Edificio
En este edificio nuestros muertos
no se limitan a roncar. Tienen el privilegio
de renacer, de amar y de volver a morir.
Cada tarde suben en el ascensor, como los justos
suben camino del juicio ante Dios.
Y cada mañana bajan de nuevo, a incinerarse
en el horno de la caldera del edificio.
Por esto nuestro edificio emana un olor tan fuerte:
es el hedor que proviene de la cocina
de la muerte cotidiana. No de la otra.
Esa desprende un aroma excelso.
Tomado de:
https://elcultural.com/cinco-poemas-griegos
SABOR DE MUERTE
Que estudies la muerte en los libros
es un ejercicio de estudio en un seminario.
Que midas sus golpes en las sienes de los hombres
sólo supone una acción de aritmética.
La muerte no existe ni en las guerras,
ni en el veneno, ni en los estiletes.
Ni en los lechos nocturnos de los hospitales.
Existe en la mecha encendida
que, sólo en tus canales secretos,
avanza con paso lento desde aquel primer día.
Si pudieras sentir este paso,
tendrías la gracia del único sabor de la muerte.
Pero no sentirás la explosión.
Porque verías entonces que lo que llaman muerte
lleva tu propio rostro en su rostro.
Su extenso puerto con numerosos barcos,
que hienden las corrientes indiferentes del Mediterráneo
y que la tormenta que zumba por el ruido de los marineros,
quede suspendida en tu pensamiento como imagen fugitiva.
Sin embargo, intenta bastante, en el torbellino de tu
sueño,
retener la imagen de dos ojos maravillosos
que, con agonía, por las rejas de la ventana cerrada,
acompañaron tus pasos por el húmedo enladrillado.
Intenta retener esa visión viva,
porque vale más que mil vidas inútiles
la muerte bajo la sombra de dos ojos dulces.
LA NOCHE
Cuando dé la medianoche, no te apresures
a abrir la ventana. A esa hora
los hombres vuelven a casa desde los teatros
y las vírgenes hacen el amor en esquinas oscuras.
Cuando dé la medianoche, no es noche.
Los orgullosos uniformes de los generales bailan
y los fracs de los cargos oficiales se encorvan
ante florecientes muselinas vacías.
Cuando dé la medianoche, es de día.
Y tus ojos no resisten semejante luz
y ni siquiera los rostros luminosos de los hombres.
Debes tener mucha paciencia. Y, cuando te convenzas
de que todo se guardó en los roperos, que las melodías
se enrollaron a dormir entre los instrumentos,
abre la ventana con cuidado y mira
la luz de las estrellas: es otra luz. O recibe
el bofetón de la tormenta: es otro bofetón.
Y si, de pronto, tu ojo distingue
cierta sombra en la densa oscuridad:
un ladrón, que rompe el quiosco;
una madre, que espera a su hijo borracho;
un médico, que sale de la casa del muerto,
no te apresures a cerrar la ventana.
Lo que viste no es un hombre.
Es el fantasma de la inmensa noche,
que llaman pecado, amor o necesidad.
Que busca refugio a esa hora.
Inclínate a ese pozo de oscuridad
que se mide con la profundidad de tu conciencia,
y da tu mano al fantasma de la noche.
Y, después, vuelve a cerrar despacio la ventana
antes de que los hombres abran sus propias ventanas.
Tomado de:
https://hecatepoesia.wordpress.com/poesia-grieja/
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