 

 

Duermo en

 

las noches con

 

todas las ventanas

 

abiertas,

 

y eso asusta mucho a

 

mis vecinos.

 

Me creen un

 

extraño y

 

pobre monstruo

 

de otra esfera.

 

Un Ulises navegando

 

entre mares y libros.

 

Un señor gordo

 

con la sonrisa

 

de un adolescente.

 

Un misfit,

 

un piadoso

 

o un imago

 

que prefiere la

 

música

 

de nombres

 

extraños.

 

Un amigo de amigos

 

nocturnos

 

que hablan alemán,

 

francés

 

o italiano,

 

que reconocen los errores

 

en los mapas

 

y dejan

 

en todos los buses

 

algún paquete o paraguas.

 

Total,

 

se dirán mis

 

vecinos,

 

ellos también duermen

 

con las ventanas abiertas.

 

No sea que un día

 

les entre

 

alguna cosa negra

 

y con plumas.

Tomado de:

https://www.nuevayorkpoetryreview.com/Nueva-york-Poetry-Review-3676-506-poesia-costarricense-alexander-obando

 

 

Cartagena con retrato

Una calle de Heredia en especial.

Ahí, todas las noches, frente a su

pequeña casa, frente a su apartamento

de segunda planta

conversábamos de Colombia o la Luna.

De si Cartagena, con toda su historia

y muerte

sería más grande que nosotros vivos.

De si las palmeras eran las mismas

en ese parque y en la punta de Bocachica;

entonces,

¿qué hacía de aquella ciudad algo especial

y de nosotros un asunto pasajero,

ahí en nuestra banca de 1982

en un parque de Heredia?

No sabíamos que el océano

sí cambiaba de morada

cada medio millón de años,

que los bigotes de su padre eran

cuidadosamente afeitados

por una amiga de Barrio Aranjuez,

porque para nosotros

ahí bajo las palmeras ―aparentemente inmortales―

las cosas eran como eran.

El cambio no se registraba a no ser bajo los pantalones.

Lo demás

permanecía.

Y es que entre los dos no sumábamos

treinta y cinco años.

Él con su pelo oscuro y lacio;

con su padre alcohólico y su lecho muerto.

Yo con mi inglés y mi poesía,

con mi padre lejano y somocista.

No éramos uno ni dos

sino siete más dos:

vulgarmente sexuales

al punto de copular una tarde

en bicicleta.

Empezábamos con el ajedrez

y todas las piezas, peones y reinas,

acababan debajo de la mesa de café.

Una tarde de diciembre quisimos

retocar el mural de su tío en la pared

pero los labios

no hicieron el color necesario.

 

Y así las noches,

bajo las palmeras en el parque

de Heredia, nos hacían pensar

en Colombia y su gente,

en la ciudad de Cartagena

con sus trescientos años de fortificaciones.

Nos hubiera gustado caminar por sus calles

de balcones y plazas,

imaginando tal vez

como sería

la ciudad de Heredia

/ y sus noches

/ y palmeras. *

Tomado de:

https://400elefantes.wordpress.com/2010/05/26/angeles-para-suicidas-por-alexander-obando/

 

 

Marea baja

 Make a tomb

 for men and boys…

 Allen Ginsberg

Cuando baja la marea

quedan restos de automóviles

sobre la playa, fierros

bañados en plancton y sal.

El muchacho emblanquecido

deambula buscando

latas y vidrios enteros;

y sin embargo,

camina sobre tierra de marisma,

sobre casas barridas anoche

al mar de los huracanes.

Por la playa

va caminando él, Ganimedes,

pantaloneta blanca y sucia,

piernas, llenas de arena.

Encuentra el esqueleto

de un viejo asiento de Chevy

y se imagina,

 sentado en él,

cómo hubiera sido ser raptado a otro planeta

por un águila antigua,

por un dios todopoderosa ventisca,

al filo de las ocho

 de un jueves cualquiera.

Tal vez asustado,

 como anoche;

tal vez invisible,

 como ahora.

 

 

Fotografía en la arena

La teoría Gamow-Shapley afirma que la vida es imposible en un

planeta con dos soles. Pero en Solaris, planeta con un sol rojo y

otro azul, la órbita constantemente se ajusta para que el planeta

no caiga demasiado cerca de ninguno de los dos astros o no se

aleje de ambos al punto de la congelación. No existe, hasta

el momento, una explicación satis factoria a este fenómeno, salvo

que su mar (una masa que cubre todo el planeta) parece

comportarse como un organismo vivo: un océano-célula que

controla por completo su entorno.

