Ducha y adiós
a Yehudi Ramírez
La brisa entra por esta ventana.
Sobre la mesa
el trago de ron
que no pudiste acabar
mientras decís,
apresuradamente,
que debés trabajar el turno de las ocho.
Me he pasado la tarde
pensando en tu espalda como
en la cuenca más llena de atunes,
porque siempre me han gustado
las bocas azules que saltan y muerden
a la menor insinuación del tacto.
Me he gustado siempre el intenso oleaje
que producen tus piernas / en la bañera.
La brisa entra por la ventana
y son ya casi las siete y cuarto.
Me decís que te vas a bañar
y a
vestir.
Pienso que debo acompañarte
pero te vas al baño
y yo aún no me levanto de la cama.
El agua suena como venida desde
adentro de nosotros
y pienso que deben ser
esos peces que te cubren el cuerpo
cuando te salta el agua encima.
La llave da vuelta con un chirrido
y no se oye más el
eco subterráneo en la bañera.
(Si acaso,
una gota o dos
desde el tobillo,
por el aire,
hasta la tina).
Te vestís adentro / y al salir,
precipitadamente,
decís adiós con un gesto de la mano.
Veo que llevás el pelo casi seco.
Antes,
solías llegar tarde.
Belye nochi
¡Dios mío! ¡Todo un momento de felicidad! ¡Sí!
¿No es eso bastante para colmar una vida?
Dostoievski,
Las noches blancas
Y un hombre
—quizá joven—
me llevará a su estancia
esta noche blanca.
Sus brazos y sus labios
atraparán la oscuridad
como anguilas sinuosas
en el
fondo de un estanque.
Sus gestos serán primero azules y desconfiados
pero conforme avancen las horas
irán hacia el turquesa coralino
y el índigo
mantarraya,
hasta que al amanecer, finalmente,
solo queden nuestras aguas.
Y luego,
perdidos en esas cales marmóreas
que solo un mar de Luna puede dar,
me dirá
—de nuevo
en turquesa—
“por cierto, amor,
mi nombre es mensajero,
sombra de toda blancura”
Y yo me iré navegando con él,
las velas quizás
desplegadas
como el fantasma
de un
pterodáctilo en llamas
y todavía
—aun
entonces—
tendré
la cara
de un
tonto enamorado.
Vivir solo
El supremo hastío, aquel al que la propia
muerte rehúsa su último humo, se retira
disfrazado de señor
René Char
a Rodolfo Álvarez y Manfred Werther
Eso que llamamos vivir solo
es transitar en un silencioso dirigible
por las ventosas noches de esta ciudad.
Es no tener quien se ventile con tus cartas
esperando impaciente
a que llegués para abrirlas.
Vivir solo es llamar a Manfred
o a Rodolfo
para ofrecerles una noche de juerga
a costas tuyas,
pero sonriente, acompañado,
feliz de ver una mesa servida para dos.
Vivir solo es comer en restaurantes
cuando tenés plata,
y distraerte haciendo la comida
cuando no tenés plata.
Es tratar de convencer a las amigas
de que aún es muy temprano
para
tomar el bus,
y llegar a la torpeza de mentirles
respecto a la hora.
Es mordisquear los hombros
de todos tus amigos y amantes
para delimitar el terreno de tu ternura
y para decir hasta aquí, o a veces,
a
partir de aquí.
Vivir solo
es no masturbarse de puro cansancio
de masturbarse.
Es encender la tele para oír bulla
y creer ingenuamente
que te están llamando;
sin embargo, este autoengaño
jamás te da resultado.
Terminás pagando más en insomnio
y al final de cuentas
te volvés a encontrar a oscuras.
Vivir solo
es añorar durante nueve meses las vacaciones
para luego no tener con quien compartirlas.
Alguien ya se ha ido para la playa
y otros se irán con sus otros amigos.
Vos solo sos el alter ego urbano,
aquel con quien se comparte una que otra
noche de bohemia libresca;
pero los amigos, la verdadera diversión,
no es miope ni tampoco
se la pasa hablando de Tomasso Albinoni.
Vivir solo es, pues,
pasarse las noches
miserablemente agarrado a las barras
de este zepelín silencioso,
esperando distinguir algún conocido
entre esa masa que ya no se acuerda
de vos.
