Himnos a la noche: 1
¿Qué ser vivo, dotado de sentidos,
no ama,
por encima
de todas las maravillas del espacio que lo envuelve,
a la que
todo lo alegra, la Luz
–con sus
colores, sus rayos y sus ondas; su dulce omnipresencia–,
cuando ella
es el alba que despunta?
Como el más
profundo aliento de la vida
la respira
el mundo gigantesco de los astros,
que flotan,
en danza sin reposo, por sus mares azules,
la respira
la piedra, centelleante y en eterno reposo,
la respira
la planta, meditativa, sorbiendo la vida de la Tierra,
y el salvaje
y ardiente animal multiforme,
pero, más
que todos ellos, la respira el egregio Extranjero,
de ojos
pensativos y andar flotante,
de labios
dulcemente cerrados y llenos de música.
Lo mismo que
un rey de la Naturaleza terrestre,
la Luz
concita todas las fuerzas a cambios innúmeros,
ata y desata
vínculos sin fin, envuelve todo ser de la Tierra con su imagen celeste.
Su sola
presencia abre la maravilla de los imperios del mundo.
Pero me
vuelvo hacia el valle,
a la sacra,
indecible, misteriosa Noche.
Lejos yace
el mundo –sumido en una profunda gruta–
desierta y
solitaria es su estancia.
Por las
cuerdas del pecho sopla profunda tristeza.
En gotas de
rocío quiero hundirme y mezclarme con la ceniza.
–Lejanías
del recuerdo, deseos de la juventud, sueños
de la niñez,
breves
alegrías de una larga vida,
vanas
esperanzas se acercan en grises ropajes,
como niebla
del atardecer tras la puesta del Sol–.
En otros
espacios abrió la Luz sus bulliciosas tiendas.
¿No tenía que volver con sus hijos,
con los que
esperaban su retorno con la fe de la inocencia?
¿Qué es lo que, de repente, tan
lleno de presagios, brota
en el fondo
del corazón y sorbe la brisa suave de la melancolía?
¿Te complaces
también en nosotros, Noche obscura?
¿Qué es lo que ocultas bajo tu
manto, que, con fuerza invisible, toca mi alma?
Un bálsamo
precioso destila de tu mano,
como de un
haz de adormideras.
Por ti
levantan el vuelo las pesadas alas del espíritu.
Obscuramente,
inefablemente nos sentimos movidos
–alegre y
asustado, veo ante mí un rostro grave,
un rostro
que dulce y piadoso se inclina hacia mí,
y, entre la
infinita maraña de sus
rizos,
reconozco la
dulce juventud de la Madre–.
¡Qué pobre y pequeña me parece ahora la Luz!
¡Qué alegre y bendita la despedida
del día!
Así, sólo
porque la Noche aleja de ti a tus servidores,
por esto
sólo sembraste en las inmensidades del espacio las esferas luminosas,
para que
pregonaran tu omnipotencia –tu regreso– durante el tiempo de tu ausencia.
Más celestes
que aquellas centelleantes estrellas
nos parecen
los ojos infinitos que abrió la Noche en nosotros.
Más lejos
ven ellos que los ojos blancos y pálidos de aquellos incontables ejércitos
–sin
necesitar la Luz,
ellos
penetran las honduras de un espíritu que ama–
y esto llena
de indecible delicia un espacio más alto.
Gloria a la
Reina del mundo,
a la gran
anunciadora de Universos sagrados,
a la
tuteladora del Amor dichoso
–ella te
envía hacia mí, tierna amada, dulce y amable Sol de la Noche–
ahora
permanezco despierto
–porque soy
Tuyo y soy Mío *–
tú me has
anunciado la Noche: ella es ahora mi vida
–tú me has
hecho hombre–
que el ardor
del espíritu devore mi cuerpo,
que,
convertido en aire, me una y me disuelva contigo íntimamente
y así va a
ser eterna nuestra Noche de bodas.
