viernes, 9 de agosto de 2024

REVISITANDO POEMAS DE JOSÉ LEZAMA LIMA


Caída la hoja miro...

 

Caída la hoja miro,

ya que tu olvido decrece

la calidad del suspiro

que firme en la voz se mece.

 

La sombra de tu retiro

no a la noche pertenece,

si insisto y la sombra admiro

tu ausencia no viene y crece.

 

La sustancia del vacío

sólo halla su concierto

elaborando el desvelo

 

que presagia el cuerpo yerto.

Diosa perdida en el cielo,

yo con el cuerpo porfío.

 

 

Cuerpo desnudo

 

Cuerpo desnudo en la barca.

Pez duerme junto al desnudo

que huido del cuerpo vierte

un nuevo punto plateado.

 

Entre el boscaje y el punto

estática barca exhala.

Tiembla en mi cuello la brisa

y el ave se evaporaba.

 

El imán entre las hojas

teje una doble corona.

Sólo una rama caída

 

ilesa la barca escoge

el árbol que rememora

sueño de sierpe a la sombra.

 

 

El abrazo

 

Los dos cuerpos

avanzan, después de romper el espejo

intermedio, cada cuerpo reproduce

el que está enfrente, comenzando

a sudar como los espejos.

Saben que hay un momento

en que los pellizcará una sombra

algo como el rocío, indetenible como el humo.

La respiración desconocida

de lo otro, del cielo que se inclina

y parpadea, se rompe

muy despacio esa cáscara de huevo.

 

La mano puesta en el hombro de la mujer.

Nace en ellos otro temblor,

el invisible, el intocable, el que está ahí,

grande como la casa, que es otro cuerpo

que contiene y luego se precipita

en un río invisible, intocable.

Las piernas tiemblan, afanosas de llegar

a la tierra descifrada,

están ahora en el cuerpo sellado.

Comienza apoyándose enteramente,

un cuerpo oscuro que penetra

en la otra luz

que se va volviendo oscura

y que es ella ahora la que comienza

a penetrar.

Lo oscuro húmedo que desciende

en nuestro cuerpo.

Tiemblan como la llama

rodeada de un oscilante cuerpo oscuro.

La penetración en lo oscuro,

pero el punto de apoyo es ligeramente incandescente,

después luminoso

como los ojos acabados de nacer,

cuando comienzan su victoriosa aprobación.

 

La mano no está ya en el otro hombro.

Se establece otro puente

que respaldan los cuerpos penetrantes.

Ya los dos cuerpos desaparecen,

es la gran nebulosa oscura

que apuntala su aspa de molino.

Los dos cuerpos giran

en la rueda de volantes chispas.

Como después de una lenta y larga nadada,

reaparecen los cabellos llenos de tritones.

Miramos hacia atrás separando el oleaje

Y aparece el desierto con alfombras y dátiles.

 

Los dos cuerpos desparecen

en un punto que abre su boca.

Lo húmedo, lo blando,

la esponja infinitamente extensiva,

responden en la puerta,

abrillantada con ungüentos

de potros matinales

y luces de faisanes con los ojos apenas recordados.

 

El dolmen que regala los dones

en la puerta aceitada,

suena silenciosamente su madera vieja.

Los dos cuerpos desaparecen

y se unen en el borde de una nube.

La manta, la lechuza marina,

seca el sudor estrellado

que los cuerpos exhalan en la crucifixión.

El árbol y el falo

no conocen la resurrección,

nacen y decrecen con la media luna

y el incendio del azufre solar.

Los dos cuerpos ceñidos,

el rabo del canguro

y la serpiente marina,

se enredan y crujen en el casquete boreal.

 

 

El esperado

 

                                                                     Para José Rey

 

Al fin llegó el esperado,

se abrieron las puertas de la casa

y de nuevo se encendieron las luces.

 

Una sombra ligera había repasado

las paredes, que brillaban como ojos metálicos.

 

El esperado comprobó cada uno de los secretos

que guardaba la casa mágica

llena de los amigos que fueron llegando

con gorgueras nadantes, en campanillas

de congelados sonidos como albatros.

