jueves, 20 de junio de 2024

POEMAS DE ALMUDENA GUZMÁN


Cogí el vestido que tanto le gusta...

 

Cogí el vestido que tanto le gusta

a mi amigo

cogí el vestido y volaron mariposas

y lo enredé en mi pecho

con tres deseos de hiedra.

 

(A las velas del barco blanco

que no me olviden,

al pájaro que no me cante en la rama

de la flor del dolor

y al agua que mi amigo me llame

cuando lo lave.)

 

 

De un tiempo a esta parte...

 

De un tiempo

a esta parte

estoy prisionera

en un coche

de gritos y hielo

que circula

por carreteras oscuras

y en vertical

como catedrales,

deslumbrada

por las luces largas

de los que vienen

en sentido contrario

que sois todos.

 

De"Calendario"

 

 

Deslumbramientos sombríos

 

Esta mañana, el helado y marchito sol de enero hizo estragos

          en mis ojos.

Por él, vi con más intensidad a esa gitanilla en manga corta

          que pedía junto al metro,

tuve plena consciencia de lo arduo de nuestro amor,

me horroricé al contemplar los ametralladores grabados de Goya,

y salí de nuevo a la calle con las manos encogidas de angustia

          sin saber

-pálida prisionera de los subterráneos-

si me bajaba en Velásquez o en Lista.

Y subí las escaleras de dos en dos para encontrar a la muerte

cómodamente recostada en mi gélido cuarto.

 

(La playa del olvido, 1984)

 

 

Desnudo en sombra

 

Volverse a enamorar.

Besar una piel que sabe distinto,

no encontrar puntos de referencia

que indiquen el momento justo,

la caricia perfecta,

la mano compañera.

Retornar a un cuerpo nuevo

sin los huecos del anterior,

no poder palpar una nuca excitada,

una espalda con escalofríos conocidos.

Qué pobre se queda el intento de amar igual a la primera vez.

Cómo pesa una boca tan sabida,

tan llena de humo compartido

ante la desconocida tan poco explorada, tan miedosa.

Cuánto cuesta abandonarte, lavarme de tu olor,

quitarme las huellas de tu peso,

desdoblarme en otra Almudena

y comenzar a hacer mía una figura

de la calle que me asusta y que ¿quiero?

poseer, pero... tú, ahí estás tú,

traspasando con tu desnudo mi sombra,

consolándome pesaroso de mi dolor al terminar,

tu sonrisa y tu cigarrillo,

ese brazo moreno rodeando mi cintura

y llevándome a un lecho desordenado...

 

y tus manos de violinista

volando y enredándose en mis senos.

 

 

En un banco...

 

En un banco,

meneando aburrida mis zapatos de bruja,

yo veía al invierno entrar y salir,

flirtear con el aire y sentarse finalmente a mi lado.

(Otro -pensé- que tampoco tiene nada que hacer

         esta tarde.)

 

Ya me iba a levantar cuando descubrí su espalda

en la ventana de enfrente.

Usted hablaba con alguien.

 

Y en ese mismo momento

-los libros, cómo no, resbalaron patosos desde la falda

hasta el suelo-

se volvió a mirarme.

 

 

Entonces el beso conocía el norte y el sur...

 

Entonces el beso conocía el norte y el sur,

el este y el oeste de toda cartografía

como si antes de labio en medio de la lluvia

hubiera sido rosa de los vientos

o brújula del corsario de los siete mares.

Nada estaba preparado

-dormían las leyendas su sueño abisal-

y sin embargo no cabía margen alguno de error:

cada noche atracaba en su alborada,

cada zozobra en su bahía,

cada deseo en su rompeolas.

Así era el amor,

volver a casa

con la red llena de certidumbres

nunca un naufragio en alta muerte

silenciosa

como ahora.

 

 

Ernesto, moreno de luz y luna argentina...

 

Ernesto, moreno de luz y luna argentina,

cigarrillo entre los dedos,

sonrisa de ni ñ o en los naranjales del alba.