Himnos a la noche: 2
¿Tiene que
volver siempre la mañana?
¿No acabará
jamás el poder de la Tierra?
Siniestra
agitación devora las alas de la Noche que llega.
¿No va a
arder jamás
para siempre la víctima secreta del Amor?
Los días de
la Luz están contados;
pero fuera
del tiempo y del espacio está el imperio de la Noche.
–El Sueño dura eternamente. Sagrado Sueño.–
No escatimes
la felicidad
a los que en
esta jornada terrena se han consagrado a la Noche.
Solamente
los locos te desconocen, y no saben del Sueño,
de esta
sombra que tu, compasiva,
en aquel
crepúsculo de la verdadera Noche
arrojas
sobre nosotros.
Ellos no te
sienten en las doradas aguas de las uvas,
en el
maravilloso aceite del almendro
y en el
pardo jugo de la adormidera.
Ellos no
saben que tú eres
la que
envuelves los pechos de la tierna muchacha
y conviertes
su seno en un cielo,
ellos ni
barruntan siquiera
que tú,
viniendo de
antiguas historias,
sales a
nuestro encuentro abriéndonos el Cielo
y trayendo
la llave de las moradas de los bienaventurados,
de los
silenciosos mensajeros de infinitos misterios.
Himnos a la noche: 3
Antaño,
cuando yo
derramaba amargas lágrimas;
cuando,
disuelto en dolor, se desvanecía mi esperanza;
cuando
estaba en la estéril colina,
que, en
angosto y obscuro lugar albergaba la imagen de mí
–solo, como
jamás estuvo nunca un solitario,
hostigado
por un miedo indecible–
sin fuerzas,
pensamiento de la miseria sólo.
Cuando
entonces buscaba auxilio por un lado y por otro
–avanzar no
podía, retroceder tampoco–
y un anhelo
infinito me ataba a la vida apagada que huía:
entonces, de
horizontes lejanos azules
–de las
cimas de mi antigua beatitud–,
llegó un
escalofrío de crepúsculo,
y, de
repente, se rompió el vínculo del nacimiento,
se rompieron
las cadenas de la Luz.
Huyó la
maravilla de la Tierra, y huyó con ella mi tristeza
–la
melancolía se fundió en un mundo nuevo, insondable
ebriedad de
la Noche, Sueño del Cielo–,
tú viniste
sobre mí
el paisaje
se fue levantando dulcemente;
sobre el
paisaje, suspendido en el aire, flotaba mi espíritu,
libre de
ataduras, nacido de nuevo.
En nube de
polvo se convirtió la colina,
a través de
la nube vi los rasgos glorificados de la Amada
–en sus ojos
descansaba la eternidad–.
Cogí sus
manos. y las lágrimas se hicieron un vínculo
centelleante,
indestructible.
Pasaron
milenios huyendo a la lejanía, como huracanes.
Apoyado en
su hombro lloré;
lloré
lágrimas de encanto para la nueva vida.
–Fue el
primero, el único Sueño.–
Y desde
entonces,
desde
entonces sólo,
siento una
fe eterna. una inmutable confianza en el Cielo de la Noche,
y en la Luz
de este Cielo: la Amada.
Himnos a la noche: 4
Ahora sé
cuándo será la última mañana
–cuándo la
Luz dejará de ahuyentar la Noche y el Amor–
cuándo el
sueño será eterno y será solamente Una
Visión inagotable,
un Sueño.
Celeste
cansancio siento en mí:
larga y
fatigosa fue mi peregrinación al Santo Sepulcro, pesada, la cruz.
La ola
cristalina,
al sentido
ordinario imperceptible,
brota en el
obscuro seno de la colina,
a sus pies
rompe la terrestre corriente,
quien ha
gustado de ella,
quien ha
estado en el monte que separa los dos reinos
y ha mirado
al otro lado, al mundo nuevo, a la morada de la Noche
–en verdad–,
éste ya no regresa a la agitación del mundo,
al país en el
que anida la Luz en eterna inquietud.