 

Hay un rincón

que se abre como un libro de cetrería

y se cierra como un antifonario

en la medianoche temblequeante.

 

Sus páginas son la escarcha

que penetra en un paquete sellado.

 

Sus silenciosos tumultos

son llamas en el agua,

que ven de cerca, día por día,

el reloj coralino

que ensaliva la eternidad.

 

Una eternidad sucia, confundida,

que da tropezones en la ley matinal

y se reconoce y se come a sus hijos,

como el caballo de la noche

que relincha sin tregua.

 

Es una bobalicona batalla

en donde todos nos quedamos

dormidos. Y nos van diciendo

quiénes son los vencidos

y los que siembran maíz,

polvos de arroz,

confundidos con la grasa de la mula

en la coronación.

 

La talanquera mugiendo con las vacas.

 

Los flautines bucoliastas,

dije de ostras lagañudas,

inician el asedio.

 

El incendio tamboril

desordena el asalto.

 

En el bostezo, nubes

y números de nubes,

de confín en confín.

 

 

El suplente

 

Vendrá el suplente en agua a conversar.

 

Se dirigirá hacia el norte donde tejen,

desconocido llegará a los que lo protegen.

 

Se arrancará su diente y a sembrar.

 

Vendrá el suplente en vino a pelear,

esgrimirá la traílla en zumbido planetario,

tropezará con el estilo rufián del carbonario.

 

Se apretará el chaleco y a bromear.

 

Los dos suplentes no se encontrarán en la escalera

aunque dejarán sus huellas en el molde de cera,

al mismo tiempo se taparán con las dos hojas de la puerta.

 

No se saludarán al valsar los largos corredores,

pero se embriagarán con los mismos escanciadores.

 

Ya llega el otro suplente para tirar del rabo de la puerca.

 

 

Esperar la ausencia

 

Estar en la noche

esperando una visita,

o no esperando nada

y ver cómo el sillón lentamente

va avanzando hasta alejarse de la lámpara.

 

Sentirse más adherido a la madera

mientras el movimiento del sillón

va inquietando los huesos escondidos,

como si quisiéramos que no fueran vistos

por aquellos que van a llegar.

 

Los cigarros van reemplazando

los ojos de los que no van a llegar.

 

Colocamos el pañuelo

sobre el cenicero para que no se vea

el fondo de su cristal,

los dientes de sus bordes,

los colores que imitan sus dedos

sacudiendo la ausencia y la presencia

en las entrañas que van a ser sopladas.

 

La visita o la nada

cubiertas por el pañuelo,

como el llegar de la lluvia

para oídos lejanos,

saltan del cenicero,

preparando la eternidad

de sus pisadas o se organizan

inclinándose sobre un montón de hojas

que chisporrotean sobre el jarrón

de la abuela,

huyendo del cenicero.

 

 

La noche va a la rana de sus metales...

 

La noche va a la rana de sus metales,

palpa un buche regalado para el palpo,

el rocío escuece a la piedra en gargantilla

que baja para tiznarse de humedad al palpo.

 

La rana de los metales se entreabre en el sillón

y es el sillón el que se hunde en el pozo hablador.

el fragmento aquel sube hasta el farol

y la rana, no en la noche, pega su buche en el respaldo.

 

La noche rellenada reclama la húmeda montura,

la yerba baila en su pequeño lindo frío,

pues se cansa de ser la oreja no raptada.

 

la hoja despierta como oreja, la oreja

amanece como puerta, la puerta se abre al caballo.

Un trotito aleve, de lluvia, va haciendo hablar las yerbas.

 

 

Llamado del deseoso

 

Deseoso es aquel que huye de su madre.

Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la secularidad de la saliva.

La hondura del deseo no va por el secuestro del fruto.

Deseoso es dejar de ver a su madre.

Es la ausencia del sucedido de un día que se prolonga

y es la noche que esa ausencia se va ahondando como un cuchillo.