 

Ernesto, amigo fiel de espejos y cafés,

padre confidencial con aire triste de gorrión,

páramo de salina y dulce de leche.

 

Ernesto, aire de tocayo guerrillero,

espuma que se desborda por la vida,

costado tembloroso ajeno a ti mismo.

 

Ernesto, paloma que se ha roto una pata,

plata sin cascabel,

runruneo de pato deslizándose en el canalón...

te quiero más que a él

pero -perdona, compañero tan próximo-:

no te amo

 

 

Este hombre que ahora cerca mi cuello...

 

Este hombre que ahora cerca mi cuello

con su sabia muralla de labios

quizá abandone de pronto la almena,

quizá desaparezca para siempre.

 

Porque tiene un tacto en la mirada

que recuerda las plumas de los pájaros.

 

 

Esto va a venirse abajo...

 

Esto va a venirse abajo

de un momento a otro

y usted lo sabe.

El amor ya no es un templo griego

sino algo parecido a un desastre de líneas

oblicuas que aprisionan todo intento de lluvia.

 

Y es gris. Tan gris como esta perspectiva de furias

                que se nos viene encima.

 

 

Esto ya va mejor...

 

Esto ya va mejor.

Ya no le tengo miedo.

 

Y me complace que usted,

como quien no quiere la cosa,

haya fijado el barniz de sus ojos en mis piernas.

 

 

Exquisita pendencia la de mi boca y la suya...

 

Exquisita pendencia la de mi boca y la suya

por ese dedo abeja que libó entre murmullos y distensiones

                 golosas,

las sucesivas floraciones de mi anémona nocturna.

 

 

Foto antigua

 

Y esa monicaca de chocolate hasta los kikis de rosados lacitos soy yo.

Quién lo diría.

Quién adivinaría en esos ojitos dulces un atisbo, sólo un atisbo de

          amargura.

¡Si ella, la otra yo, la que fue voraz consumidora de leche condensada,

          me conociera ahora!

Ahora que estoy hecha un asco, ajada, sin luz, luciérnaga exenta de

          brillantes culebreos.

Qué pena.

La abstracción de mi mente ha culminado en un monolito de sal. Y ya

          no quiero escribir más.

 

(La playa del olvido, 1984)

 

 

Hoy era la última tarde...

 

Hoy era la última tarde.

 

Usted no paraba de hablar

-lo hubiese matado-

y a mí me ardían las uñas cuando nos despedimos

            en la parada del autobús.

 

Ni un sólo beso.

 

 

La ventana me remite a su coche...

 

La ventana me remite a su coche,

el coche al beso,

el beso a la oreja que anda siempre perdiendo pendientes,

la oreja a la boca,

la boca a las medias porque las rompe,

las medias al...

-¿Tienes un bolígrafo de más?

-Toma, y a ver si dejas de pedirme cosas,

que contigo al lado no hay quien coja un apunte,

           Mari Carmen.

 

 

Leo lo que escribí de ti y de mí...

 

Leo lo que escribí de ti y de mí

en esos días de tanta lluvia,

con Bach y los naranjos

de contertulios ante el fuego

y los catarros, las pupas,

las mutuas manías,

advirtiéndonos de aquella bomba colgada

del tiesto de las glicinas

que oscilaba sobre nuestras cabezas

sin llegar a caer,

contenida por el Atlante de la risa

y el lujo inaudito

de poder ignorarnos,

de tener tiempos muertos,

de no abundar en preguntas y respuestas

cuando había tanto que disfrutar del silencio.

 

Desde entonces hasta ahora

los atlantes se nos han vuelto anémicos

y quién sabe si ésos fueron y serán nuestros últimos días de lluvia,

          pero,

                   de todas formas,

me sigue gustando leer lo que escribí de ti y de mí,

en especial lo de tu imagen con bufanda

volviendo de comprar la leche y el pan,

y la mía con sonrisa y pijama de osos pandas

saludándote desde el balcón.

 

 

Llama de lluvia maya

 

Estalla la poesía de tu piel, Juan, como la miel en un cedro

mojado; te veo y eres la luz, el brote oloroso que abre las

ventanas de un día feliz.