Arriba se
construyen cabañas,
cabañas de paz,
anhela y
ama, mira al otro lado,
hasta que la
más esperada de todas las horas le hace descender
y le lleva
al lugar donde mana la fuente,
sobre él
flota lo terreno,
las
tormentas lo llevan de nuevo a la cumbre,
pero lo que
el toque del Amor santificó
fluye
disuelto por ocultas galerías,
al reino del
más allá,
donde, como
perfumes,
se mezcla
con los amados que duermen en lo eterno.
Todavía
despiertas,
viva Luz,
al cansado y
le llamas al trabajo
–me infundes
alegre vida–
pero tu
seducción no es capaz de sacarme
del musgoso
monumento del recuerdo.
Con placer
moveré mis manos laboriosas,
miraré a
todas partes adonde tú me llames
–glorificaré
la gran magnificencia de tu brillo–,
iré en pos,
incansable, del hermoso entramado de tus obras de arte
–contemplaré
la sabia andadura de tu inmenso y luciente reloj–,
escudriñaré el equilibrio de las fuerzas
que rigen el
maravilloso juego de los espacios, innúmeros, con sus tiempos.
Pero mi
corazón, en secreto,
permanece
fiel a la Noche,
y fiel a su
hijo, el Amor creador.
¿Puedes tú ofrecerme un corazón eternamente fiel?
¿Tiene tu Sol
ojos amorosos que me reconozcan?
¿Puede mi
mano ansiosa alcanzar tus estrellas?
¿Me van a
devolver ellas el tierno apretón y una palabra amable?
¿Eres tu
quien la ha adornado con colores y un leve contorno,
o fue Ella
la que ha dado a tus galas un sentido más alto y más dulce?
¿Qué deleite, qué placer ofrece tu Vida
que suscite
y levante los éxtasis de la muerte?
¿No lleva
todo lo que nos entusiasma el color de la Noche?
Ella te
lleva a ti como una madre y tú le debes a ella todo tu esplendor.
Tú te
hubieras disuelto en ti misma,
te hubieras
evaporado en los espacios infinitos,
si ella no
te hubiera sostenido,
no te
hubiera ceñido con sus
lazos para que naciera en ti el calor
y para que,
con tus llamas, engendraras el mundo.
En verdad,
yo existía antes de que tú existieras,
la Madre me
mandó, con mis hermanos,
a que
poblara el mundo,
a que lo
santificara por el Amor,
para que el
Universo se convirtiera
en un
monumento de eterna contemplación
–me mandó a
que plantara en él flores inmarcesibles–.
Pero aún no
maduraron estos divinos pensamientos.
–Son pocas
todavía las huellas de nuestra revelación.–
Un día tu
reloj marcará el fin de los tiempos,
cuando tú
seas una como nosotros,
y,
desbordante de anhelo y de fervor,
te apagues y
te mueras.
En mí siento
llegar el fin de tu agitación
–celeste
libertad, bienaventurado regreso–.
Mis
terribles dolores me hacen ver que estás lejos todavía de nuestra patria;
veo que te
resistes al Cielo, magnífico y antiguo.
Pero es
inútil tu furia y tu delirio.
He aquí,
levantada, la Cruz, la Cruz que jamás arderá
–victorioso
estandarte de nuestro linaje–.
Camino al
otro lado,
y sé que
cada pena
va a ser el
aguijón
de un placer
infinito.
Todavía
algún tiempo,
y seré
liberado,
yaceré
embriagado
en brazos
del Amor.
La vida
infinita
bulle dentro
de mí:
de lo alto
yo miro,
me asomo
hacia ti.
En aquella
colina
tu brillo
palidece,
y una sombra
te ofrece
una fresca
corona.
¡Oh,
Bienamada, aspira
mi ser todo
hacia ti;
así podré
amar,
así podré
morir.