Que te desnombra
desde que vos olvidaste
los ojos de aquella única hembra
que alguna vez te vio con ternura.
Vivir solo es,
a fin de cuentas,
el trauma
de haberla perdido.
La poesía
La esperanza,
esa cosa con plumas
Emily Dickinson
Duermo en
las noches con
todas las ventanas
abiertas,
y eso asusta mucho a
mis vecinos.
Me creen un
extraño y
pobre monstruo
de otra esfera.
Un Ulises navegando
entre mares y libros.
Un señor gordo
con la sonrisa
de un adolescente.
Un misfit,
un piadoso
o un imago
que prefiere la
música
de nombres
extraños.
Un amigo de amigos
nocturnos
que hablan alemán,
francés
o italiano,
que reconocen los errores
en los mapas
y dejan
en todos los buses
algún paquete o paraguas.
Total,
se dirán mis
vecinos,
ellos también duermen
con las ventanas abiertas.
No sea que un día
les entre
alguna cosa negra
y con plumas.
Tomado de:
Cartagena con retrato
Una calle de Heredia en especial.
Ahí, todas las noches, frente a su
pequeña casa, frente a su apartamento
de segunda planta
conversábamos de Colombia o la Luna.
De si Cartagena, con toda su historia
y muerte
sería más grande que nosotros vivos.
De si las palmeras eran las mismas
en ese parque y en la punta de Bocachica;
entonces,
¿qué hacía de aquella ciudad algo especial
y de nosotros un asunto pasajero,
ahí en nuestra banca de 1982
en un parque de Heredia?
No sabíamos que el océano
sí cambiaba de morada
cada medio millón de años,
que los bigotes de su padre eran
cuidadosamente afeitados
por una amiga de Barrio Aranjuez,
porque para nosotros
ahí bajo las palmeras ―aparentemente inmortales―
las cosas eran como eran.
El cambio no se registraba a no ser bajo los pantalones.
Lo demás
permanecía.
Y es que entre los dos no sumábamos
treinta y cinco años.
Él con su pelo oscuro y lacio;
con su padre alcohólico y su lecho muerto.
Yo con mi inglés y mi poesía,
con mi padre lejano y somocista.
No éramos uno ni dos
sino siete más dos:
vulgarmente sexuales
al punto de copular una tarde
en bicicleta.
Empezábamos con el ajedrez
y todas las piezas, peones y reinas,
acababan debajo de la mesa de café.
Una tarde de diciembre quisimos
retocar el mural de su tío en la pared
pero los labios
no hicieron el color necesario.
Y así las noches,
bajo las palmeras en el parque
de Heredia, nos hacían pensar
en Colombia y su gente,
en la ciudad de Cartagena
con sus trescientos años de fortificaciones.
Nos hubiera gustado caminar por sus calles
de balcones y plazas,
imaginando tal vez
como sería
la ciudad de Heredia
/ y sus noches
/ y palmeras. *
Tomado de:
https://400elefantes.wordpress.com/2010/05/26/angeles-para-suicidas-por-alexander-obando/
Marea baja
Make a tomb
for men and boys…
Allen Ginsberg
Cuando baja la marea
quedan restos de automóviles
sobre la playa, fierros
bañados en plancton y sal.
El muchacho emblanquecido
deambula buscando
latas y vidrios enteros;
y sin embargo,
camina sobre tierra de marisma,
sobre casas barridas anoche
al mar de los huracanes.
Por la playa
va caminando él, Ganimedes,
pantaloneta blanca y sucia,
piernas, llenas de arena.
Encuentra el esqueleto
de un viejo asiento de Chevy
y se imagina,
sentado en él,
cómo hubiera sido ser raptado a otro planeta
por un águila antigua,
por un dios todopoderosa ventisca,
al filo de las ocho
de un jueves
cualquiera.
Tal vez asustado,
como anoche;
tal vez invisible,
como ahora.
Fotografía en la arena
La teoría Gamow-Shapley afirma que la vida es imposible en un
planeta con dos soles. Pero en Solaris, planeta con un sol
rojo y
otro azul, la órbita constantemente se ajusta para que el
planeta
no caiga demasiado cerca de ninguno de los dos astros o no se
aleje de ambos al punto de la congelación. No existe, hasta
el momento, una explicación satis factoria a este fenómeno,
salvo
que su mar (una masa que cubre todo el planeta) parece
comportarse como un organismo vivo: un océano-célula que
controla por completo su entorno.