Ya ves, aquí me tienes jugando con los grillos del alba

porque a un lado está tu pecho encendido,

las manos se te posan en mi pelo cansado

y entonces nunca ha existido cansancio en mí;

todo lo rompes, Juan, te estableces en mi corazón y allí

                                                                 fundas tu casa

de guacamayos blancos, viento y sal,

las violetas vuelan exasperadas por tu aroma

y el mar se rinde

-grandioso perdedor-

ante ese cabello dorado que a todo le pide cuentas:

al amor, a los encantados caminos,

a los dioses de fuego que alumbran tus ojos de indio desarraigado.

Siento que sufras bajo los cementos de Madrid,

que te falte espacio para cambiar tus lágrimas

                                                    por las de la luna llena,

pero el tenerte aquí, el vivir junto a un nagual único, inextinguible,

junto a una llama de lluvia que nunca se apaga…

¿A quién debo agradecerle tanta dicha?

 

 

Lo peor de todo era el atardecer...

 

Lo peor de todo era el atardecer.

 

Cuando las aves frías tachonaban el bosque

de rumores y sombras,

tu recuerdo me ceñía las costillas

como un pulpo de fuego...

 

Daniel: ¿Por qué me has abandonado?

 

De "El libro de Tamar"

 

 

Nada

 

Nada.

No pegaba nada con tanta lluvia,

esa chaqueta de angorina rosa y botones de nácar

que él me regaló.

 

Tampoco encendimos una velita al apóstol,

porque un niño a nuestro lado acababa de darse un cabezazo

tremendo contra la pila bautismal,

y que hubo que consolarlo hasta que llegaron sus padres.

 

El museo nos desilusionó.

Yo me puse rara y él venga a mirar al cielo,

y al final un paseo dudosamente conciliador por los

soportales

-basta que a mí me hicieran gracia los punkies, para que

a él lo escandalizasen-,

después de mi vaso de leche y su maniática ginebra

"MG con Schweppes de naranja, por favor".

 

Ah,

se me olvidaba contaros

que el frío fue la nota predominante del día

y que la noche, a pesar de todo, la pasamos juntos.

 

Espalda contra espalda.

 

 

Nunca más volviste...

 

Nunca más volviste,

Daniel.

 

Desde entonces ya no hubo patio

ni baúles con especias,

ni la luz posó sus labios

en los membrillos del aparador.

 

Y en vez de tu cuerpo fue la fiebre,

la humedad,

el tremendo cansancio

fluyendo de los frascos de perfume.

 

Por la tarde se me cala el cabello

en un charco de polvo.

 

Por la noche agrietaba con los nudillos

el ventanal de mi cuarto.

 

De "El libro de Tamar"

 

 

Presos los dos de aquel imposible decoro...

 

Presos los dos de aquel imposible decoro

             adolescente,

ni yo me sonrojé ni usted tampoco hizo nada por llamarse

             al orden

cuando después de las risas y las aceitunas rellenas,

habiéndonos lubricado previamente el oído

con una minuciosa lista de vicios sexuales,

fuimos al amor como quien va al estanco de los primeros

             cigarrillos.

 

 

Quién es esta sombra...

 

Quién es esta sombra

que aterriza limpiamente en mi cuerpo

como un halcón.

 

Su garra me frena las muñecas y la huida.

 

Su aliento de niebla va sajando despacio,

los tersos y ahora bermejos visillos de mi vientre.

 

 

Señor...

 

Señor,

usted no lo sabe

y sin embargo sus arrugas,

tersándome la mañana,

me han obligado a iniciar una huelga de novios

desde que lo conozco.

 

Y hoy

-mientras los dos nos mirábamos de reojo, cada uno

en un extremo de la barra-,

mi guedeja más anarquista

ha optado definitivamente por afiliarse a sus ojos

 

 

Señor, ahora que mi piel y la suya...