Ya siento de
la muerte
olas de
juventud:
en bálsamo y
en éter
mi sangre se
convierte.
Vivo durante
el día
lleno de fe
y de valor,
y por la
Noche muero
presa de un
santo ardor.
Himnos a la noche: 5
Sobre los
amplios linajes del hombre reinaba,
hace siglos,
con mudo poder,
un destino
de hierro:
Pesada,
obscura venda envolvía su alma temerosa.
La tierra
era infinita, morada y patria de los dioses.
Desde la
eternidad estuvo en pie su misteriosa arquitectura.
Sobre los
rojos montes de Oriente, en el sagrado seno de la mar,
moraba el
Sol, la Luz viva que todo lo inflama.
Un viejo
gigante * llevaba en sus hombros el mundo feliz.
Encerrados
bajo las montañas yacían los hijos primeros de la
madre Tierra.
Impotentes
en su furor destructor contra la nueva y magnífica estirpe de Dios
y la de sus
allegados, los hombres alegres.
La sima
obscura y verde del mar, el seno de una diosa.
En las
grutas cristalinas retozaba un pueblo próspero y feliz.
Ríos y
árboles, animales y flores tenían sentido humano.
Dulce era el
vino, servido por la plenitud visible de los jóvenes,
un dios en
las uvas,
una diosa,
amante y maternal,
creciendo
hacia el cielo en plenitud y el oro de la espiga,
la sagrada
ebriedad del Amor, un dulce culto a la más bella de las diosas,
eterna,
polícroma fiesta de los hijos del cielo y de los moradores de la Tierra,
pasaba,
rumorosa, la vida,
como una
primavera, a través de los siglos.
Todas las
generaciones veneraban con fervor infantil la tierna llama,
la llama de
mil formas, como lo supremo del mundo.
Un
pensamiento sólo fue, una espantosa imagen vista en sueños.
Terrible se
acercó a la alegre mesa,
y envolvió
el alma en salvaje pavor;
ni los
dioses supieron consolar
el pecho
acongojado de tristeza.
Por sendas
misteriosas llegó el Mal;
a su furor
fue inútil toda súplica,
Era la
muerte, que el bello festín
interrumpía
con dolor y lágrimas.
Entonces,
separado para siempre
de lo que
alegra aquí el corazón,
lejos de los
amigos, que en la Tierra
sufren nostalgia
y dolores sin fin,
parecía que
el muerto conocía
sólo un
pesado sueño, una lucha
impotente.
La ola de la
alegría se rompió
contra la
roca de un tedio infinito.
Espíritu
osado y ardiente sentido,
el hombre
embelleció la horrible larva;
un tierno adolescente
apaga la Luz y duerme,
dulce
Tierra, como viento en el arpa,
el recuerdo
se funde en los ríos de sombra,
la poesía
cantó así nuestra triste pobreza,
pero quedaba
el misterio de la Noche eterna,
el grave
signo de un poder lejano.
A su fin se
inclinaba el viejo mundo.
Se
marchitaba el jardín de delicias de la joven estirpe
–arriba, al
libre espacio, al espacio desierto, aspiraban los hombres subir,
los que ya
no eran niños, los que
iban creciendo hacia su edad madura.
Huyeron los
dioses, con todo su séquito.
Sola y sin
vida estaba la Naturaleza.
Con cadena
de hierro ató el árido número y la exacta medida.
Como en
polvo y en brisas se deshizo
en obscuras
palabras la inmensa floración de la vida.
Había huido
la fe que conjura y la compañera
de los dioses,
la que todo
lo muda, la que todo lo hermana:
la Fantasía.
Frío y
hostil soplaba un viento del Norte sobre el campo aterido,
y el país
del ensueño, la patria
entumecida por el frío, se levantó hacia el éter.
Las lejanías
del cielo se llenaron de mundos de Luz.