 Hughes y Eugel

 — Historia Solaris —


 1.

El mar no es un ente razonable.

Los pelícanos,

hundidos en la pasión de sí mismos

caen al agua como tijeras.

Nada que no puedan evitar

los derrota; siempre engullen la misma

bala ondulante:

pececillos de aguja, rectos y serpentales

que tienen un asombro en los ojos,

como si toda la vida hubiesen presentido

el amplio buche de los pelícanos.

No gritan;

sólo se lamentan en idioma de peces

esperando la inevitable asfixia.

 

Estas playas

tienen un amanecer sin conchas;

los crustáceos que hacen la ronda

olvidan poner en ellas los huevecillos de piedra.

No es hasta por las tardes

en que los guijarrillos aparecen

para marchar luego hacia el mar.

Y es que tampoco hablan con nadie.

Parecen sumidos en algún discurso lejano

de donde es imposible sacarlos;

tal vez piensan en el mar como infinito,

o en nosotros, sus dioses, como infinitas posibilidades.

Van pensando sísificamente hasta que las olas,

o los pies de los chiquillos

y las muchachas

terminan por enterrarlos.

Ahí está el mar sin nada de asombros razonables.

Podría sudar si lo quisiera

pero nos deja eso a nosotros,

entre palmeras,

rodeados de cervezas vacías y un mojado paquete de

cigarrillos.

Tal vez en Limón o San Juan hagan lo mismo.

Porque este mar,

 aquí,

medita sus errores cometiéndolos;

día y noche

sus olas fornicarias asumen para sí la seguridad de la

especie,

la consecución de todos los valores arbitrarios.

No es de otra manera.

 

Sus vientos

 suavemente respiran.


 2.

Yo tenía 6 años cuando conocí estos mares;

los tíos y las primas chapoteaban desde la mañana

enjuagados en espuma blanca de cangrejos.

Yo me apartaba

buscando en la arena huellas de

gigantes o enanos ―no importaba―

pero sí algo que no fuera nosotros,

que no fuera nuestro:

los anteojos curvos de aro rosado

medio enterrados en la gelatina;

un vaso plástico que sobresale como

el hocico abierto de un monstruo de las profundidades.

Todo eso tenía un lugar secreto en las criptas de mis

castillos,

en las inundaciones de la marea alta

cuando torres y hombres

caían como fantasmas disueltos en el sol.

Las aves seguían su curso.

Yo salía de mi hueco derrumbado

 para alcanzarlas

pero la algarabía de los parientes me clavaba al suelo

como una estaca de piedra,

un glifo de alfabeto desconocido

donde se deletreaban, una a una,

las claves del auxilio.

 

3.

Tampoco la infancia era razonable.

Sus ilógicos discursos siempre acababan en el agua:

diez y seis era una antigua ensenada;

seis más cuatro irreductiblemente llevaba a la desembocadura de un río.

Así los Cantos de Maldoror precipitaban el agua de la

noche francesa;

así un centinela en Barranca

siente cómo la camisa se le humedece en la madrugada

invadido por las aguas oscuras de su muchacha.

Así como Esteban y yo descansamos bajo este árbol

con nuestra cerveza,

en la Isla del Venado alguien inventa la supervivencia

sacando agua pura de las hojas más escondidas.

No se puede negar:

el mar es un ente irrazonable.

Sus jarcias y sus cascos trotan en

las calles de Puntarenas

encendiendo la semilla profunda de los ovarios.

Sus ojos,

(ojos de pulpos y peces)

jamás se cierran mientras acechan

buscando la cópula perfecta.

Tienen miembros lustrosos para buscar con

ellos y atrapar a su presa;

miembros lustrosos que penetran y violan,

dominan abiertamente a la luz del día.

Dejan que nosotros —sus dioses—

pensemos en nuestras pequeñas obras y revanchas.

 

Abrimos la boca para sentenciar y juzgar

mientras ellos,

en el frío de su piel de molusco,

                poco a poco

                nos van abriendo las grutas,

                        los meandros,

las naves y las criptas

 

―poco a poco―

 (el agua)

 la muerte.

Tomado de: 

https://img1.wsimg.com/blobby/go/dac96084-7e8e-43b1-8df8-48d8d4279f76/downloads/Angeles%20para%20suicidas-Alexander%20Obando-OBSEQUI.pdf

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