 

Señor,

ahora que mi piel y la suya

-después de las sábanas-

han formado un nuevo «collage» en el agua,

no es el mejor momento para hablarle,

desde luego,

pero aprovechando que estoy arriba

y usted debajo,

quisiera decirle

-casi no me atrevo con sus ojos-

que no puedo más,

que voy a pararme.

 

-Era el placer como una de esas muñecas rusas que se abren

y aparece otra,

y otra...-

 

 

Señor, la lluvia del domingo...

 

Señor,

la lluvia del domingo

es una inmensa bañera

que me sumerge a cámara lenta

en el telón espumoso de sus rizos del sábado.

 

 

Señor, las horas desnudas...

 

Señor,

las horas desnudas,

como limones al trasluz,

se exprimen en mi muñeca

de una manera desesperadamente cobarde:

estoy, para variar y por no quedarme en casa,

con alguien que me aburre los besos.

 

 

Señor, si usted sabe...

 

Señor,

si usted sabe

que yo ahora estoy celosa

por lo que me ha dicho,

tenga al menos el detalle de no hacérmelo notar durante

            la cena.

 

(Nunca en mi vida enrollé espaguetis con tanto odio.)

 

 

Si todo esto cambiase...

 

Si todo esto cambiase,

si me dijera usted, de pronto, que me ama,

yo ni me detendría para hacer la maleta.

 

Huiría luchando contra el miedo a la costumbre

          de su cuerpo.

 

 

Soñando...

 

Soñando,

tibia su lengua para mis pestañas que renacen.

 

Ilusoria blancura de los dientes al mártir contraluz

de su sangre y sus labios.

 

 

Soy un racimo de uvas...

 

Soy un racimo de uvas

y aguanto como puedo

este oleaje creciente de mi boca

aguijoneándome al sol.

 

Hasta que estallo.

 

 

Subo...

 

Subo.

Bajo escalones.

 

Pero esta angustia atrancándoseme en la piel como una

cremallera rota,

tampoco cede al sudor.

 

Y ya todo el sueño es un inmenso garaje de copas vacías

que el agudo de su ausencia con mi grito rompe.

 

 

Ultimatum

 

¡Oh Juan!, ¿por qué sueñas siempre rosas?

Ya no nos caben en la habitación,

esto no puede seguir así:

Cada día te levantas con las sábanas llenas de rosas

y si por casualidad hacemos el amor

no se conforman con quedarse quietas de mañana, no:

danzan las gamberras al son de los exquisitos minués que trazan

tus dedos al vestirme.

 

Por eso me niego a que me pongas la camisa,

a que me anudes el pañuelo…,

dime, ¿qué vas a hacer con esa encina desdentada y la camelia negra

que se vieron contigo cuando terminastes de dar un paseo por el

campo?

 

Ayer nos sorprendió un aguacero precioso

y como yo no llevaba gorro y sí el pelo recién lavado,

convertistes la gotas en diminutos paraguas de nácar,

yo te agradezco la gentileza de tu magia

pero el campo necesita agua

y lo dejastes blanco, tan blanco,

que parecía leche cuajada.

Menos mal que luego caíste en la cuenta del error

y los paraguas volaron para dejar paso

a tres mil nubes que se posaron dulcemente

en los prados, en los cerros, en los sembrados

para dar alegría y pan al santo campesino

que se hizo arrugas de un metro de profundidad por re tanto.

En fin, Juan, haces lo que quieres con la naturaleza

y a mí me irrita el no poder enfadarme nunca contigo

a pesar de tener motivos grandes y justificados.

 

Desde ahora te anuncio mi ultimátum:

una de dos, o renuncias a tu poder modificante

de niños que cambian pañales por barco,

de aceituna que, porque le da la gana, se transforma en ciruela los

domingos,

o nos mudamos a otra buhardilla

que tenga el suficiente espacio para meter allí todos los trastos…

¡Porque mira que eres pesado!

Porque mira que te quiero tanto, alquimista barato.

 

 

Una mujer de ron y esmalte negro...