Al profundo
santuario, a los altos espacios del espíritu,
se retiró
con sus fuerzas el alma del mundo,
para reinar
allí hasta que despuntara la aurora de la gloria del mundo.
La Luz ya no
fue más la mansión de los dioses,
con el velo
de la Noche se cubrieron.
Y la Noche
fue el gran seno de la revelación,
a él
regresaron los dioses, en él se durmieron,
para
resurgir, en nuevas y magníficas figuras, ante el mundo transfigurado.
En el
pueblo, despreciado por todos, madurado temprano,
extraño tercamente a la beata
inocencia de su juventud,
apareció,
con rostro nunca visto, el mundo nuevo
–en la
poética cueva de la pobreza–.
Un Hijo de
la primera Virgen y Madre,
de un
misterioso abrazo el infinito fruto.
Rico en flor
y en presagios, el saber de Oriente
reconoció el
primero el comienzo de los nuevos tiempos.
Una estrella
le señaló el camino que llevaba a la
humilde cuna del Rey.
En nombre
del Gran Futuro le rindieron vasallaje:
esplendor y
perfume, maravillas supremas de la Naturaleza.
Solitario,
el corazón celestial se desplegó en un cáliz de omnipotente Amor,
vuelto su
rostro al gran rostro del Padre,
recostado en
el pecho, rico en presagios y dulces esperanzas, de la Madre
amorosamente
grave.
Con ardor
que diviniza,
los
proféticos ojos del Niño
en flor
contemplaban
los días futuros; miraba
a sus
amados, los retoños
de su estirpe divina,
sin temer
por el destino terrestre de sus días.
Muy pronto,
extrañamente conmovidos por un íntimo Amor,
se reunieron
en torno a él los espíritus ingenuos y sencillos.
Como flores,
germinaba
una nueva y extraña
vida a la vera del Niño.
Insondables
palabras, el más alegre de los mensajes, caían,
como
centellas de un espíritu divino, de sus labios amables.
De costas
lejanas,
bajo el
cielo sereno y alegre de Héllade
llegó a
Palestina un cantor, y entregó su corazón entero al Niño del Milagro:
Tú eres el
adolescente que desde hace tiempo
estás
pensando, sobre nuestras tumbas:
un signo de
consuelo en las tinieblas
–alegre
comenzar de un nuevo hombre–.
Lo que nos
hunde en profunda tristeza
en un dulce
anhelar se nos lleva:
la Muerte
nos anuncia eterna Vida,
Tú eres la
Muerte, y sólo Tú nos salvas.
Lleno de
alegría,
partió el
cantor hacia Indostán
–ebrio su
corazón de dulce Amor–;
y esparció
la noticia con ardientes canciones bajo aquel dulce cielo,
y miles de
corazones se inclinaron hacia él,
y el alegre
mensaje en mil ramas creció.
El cantor se
marchó,
y la vida
preciosa fue víctima pronto de la honda caída del hombre.
Murió en sus
años mozos,
arrancado
del mundo que amaba,
de su madre,
llorosa, y los amigos, medroso.
El negro
cáliz de indecibles dolores
tuvieron que
apurar sus labios amorosos.
Entre
angustias terribles llegaba la hora del parto del mundo nuevo.
Libró duro
combate con el espanto de la vieja muerte,
–grande era
el peso del viejo mundo sobre él–.
Una vez más
volvió a mirar a su madre con afecto
–y llegó
entonces la mano que libera,
la dulce
mano del eterno Amor–,
y se durmió
en la eternidad.
Por unos
días, unos pocos tan sólo,
cayó un
profundo velo sobre el mar rugiente y la convulsa Tierra
–mil
lágrimas lloraron los amados–,
cayó el
sello del misterio
–espíritus
celestes levantaron la piedra,
la vieja
losa de la obscura tumba–.
Junto al
durmiente
–moldeados
dulcemente por sus sueños–
estaban
sentados ángeles.