Es esa ausencia se abre una torre, en esa torre baila un fuego hueco.

y así se ensancha y la ausencia de la madre es un mar en calma.

Pero el huidizo no ve el cuchillo que le pregunta,

es la madre, de los postigos asegurados, de quien se huye.

Lo descendido en vieja sangre suena vacío.

La sangre es fría cuando desciende y cuando se esparce circulizada.

la madre es fría y está cumplida.

Si es por la muerte, su peso es doble y ya no nos suelta.

No es por las puertas donde se asoma nuestro abandono.

Es por un claro donde la madre sigue marchando, pero ya no nos sigue.

Es por un claro, allí se ciega y bien nos deja.

Ay del que no marcha esa marcha donde la madre ya no le sigue, ay.

No es desconocerse, el conocerse sigue furioso como en sus días,

pero el seguirlo sería quemarse dos en un árbol,

y ella apetece mirar el árbol como una piedra,

como una piedra con la inscripción de ancianos juegos.

Nuestro deseo no es alcanzar o incorporar un fruto ácido.

El deseoso es el huidizo.

Y de los cabezazos con nuestras madres cae el planeta centro de mesa

y ¿de dónde huimos, si no es de nuestras madres de quien huimos

que nunca quieren recomenzar el mismo naipe, la misma

                                                                   noche de igual ijada descomunal?

 

 

Lo inaudible

 

Es inaudible,

no podremos saber si las hojas

se acumulan y suenan al encaramarse

la mirona lagartija sobre la hoja.

Nos roza la frente

y creemos que es un pañuelo

que nos está tapando los ojos.

El oro caminaba

después hacia la hoja

y la hoja iba hacia la casa

vacía del otoño, donde lo inaudible

se abrazaba con lo invisible

en un silencioso gesto de júbilo.

Lo inaudible

gustaba del vuelo de las hojas,

reposaba entre el árbol inmóvil

y el río de móvil memoria.

Mientras lo inaudible lograba

su reino, la casa oscilaba,

pero su interior permanecía intocable.

De pronto, una chispa

se unió a lo inaudible

y comenzó a arder escondido

debajo del sonido facetado del espejo.

La casa recuperó su movilidad

y comenzó de nuevo a navegar.

Tomado de:

http://amediavoz.com/lezamalima.htm

 

 

UNA BATALLA CHINA

 

Separados por la colina ondulante,

dos ejércitos enmascarados

lanzan interminables aleluyas de combate.

El jefe, en su tienda de campaña,

interpreta las ancestrales furias de su pueblo.

El otro, fijándose en la línea del río,

ve su sombra en otro cuerpo, desconociéndose.

Las músicas creciendo con la sangre

precipitan la marcha hacia la muerte.

Los dos ejércitos, como envueltos por las nubes,

se adormecen borrando los escarceos temporales.

Los dos jefes se han quedado como petrificados.

Después cuentan las sombras que huyeron del cuerpo,

cuentan los cuerpos que huyeron por el río.

Uno de los ejércitos logró mantener

unida su sombra con su cuerpo,

su cuerpo con la fugacidad del río.

El otro fue vencido por un inmenso desierto somnoliento.

Su jefe rinde su espada con orgullo.

 

 

LA SALIVA DEL GALLO…

 

La saliva del gallo rechazada por la sustancia.

Su pluma no va a su esencia.

 

El gallo en los infiernos de papel.

La boca del buey como pozo.

 

Suéltame, que me reduzco y grito.

Ciégame, que me abarco y comprendo.

 

 

LA MUJER Y LA CASA

 

Hervías la leche

y seguías las aromosas costumbres del café.

Recorrías la casa

con una medida sin desperdicios.

Cada minucia un sacramento,

como una ofrenda al peso de la noche.

Todas tus horas están justificadas

al pasar del comedor a la sala,

donde están los retratos

que gustan de tus comentarios.

Fijas la ley de todos los días

y el ave dominical se entreabre

con los colores del fuego

y las espumas del puchero.

Cuando se rompe un vaso,

es tu risa la que tintinea.

El centro de la casa

vuela como el punto en la línea.