 

1

Una mujer de ron y esmalte negro,

flequillo y vagina cosmopolitas,

me abre sus piernas tras los cristales del mueble.

 

Es la niebla

 

2

Veladamente,

descorriendo pestillos,

ha llegado hasta mi cuarto

una pantera translúcida con la piel de diamante

que me morderá la nuca cuando menos lo espere.

 

Es el deseo.

 

(Usted, 1986)

 

 

Usted se ha ido...

 

Usted se ha ido. Pero tampoco conviene dramatizar

             las cosas.

 

Cuando salgo a la calle,

aún me quedan muchas tapas risueñas en el tacón,

y mis medias de malla consiguen reducir la cintura

             de la tristeza

si su ausencia va silenciándome en una resaca

             de escarcha.

 

O sea, que no estoy tan mal.

Porque yo podré ser de vez en cuando un eclipse. Pero

nunca

              un eclipse sin sangre de luz.

 

 

Usted se inmiscuye en mi bufanda...

 

Usted se inmiscuye en mi bufanda

desde una aurea blanquísima que me reverbera los labios.

 

No me muevo,

no fumo -quizá a su silencio le moleste esa arruga en la nieve-;

y sólo cuando marcha me doy cuenta

de que he estado aguantándome el pis todo el rato.

 

 

Usted se me escapa en los pasillos como...

 

Usted se me escapa en los pasillos como

un discóbolo impregnado de aceite.

 

Pero todo lo que habla es una mano enguantada

por mis medias.

(Desnuda, froto su voz contra las caderas de la sábana

para no dormirme tan triste.)

 

 

Veladamente...

 

Veladamente,

descorriendo pestillos,

ha llegado hasta mi cuarto

una pantera translúcida con la piel de diamante

que me morderá la nuca cuando menos lo espere.

 

Es el deseo.

 

 

Volvemos a comer juntos...

 

Volvemos a comer juntos.

Este hombre cada día más guapo y a ti te rebasan las orejas.

 

Qué importa.

Qué importa el poco tiempo que tienes para enamorarlo,

qué importa la sopa fría

- no puedes permitirte el lujo

de perderlo de vista un solo instante, Almudena -,

si cuando vas a citar "yo siempre estoy triste"

él se anticipa y acariciándote los ojos dice que le encanta

tu alegría.

Tomado de:

http://amediavoz.com/guzman.htm

 

 

Y QUÉ DECIR DE LA POESÍA…

Y qué decir de la poesía

de la que eras grumete,

timonel y capitán a la vez,

siempre avanzando cara al sol

o contra el viento,

siempre izadas en medio de la lluvia

o trepando por la primavera de los mástiles

las velas de nieve de su corazón,

las rojas azaleas de su bandera.

Entonces el tiempo pasaba rápido como una bandada de delfines

limpiando la cubierta de inútiles aparejos,

sorteando los escollos de falso coral,

evitando el transitado cabotaje;

de los piratas amabas la magia

de convertir en propio el oro ajeno,

de los marinos oficiales odiabas el engaño

de trocarlo en galonada baratija de nadie.

Y al atardecer,

subida al palo mayor catalejo en mano,

sentías que todo aquello que no era tierra a la vista

era tuyo.

 

 

ENTONCES EL BESO CONOCÍA EL NORTE Y EL SUR…

Entonces el beso conocía el norte y el sur,

el este y el oeste de toda cartografía

como si antes de labio en medio de la lluvia

hubiera sido rosa de los vientos

o brújula del corsario de los siete mares.

Nada estaba preparado

-dormían las leyendas su sueño abisal-

y sin embargo no cabía margen alguno de error:

cada noche atracaba en su alborada,

cada zozobra en su bahía,

cada deseo en su rompeolas.

Así era el amor,

volver a casa

con la red llena de certidumbres

nunca un naufragio en alta muerte

silenciosa

como ahora.

 

 

ME LLAMAS REINA…

Me llamas Reina

y yo me río

y se alegra la tristeza

del trigo,

rey mío.

Tomado de:

https://poesiauniversalblog.com/category/almudena-guzman/page/2/

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