En nuevo
esplendor divino despertado
ascendió a
las alturas de aquel mundo nacido de nuevo,
con sus
propias manos sepultó el viejo cadáver en la huesa que había abandonado
y, con mano
omnipotente, colocó sobre ella una losa que ningún poder levanta.
Tus amados
aún lloran lágrimas de alegría, lágrimas de emoción, de gratitud infinita,
junto a tu
sepulcro –sobrecogidos de alegría, te ven aún resucitar–
y se ven a
sí mismos resucitar contigo;
te ven
llorar, con dulce fervor, en el pecho feliz de la Madre;
pasear,
grave, con los amigos;
decir
palabras que parecen arrancadas del Árbol
de la Vida;
te ven
correr anhelante a los brazos del Padre,
llevando
contigo la nueva Humanidad,
el cáliz
inagotable del dorado Futuro.
La Madre
corrió pronto hacia ti –en triunfo celeste–.
Ella fue la
primera que estuvo contigo en la nueva patria.
Largo tiempo
transcurrió desde entonces,
y en
creciente esplendor se agitó tu nueva creación
–y miles de
hombres siguieron tus pasos:
dolores y
angustias, la fe y la añoranza
les llevaron confiados tras ti–
contigo y la
Virgen celeste caminan por el reino del Amor
–servidores
del templo de la muerte divina, tuyos para la Eternidad–.
Se levantó
la losa.
–Resucitó la
Humanidad. –
Tuyos por
siempre somos,
no sentimos
ya lazos.
Huye la
amarga pena
ante el
cáliz de Oro,
Vida y
Tierra cedieron
en la última
Cena.
La muerte
llama a bodas.
–Con Luz
arden las lámparas. –
Las vírgenes
ya esperan
–no va a
faltar aceite–.
Resuene el
horizonte
del cortejo
que llega,
nos hablen
las estrellas
con voz y
acento humanos.
A ti, mil
corazones,
María, se
levantan.
En esta vida
en sombras
te buscan
sólo a ti.
Las saludes
de ti esperan
con gozo y
esperanza,
si tú, Santa
María,
a tu pecho
les llevas.
Cuántos se
consumieron
en amargos
tormentos,
y, huyendo
de este mundo,
volvieron
hacia ti,
Ellos son
nuestro auxilio
en penas y
amarguras,
vamos ahora
a ellos,
para ser
allí eternos.
Nadie que
crea y ame
llorará ante
una tumba:
el Amor,
dulce bien,
nadie le
robará.
–Su
nostalgia mitiga
la ebriedad
de la Noche. –
Fieles hijos
del Cielo
velan su
corazón.
Con tal
consuelo avanza
la vida
hacia lo eterno;
un fuego
interno ensancha
y da Luz a
nuestra alma;
una lluvia
de estrellas
se hace vino
de vida,
beberemos e
él
y seremos
estrellas.
El Amor se
prodiga:
ya no hay
separación.
La vida,
llena, ondea
como un mar
infinito;
una Noche de
gozo
–un eterno
poema–
y el Sol, el
Sol de todos,
será el
rostro de Dios.
Himnos a la noche: 6
Descendamos
al seno de la Tierra,
dejemos los
imperios de la Luz;
el golpe y
el furor de los dolores
son la
alegre señal de la
partida.
Veloces, en
angosta embarcación,
a la orilla
del Cielo llegaremos.
Loada sea la
Noche eterna;
sea loado el
Sueño sin fin.
El día, con
su Sol, nos calentó,
una larga
aflicción nos marchitó.
Dejó ya de
atraernos lo lejano,
queremos ir
a la casa del Padre.
¿Qué haremos, pues, en este mundo,
llenos de
Amor y de fidelidad?
El hombre
abandonó todo lo viejo;
ahora va a
estar solo y afligido.
Quien amó
con piedad el mundo pasado
no sabrá ya
qué hacer en este mundo.