En tus pesadillas

llueve interminablemente

sobre la colección de matas

enanas y el flamboyán subterráneo.

Si te atolondraras,

el firmamento roto

en lanzas de mármol,

se echaría sobre nosotros.

Tomado de:

https://vuelapalabra.com/cinco-poemas-de-jose-lezama-lima/

 

 

Retrato de don Francisco de Quevedo

 

Sin dientes, pero con dientes

como sierra y a la noche no cierra

el negro terciopelo que lo entierra

entre el clavel y el clavón crujiente.

 

Bailados sueños y las jácaras molientes

sacan el vozarrón Santiago de la tierra.

Noctámbulo tizón traza en vuelo ardientes

elipses en Nápoles donde el agua yerra.

 

Múerdago en semilla hinchado por la brisa

risota en el infierno, el tiburón quemado

escamas suelta, tonsurado yerto.

 

En el fin de los fines ¿qué es esto?

Roto maíz entuerto en el faisán barniza

y en la horca se salva encaramado.

 

 

Ernesto Guevara comandante nuestro

 

 

Ceñido por la última prueba, piedra pelada de los comienzos para oír las inauguraciones del verbo, la muerte lo fue a buscar. Saltaba de chamusquina para árbol, de aquileida caballo hablador para hamaca donde la india, con su cántaro que coagula los sueños, lo trae y lo lleva. Hombre de todos los comienzos, de la última prueba, del quedarse con una sola muerte, de particularizarse con la muerte, piedra sobre piedra, piedra creciendo el fuego. La citas con Tupac Amaru, las charreteras bolivarianas sobre la plata del Potosí, le despertaron los comienzos, la fiebr, los secretos de ir quedándose para siempre. Quiso hacer de los Andes deshabitados, la casa de los secretos. El huso de transcurso, el aceite amaneciendo, el carbunclo trocándose en la sopa mágica. Lo que se ocultaba y se dejaba ver era nada menos que el sol, rodeado de medialunas incaicas, de sirena del séquito de Viracocha, sirenas con sus grandes guitarras. El medialunero Viracocha transformando las piedras en guerreros y los guerreros en piedras. Levantando por el sueño y las invocaciones a la ciudad de las murallas y las armaduras. Nuevo Viracocha, de él se esperaban todas las saetas de la posibilidad y ahora se esperan  todos los prodigios en la ensoñación.

 

Como Anfiareo, la muerte no interrumpe sus recuerdos. La aristía, la protección en el combate, la tuvo siempre a la hora de los gritos y la arreciada del cuello, pero también la areteia, el sacrificio, el afán de holocausto. El sacrificarse en la pirámide funeral, pero antes dio las pruebas terribles de su tamaño para transfiguración. Dondequiera que hay una piedra, decía Nietzsche, hay una imagen. Y su imagen es uno de los comienzos de los prodigios, del sembradío en la piedra, es decir, el crecimiento tal como aparece en las primeras teogonías, depositando la región de la fuerza en el espacio vacío.

 

 

Sobre un grabado de alquimia china

 

Debajo de la mesa

se ven como tres puertas

de pequeños hornos,

donde se ven piedras y varas ardiendo,

por donde asoma el enano

que masca semillas para el sueño.

Encima de la mesa

se ven tres cojines grises y azules,

en dos de ellos hay como figuras geométricas

hechas con huevos irrompibles.

Al lado un jarrón sin ornamento.

Pedazos de leña por el suelo.

Un hombre curvado con una balanza

pesa una cesta de almendras.

La varilla de ébano

Alcanza de inmediato el fiel.

El hombre que vende

teme a los tres pequeños hornos

que esconden debajo de la mesa.

Por allí deben salir

las figuras esperadas

que vendrán cuando el pesador

logre el centro de la canasta.

A su derecha el hombre que contempla

absorto al pesador,

juega con unos pájaros.

Tomado de:

https://materialdelectura.unam.mx/poesia-moderna/16-poesia-moderna-cat/26-005-jose-lezama-lima?start=1

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