Hughes y Eugel
— Historia Solaris —
1.
El mar no es un ente razonable.
Los pelícanos,
hundidos en la pasión de sí mismos
caen al agua como tijeras.
Nada que no puedan evitar
los derrota; siempre engullen la misma
bala ondulante:
pececillos de aguja, rectos y serpentales
que tienen un asombro en los ojos,
como si toda la vida hubiesen presentido
el amplio buche de los pelícanos.
No gritan;
sólo se lamentan en idioma de peces
esperando la inevitable asfixia.
Estas playas
tienen un amanecer sin conchas;
los crustáceos que hacen la ronda
olvidan poner en ellas los huevecillos de piedra.
No es hasta por las tardes
en que los guijarrillos aparecen
para marchar luego hacia el mar.
Y es que tampoco hablan con nadie.
Parecen sumidos en algún discurso lejano
de donde es imposible sacarlos;
tal vez piensan en el mar como infinito,
o en nosotros, sus dioses, como infinitas posibilidades.
Van pensando sísificamente hasta que las olas,
o los pies de los chiquillos
y las muchachas
terminan por enterrarlos.
Ahí está el mar sin nada de asombros razonables.
Podría sudar si lo quisiera
pero nos deja eso a nosotros,
entre palmeras,
rodeados de cervezas vacías y un mojado paquete de
cigarrillos.
Tal vez en Limón o San Juan hagan lo mismo.
Porque este mar,
aquí,
medita sus errores cometiéndolos;
día y noche
sus olas fornicarias asumen para sí la seguridad de la
especie,
la consecución de todos los valores arbitrarios.
No es de otra manera.
Sus vientos
suavemente respiran.
2.
Yo tenía 6 años cuando conocí estos mares;
los tíos y las primas chapoteaban desde la mañana
enjuagados en espuma blanca de cangrejos.
Yo me apartaba
buscando en la arena huellas de
gigantes o enanos ―no importaba―
pero sí algo que no fuera nosotros,
que no fuera nuestro:
los anteojos curvos de aro rosado
medio enterrados en la gelatina;
un vaso plástico que sobresale como
el hocico abierto de un monstruo de las profundidades.
Todo eso tenía un lugar secreto en las criptas de mis
castillos,
en las inundaciones de la marea alta
cuando torres y hombres
caían como fantasmas disueltos en el sol.
Las aves seguían su curso.
Yo salía de mi hueco derrumbado
para alcanzarlas
pero la algarabía de los parientes me clavaba al suelo
como una estaca de piedra,
un glifo de alfabeto desconocido
donde se deletreaban, una a una,
las claves del auxilio.
3.
Tampoco la infancia era razonable.
Sus ilógicos discursos siempre acababan en el agua:
diez y seis era una antigua ensenada;
seis más cuatro irreductiblemente llevaba a la desembocadura
de un río.
Así los Cantos de Maldoror precipitaban el agua de la
noche francesa;
así un centinela en Barranca
siente cómo la camisa se le humedece en la madrugada
invadido por las aguas oscuras de su muchacha.
Así como Esteban y yo descansamos bajo este árbol
con nuestra cerveza,
en la Isla del Venado alguien inventa la supervivencia
sacando agua pura de las hojas más escondidas.
No se puede negar:
el mar es un ente irrazonable.
Sus jarcias y sus cascos trotan en
las calles de Puntarenas
encendiendo la semilla profunda de los ovarios.
Sus ojos,
(ojos de pulpos y peces)
jamás se cierran mientras acechan
buscando la cópula perfecta.
Tienen miembros lustrosos para buscar con
ellos y atrapar a su presa;
miembros lustrosos que penetran y violan,
dominan abiertamente a la luz del día.
Dejan que nosotros —sus dioses—
pensemos en nuestras pequeñas obras y revanchas.
Abrimos la boca para sentenciar y juzgar
mientras ellos,
en el frío de su piel de molusco,
poco a poco
nos van abriendo las grutas,
los meandros,
las naves
y las criptas
―poco a poco―
(el agua)
la muerte.
Tomado de:
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