Los tiempos
en que aún nuestros sentidos
ardían
luminosos como llamas;
los tiempos
en que el hombre conocía
el rostro y
la mano de su padre;
en que
algunos, sencillos y profundos,
conservaban
la impronta de la Imagen.
Los tiempos
en que aún, ricos en flores,
resplandecían
antiguos linajes;
los tiempos
en que niños, por el
Cielo,
buscaban los
tormentos y la muerte;
y aunque
reinara también la alegría,
algún
corazón se rompía de Amor.
Tiempos en
que, en ardor de juventud,
el mismo
Dios se revelaba al hombre
y consagraba
con Amor y arrojo
su dulce
vida a una temprana muerte,
sin rechazar
angustias y dolores,
tan sólo por
estar a nuestro lado.
Medrosos y
nostálgicos los vemos,
velados por
las sombras de la Noche;
jamás en
este mundo temporal
se calmará
la sed que nos abrasa.
Debemos
regresar a nuestra patria,
allí
encontraremos este bendito tiempo.
¿Qué es lo que nos retiene aún aquí?
Los amados
descansan hace tiempo.
En su tumba
termina nuestra vida;
miedo y dolor
invaden nuestra alma.
Ya no
tenemos nada que buscar
–harto está
el corazón–, vacío el mundo.
De un modo
misterioso e infinito,
un dulce
escalofrío nos anega,
como si de
profundas lejanías
llegara el
eco de nuestra tristeza:
¿Será que los amados nos recuerdan
y nos mandan
su aliento de añoranza?
Bajemos a
encontrar la dulce Amada,
a Jesús, el
Amado, descendamos.
No temáis
ya: el crepúsculo florece
para todos
los que aman, para los afligidos.
Un sueño rompe nuestras ataduras
y nos
sumerge en el seno del Padre.
EL EXTRANJERO (1)
Dedicado a la Señora del Consejero de Minas von
Charpentier
Cansado
estás y frío, oh extranjero, y no pareces
adaptado a
este cielo. Vientos más calientes
soplan que en tu patria, y más libre
en otro tiempo se alzaba el pecho joven.
¿No expandía la vida allí su colorido
por el campo
sereno y la eterna primavera?
¿No
tendía allí la paz sus densos hilos?
¿No
florecía allí eternamente lo que una vez
brotó?
Oh, buscas
en vano. Se ha hundido
aquella
tierra celestial. Ningún mortal
conoce ya el sendero inaccesible
que el mar ha sumergido para siempre.
Muy pocos de
los tuyos han logrado
ponerse a
salvo del feroz oleaje. Están dispersos
aquí y allá, y esperan
mejores tiempos para reencontrarse.
Ten voluntad
y sígueme. Te ha sido
favorable el
destino que aquí te ha conducido.
Gentes de tu tierra hay aquí, y que en
silencio
celebran una fiesta entrañable.
No puedes
sin embargo entender cómo sus corazones
allí se
unían. Ves brillar en sus rostros
inocencia y amor, igual
que en otro tiempo allí en la patria.
Más clara se
alza tu mirada. La tarde se despliega
como un sueño amistoso, y transcurre veloz
en dulce charla, y entre tanto
tu corazón se funde con la bondad que reina.
Mirad. Está
aquí el extranjero. De una misma tierra
a la que
pertenecéis se siente desterrado. Horas sombrías
han pasado por él. Muy pronto
se ha acabado para él el día feliz.
Con gusto
permanece entre los suyos.
Feliz
celebra entre ellos la fiesta del hogar.
La primavera, que fresca florece
en torno de sus padres, le cautiva.
Vuelva a
celebrarse la fiesta entre nosotros,
antes de que
la madre, disgustada, se aleje
de los hijos que lloran, y por sendas
oscuras
siga al guía que la lleve a la patria.
Que el
hechizo que estrecha vuestro lazo
no ceda, y
los que lejos están
lo disfruten también, y todos juntos
caminéis felices por un mismo camino.
Esto es lo
que el huésped desea, pero ha hablado el poeta
en su lugar,
porque prefiere permanecer callado
cuando está contento y anhela la venida
de los seres que quiere y que están lejos.
Permaneced
amables con el extranjero.
Escasas
alegrías le están deparadas.
Rodeado de
personas amigas espera con paciencia
el día de su
gran nacimiento.
***
[CONÓCETE A TI MISMO]
Una cosa
sólo ha buscado el hombre en todo tiempo,
y lo ha
hecho en todas partes, en las cimas y en las simas
del mundo.
Bajo nombres
distintos –en vano– se ocultaba siempre,
y siempre,
aun creyéndola cerca, se le iba de las manos.
Hubo hace
tiempo un hombre que en amables mitos
infantiles
revelaba a
sus hijos las llaves y el camino de un castillo
escondido.
Pocos
lograban conocer la sencilla clave del enigma,
pero esos
pocos se convertían entonces en maestros
del destino.
Discurrió
largo tiempo –el error nos aguzó el ingenio–
y el mito
dejó ya de ocultarnos la verdad.
Feliz quien
se ha hecho sabio y ha dejado su obsesión
por el mundo,
quien por sí
mismo anhela la piedra de la sabiduría
eterna.
El hombre
razonable se convierte entonces en discípulo
auténtico,
todo lo
transforma en vida y en oro, no necesita ya los
elixires.
Bulle dentro
de él el sagrado alambique, está el rey en él,
y también
Delfos, y al final comprende lo que significa
conócete a ti mismo.
EL POEMA
Vida
celestial de azul vestida,
sereno deseo
de pálida apariencia,
que en
arenas de colores traza
los rasgos
huidizos de su nombre.
Bajo los
arcos altos, firmes,
iluminado
sólo por las lámparas,
yace, huido
ya el espíritu,
el mundo más
sagrado.
En silencio
nos anuncia una hoja
perdida los
mejores días,
y vemos
abrirse los ojos poderosos
de la
antigua leyenda.
Acercaos en
silencio a la puerta solemne,
escuchad el
golpe que produce al abrirse,
bajad luego
del coro y contemplad allí
dónde está
el mármol que anuncia los presagios.
Vida fugaz y
formas luminosas
llenan la
noche anchurosa y vacía.
Ha
transcurrido un tiempo sin final
que se ha
perdido haciendo bromas sólo.
Trajo el
amor las copas llenas,
como entre
flores se derrama el espíritu,
y beben sin
parar los comensales,
hasta que se
rasga el tapiz sagrado.
En extrañas filas llegan
veloces
carruajes de colores,
y llevada en
el suyo por insectos variados
sola llegó
la princesa de las flores.
Velos como
nubes descendían
de su frente
luminosa hasta los pies.
Caímos de
rodillas para saludarla,
rompimos a
llorar, y ya no estaba.
CUANDO CIFRAS Y FIGURAS
Cuando
cifras y figuras dejen de ser
las claves
de toda criatura,
cuando
aquellos que al cantar o besarse
sepan más
que los sabios más profundos,
cuando
vuelva al mundo la libertad de nuevo,
vuelva el
mundo a ser mundo otra vez,
cuando al
fin las luces y las sombras se fundan
y juntas se
conviertan en claridad perfecta,
cuando en
versos y en cuentos
estén los
verdaderos relatos del mundo,
entonces una
sola palabra secreta
desterrará
las discordancias de la tierra entera.
***
Hay en la
piedra un signo misterioso
grabado en
el fondo de su sangre ardiente.
es como un
corazón en que estuviera
grabada la
imagen de la desconocida.
mil fulgores
en torno de la piedra,
y una clara
marea ondea alrededor.
Hay en ella
enterrado el brillo de una luz,
¿será ésta un corazón dentro del corazón?
NOTAS
(1)
La
selección de los poemas ha sido obra de Marta López Vilar.
Tomado
de:
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